TEATRO › EL SECUESTRO DE ISABELITA, EN EL TEATRO DEL PUEBLO
Escrita y dirigida por Daniel Dalmaroni, la obra retrata a un grupo armado que cree secuestrar a la esposa de Perón, pero en realidad se llevó a una empleada doméstica. Y eso es sólo el comienzo de una serie de equívocos de trasfondo doloroso.
› Por Facundo García
A los protagonistas de El secuestro de Isabelita la “Orga” los echó por ser “demasiado fierreros”. Buen principio para una tragicomedia. Sin embargo, el espectáculo que se presenta los sábados a las 23 en el Teatro del Pueblo (Roque Sáenz Peña 943) va mucho más allá de esa definición. “Juicios revolucionarios”, infantilismo táctico y delirios estratégicos se despliegan en escena para articular una caricatura que no hace concesiones frente a las zonceras que supo sostener la izquierda argentina. Y aunque no lo asume explícitamente, la obra escrita y dirigida por Daniel Dalmaroni consigue tirar un poco más de la punta creativa señalada por Capusotto y su Bombita Rodríguez, con el condimento de añadir la potencia reflexiva que permite la dramaturgia.
Es el año 1976 y una célula desprendida de Montoneros cree haber secuestrado a Isabel Perón. La macana es que la mujer jura que ella no es “la Chabela”, sino una empleada de limpieza que se le parece hasta en el nombre. Los captores, arrojados a la acción como si la dinámica histórica se los estuviera llevando puestos, se preguntan qué hacer. Ese es el disparador de una trama en la que los idealistas conviven con los burócratas, las lecturas con la ceguera y los amores con la violencia. “¿De dónde venís?”, le preguntan a Analía, una de las militantes. “Del colegio –responde ella–, rendí una previa que me quedaba.” La chica tiene un revólver, está vestida con uniforme escolar, y en la verosimilitud del diálogo se cuelan sensaciones encontradas: por un lado ronda la tristeza de saber que muchos pibes y pibas estaban expuestos a la doble amenaza de una dirigencia negligente y una picadora de carne estatal. Por otro, está esa risa del público. Una rara risa, ni eufórica ni específicamente alegre, que desnuda la necesidad de repensar errores del pasado.
Aludir a aquellas situaciones convocando a actores tan jóvenes no debe haber sido sencillo. La dificultad se esfuma gracias a la química del elenco, favorecida a su vez por el atractivo de un vestuario certero y una recuperación detallada de los giros idiomáticos de la época. Sobre ese fondo de realidad destacan las líneas del humor y el cuestionamiento. Los personajes de El secuestro..., por ejemplo, jamás sueltan los fierros. Naturalizaron su uso de tal modo que los han incorporado a sus gestos, más o menos como les ocurre a los fumadores crónicos con los cigarrillos. Así, los chumbos son extensiones de la mano. Entre pistolas y metralletas se suceden las denuncias, con un repertorio de “pecados” que mapea los límites ideológicos del intento setentista. Es “contrarrevolucionario” oponerse a la lucha popular, pero también lo es leer la revista Pelo, fumar marihuana y ser homosexual. Cualquier aflojamiento de esas máximas se lee como signo de achanchamiento y es sancionable incluso con la muerte.
Más adelante, los compañeros reciben una noticia que complica todavía más las cosas. Si ya era un inconveniente que la secuestrada no fuera Isabelita, ahora resulta que ni siquiera el Perón que expulsó a los montos era el verdadero. La leyenda que el grupo acepta –y que quiere aceptar– es que el general murió en España y fue reemplazado por “un paraguayo” físicamente parecido, un tal Holgado (y no es casual que el apellido coincida con el de Martha Holgado, la mediática señora que reclamaba ser hija del líder justicialista). La confianza en que el Perón que vino de Europa no era el real explica, en la mente de los militantes, el hecho de que haya vuelto “tan cambiado”. “¡Claro! –exclama un iluso–-. ¡El Pocho nunca nos habría echado de la Plaza!”
En ese tramo la fantasía cobra vuelo. Los actores y el autor-director asumen el riesgo con suficiente efectividad como para que el rigor de los datos pase a segundo plano. Y esa decisión no es azarosa. Ya se ha mencionado que la reconfiguración lúdica de símbolos aparentemente intocables tiene en Capusotto a su exponente local más célebre. Pero a la vez, El secuestro... podría enmarcarse en una tendencia más amplia sintetizada por la película Inglorious Basterds (Quentin Tarantino, 2009), un atrevido juego de historia contrafactual en el que Hitler muere quemado dentro de una sala de cine.
Juego: palabra incómoda en el contexto de un dolor que no se ha ido. A lo mejor es por eso que conforme avanza la pieza, la intriga por conocer el final se agiganta. No sólo en el escenario, donde los cuadros se enredan en sus propios contrasentidos teóricos y afectivos. En un plano estético y político, era difícil no exponerse a que alguien levantara acusaciones similares a las que se usaron en contra de films como La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), en una tesitura del estilo “ustedes se divierten a costa de los muertos”. Dalmaroni resuelve sin complicarse, a través de un anticlímax noqueador que demuestra que nadie se ha reído en vano.
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