TEATRO › ANALIA FEDRA GARCIA DIRIGE EL NOMBRE, DEL NORUEGO JON FOSSE
La directora señala que en la obra recientemente estrenada “los silencios operan en el querer encontrarse con el otro: los personajes prueban pero no pueden”. Se trata de una sórdida historia familiar en la que todos los integrantes tienen algún motivo para callar.
¿Por qué el silencio es, en una conversación, un visitante incómodo? El teatro nunca contestará eso. El silencio puede ser el protagonista de una historia, el centro en el que se cruzan los hilos de la acción; por eso el teatro puede, en todo caso, generar otras preguntas. No por nada el silencio ha sido –y es– motivo de análisis al interior de la disciplina. Hasta parece que la actualidad dramática tiene su rey de los silencios: el noruego Jon Fosse, dramaturgo poco difundido por estas tierras. Como sus textos traducidos al castellano escasean, no está de más aprovechar lo que la cartelera local tiene para ofrecer del hombre al que el mundo señala como el sucesor de Ibsen. Analía Fedra García acaba de estrenar El nombre (La Carbonera, Balcarce 998, los viernes a las 22.45), una sórdida historia familiar en la que todos los personajes tienen algún motivo para callar.
Es la historia de una espera, la del hijo de Beate (María Eugenia López), quien vuelve a la casa de sus padres con su panza como sorpresa. A su novio (Alfredo Staffolani) no se lo ve cómodo con ese futuro que se le viene encima. La espera da lugar a diferentes tensiones, protagonizadas por una pareja de jóvenes cuyas personalidades son incompatibles y un padre (Horacio Marassi) de quien se supone que dará el grito en el cielo al enterarse de la maternidad de su hija. A eso se suma el encuentro de Beate con un viejo amor, Bjarne (Sebastián Raffa). El nombre es la historia de una espera y la de unos vínculos modificados por ella, aunque a simple vista no lo parezca.
Analía Fedra García es, junto con Luis Cano, también traductora de esta obra, la tercera de Jon Fosse que llega a la cartelera porteña. Las otras son El hijo (dirigida por Martín Tufró) y La noche canta sus canciones (actualmente en cartel, versión de Daniel Veronese). La traducción fue reto obligado ante la ausencia de obras del noruego en castellano, tanto en librerías como en Internet. “Los textos de El nombre son muy acotados, concisos”, explica García. “Por eso, el peligro era que la traducción sea literal y no teatral. Tuve que encontrar una expresión que pueda ser dicha por un actor y que mantenga lo que el autor planteó.”
Cuando buscaba una segunda obra para dirigir –la primera fue Chiquito, de Luis Cano–, García quedó encantada con el texto de Fosse, porque “es generoso en sentido teatral”. Le representaba un desafío, cuenta, porque “el universo que plantea es muy particular”. Lo que ella entiende como diferente es, precisamente, la característica que se le subraya a Fosse a nivel mundial: el hecho de que los personajes callen. “Me gustó mucho cómo se generan los lazos. Están en los silencios, los acercamientos, las tensiones, las distancias. En lo que los personajes dicen y en lo que no”, analiza García. Lo dijo una vez Fernando Pessoa: hablar es la mejor forma de volverse desconocido.
La historia transcurre en una casa de campo. “Como estamos en una ciudad, queríamos generar algo de aquel imaginario desolado, descampado”, explica García. Para conseguirlo debieron “engendrar un ambiente sonoro”. Por eso, al silencio que eligen los personajes se opone un sonido que los acompaña durante toda la obra, el resoplido del viento que ingresa por las hendijas. “Para hacer patente la ausencia de diálogo se hizo necesario generar un afuera que irrumpe entre ellos. Y nos parecía necesario que estuviese todo el tiempo”, subraya la directora.
–En la historia del teatro, al silencio siempre le correspondió una interpretación. Se ha dicho que en Artaud, por ejemplo, los silencios apuntaban a las sensaciones escondidas por la moral. ¿Qué significan los silencios en esta obra?
–No están en vano. No es un “me callo la boca porque hablo poco o no sé qué decir” ni busca evitar conflictos. Los silencios operan en el querer encontrarse con el otro: los personajes prueban pero no pueden. Surgen por no saber qué hacer con el que tienen adelante. En el texto eso está extremado en cómo se juega, pero nos pasa en la vida cotidiana. A veces, en lugar de contestar, entregamos un gesto. Por eso es que no lo leí tanto como silencio, sino como gesto. Y en definitiva, el silencio es un gesto también.
–¿Y cuáles son las razones particulares por las que estos personajes callan?
–Cada persona puede proyectar, generar esas razones. Hicimos una construcción grupal de los personajes, es decir, son consecuencia de los vínculos que se generaron en el elenco. Por eso, lo del silencio no tiene que ver sólo con el texto, sino también con el actor. Cada uno pasa por cosas diferentes, por eso los silencios iban a ser distintos en cada caso. Sí hubo muchas propuestas por parte de los actores, que crearon hipótesis sobre qué podría haber pasado. En el terreno de lo no dicho, es importante que la hipótesis esté para sostener la ficción, pero no que sea leída como real. Lo interesante es que en los silencios el espectador completa, hace bastante trabajo.
–¿Qué ocurre en esta obra con la acumulación de la tensión? Hay algo que nunca explota, como en Chéjov.
–Sí. De todos modos, en Chéjov tiene más carnadura: es más evidente la latencia de eso que te lleva a pensar que la historia va a explotar. Está más expuesto. En Chiquito los personajes acumulaban tensión y llegaba un momento en que explotaba todo y se destruía. A estos actores les planteé la condensación: cuando parece que el novio va a venir con el hacha y se va a romper todo, hay una implosión. La tensión, en lugar de irse para afuera, produce un desmoronamiento interno. Los personajes se desarman. Uno de los actores me dijo algo que me pareció buenísimo: lo que no se nombra se repite. Ellos repiten textos, hay leitmotivs que se repiten. Eso se da porque ellos no nombran lo que tienen que nombrar.
Entrevista: María Daniela Yaccar.
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