TEATRO › DAVID AMITIN VUELVE A BUENOS AIRES CON TANGO RUSO
La historia de El eterno marido, de Dostoievski, sedujo al director, dramaturgo y régisseur radicado en España, quien encontró en sus personajes arquetípicos comportamientos que se cumplen en toda época y lugar. Se estrena mañana en el C. C. de la Cooperación.
› Por Hilda Cabrera
La historia que enlaza a un seductor con un marido engañado y una niña de la que no se sabe cuál de ellos es su padre atrapó al director y régisseur David Amitin, pero no por la anécdota, sino porque, a través de este conflicto de personajes arquetípicos, el escritor ruso Fedor Dostoievski reflejó comportamientos que se cumplen en toda época y lugar. En este caso, los del seductor y el perdedor, “el castigado y humillado”, como apunta Amitin, quien regresó de España, donde reside desde 2002, para estrenar Tango ruso. La obra es una versión de El eterno marido, novela de Dostoievski escrita en 1870, después de que este autor atravesara experiencias límite. Fue encarcelado en 1849, acusado de conspirar contra el zar Nicolás I. Integraba el Círculo Petrashevski, grupo que reunía a intelectuales y estudiantes, funcionarios y oficiales del ejército contrarios a la autocracia zarista. Conmutada la pena de muerte, se lo condenó a trabajos forzados en Siberia, y a partir de 1854 fue obligado a servir como soldado raso. La atracción de Amitin por este escritor se renueva en Tango...., que se estrena mañana en el C. C. de la Cooperación (Corrientes 1543). En diálogo con Página/12, recuerda su puesta de Memorias del subsuelo, de 1984, y otros montajes de obras de importantes autores, realizados en la Argentina y el exterior.
Artífice de una trayectoria relevante, agradece haber estudiado y trabajado con grandes maestros, en el país y el extranjero, donde fue asistente de Giorgio Strehler, Luca Ronconi, Johannes Schaaf y otras personalidades de la escena. Entre sus puestas figuran Esperando a Godot, en el Teatro Nacional de Manheim; El caso Makropoulos, de Leos Janacek (basado en una obra de Karel Capek), en el teatro de Hagen; Los siameses, de Griselda Gambaro (todas en Alemania), y Carmen, de George Bizet, en Austria. Realizó además montajes, talleres y seminarios en Francia, Bélgica, Portugal, Inglaterra y España. En la Argentina se destacan, entre otras direcciones, las de Fando y Lis, del español Fernando Arrabal; El pelícano, del autor sueco August Strindberg; Bartleby (teatralización de Bartleby, el escribiente, de Herman Melville); Rapsodia provinciana (sobre El inspector, de Nikolái Gógol); Volpone, de Ben Jonson, El pato salvaje, de Henrik Ibsen, y Las paredes, de Gambaro, en el Teatro Nacional Cervantes. Entre sus trabajos para el Teatro Colón se encuentra la régie de las óperas El barbero de Sevilla, de Rossini; La ciudad ausente, de Gerardo Gandini, y El amor por tres naranjas, de Prokofiev.
En Tango ruso, los personajes en pugna son Veltchaninov (el seductor) y Pável Pávlovich (el marido engañado). Según Amitin, El eterno marido “está un poco a la sombra” de las grandes novelas de Dostoievski: Crimen y castigo, Los hermanos Karamazov y Los endemoniados. En la que el director decidió adaptar, el seductor y el marido engañado vivieron en la misma ciudad de provincia, fueron amigos y amaron a la misma mujer, que ha muerto dejando una niña que es ya adolescente.
–La figura del padre ha sido un tema destacado en sus puestas. ¿También en Tango ruso?
–Está presente, pero bastante en la penumbra. No tiene aquí la misma fuerza que en Los hermanos Karamazov, novela a la cual se refirió especialmente Sigmund Freud en Dostoievski y el parricidio. Aquí, el padre abandona a su hija, deja que se la roben, lo que da lugar a un enorme conflicto y un resentimiento inacabable. En la novela hay suspenso y se ponen en juego emociones y sentimientos contradictorios, propios de la escritura de este autor que pasa de la parodia y el humor más crudo a una situación de gran patetismo.
–¿A qué se debe el cambio del título?
–Al deseo de parodiar el impacto emocional de la obra y crear distancia. Incluimos un tango basado en un vals de Petrushka, de Igor Stravinski. Queríamos establecer alguna relación de época. La historia transcurre en San Petersburgo, en 1920, pero este conflicto podría desarrollarse ese mismo año, en Buenos Aires.
–¿Qué le interesó de la narración, teniendo en cuenta la variedad de situaciones y personajes de la novela?
–Llevó tiempo hacer la síntesis, pero creo que lo esencial está contado: el enfrentamiento que se produce entre estos amigos que parecen hermanos, porque se quieren y odian, se necesitan y rechazan. Aquí, siempre alrededor de una figura femenina: la mujer que ha muerto, la hija y las otras mujeres con las que se van relacionando. Lo interesante es que en cada encuentro reeditan el mismo proceso de conquista y pérdida.
–¿El paso del tiempo no modifica actitudes?
–Las conductas se repiten, y esto lo observo también en la gente que conozco y en mí. Es difícil sustraerse a la repetición: requiere maduración y un enorme trabajo sobre uno mismo. En Tango ruso sucede lo mismo, y además estos hombres desconfían, generando situaciones de suspenso, siempre sugeridas, porque nunca me he movido dentro del realismo y el naturalismo.
–Como director viajero, ¿qué le depara el contacto con otras culturas?
–Me han enriquecido enormemente. He conocido actores y directores que trabajan estéticas muy diferentes. Por otro lado está lo que uno lleva consigo desde la infancia.
–¿Entendido como aquello que unifica y ha generado el presente?
–Uno no pierde lo vivido en la infancia, no importa en qué lugar del mundo viva o trabaje. La infancia, la intuición y el inconsciente son guías para quien está creando. El inconsciente es vital para un director de escena; lo demás es cultura: lo que se ha leído, visto o escuchado. No hay duda de que enriquece, pero el material de base lo constituyen las primeras experiencias, a veces total o parcialmente olvidadas. Son como las melodías que a uno lo acompañaron de niño: motivan y forman el gusto.
–¿Cómo las pone en práctica?
–Admito que hay que tener suficiente confianza y libertad para trabajar desde esas experiencias y ese inconsciente, que es sabio. Lo demás es un poco ajeno. Es como decir “hago esto porque leí que hay que hacerlo así”.
–¿Cuáles fueron esas primeras impresiones que lo marcaron culturalmente?
–Están ligadas a la música. Estudié violín y toqué en la Sinfónica Juvenil de Cámara que dirigía Teodoro Fuchs. Había estudiado con Guillermo Graetzer y Ljerko Spiller, quien me conectó con Fuchs. Me sentía en la gloria. En los años ’60, Buenos Aires era una ciudad extraordinaria. Cuando en Europa cuento que Buenos Aires tenía entonces seis orquestas sinfónicas trabajando a full no lo pueden creer, porque hoy ni siquiera Londres las tiene. Aquí existía la Sinfónica Nacional, la Filarmónica de Buenos Aires, la Orquesta Estable del Teatro Colón, la Orquesta de la Asociación Amigos de la Música, la Orquesta de la Asociación Wagneriana, completa, con más de 90 ejecutantes, y la Orquesta de Radio El Mundo. Estas son las que recuerdo. Se había creado el Instituto Torcuato Di Tella... Era una eclosión de creatividad y cultura; yo disfrutaba de todo eso y estaba maravillado de vivir en Buenos Aires. Tuve la suerte de tener grandes maestros, también en teatro, como Augusto Fernandes y Carlos Gandolfo. Esas experiencias generan una cierta inclinación, un gusto y una orientación que después influye en las decisiones que uno toma, inexplicables a veces para un tercero. Lo raro es que un director se anime a seguir esa llamada del inconsciente, porque está condicionado por la lógica, la cultura, la razón y las explicaciones y respuestas que debe dar. Pero hay que estar atento, porque uno pierde cuando se somete a la presión de la lógica o la realidad.
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