TEATRO › LAS PRIMAS O LA VOZ DE YUNA, EN EL TEATRO NACIONAL CERVANTES
La adaptación realizada por Marcela Ferradás y Román Podolsky consigue trasladar a las tablas el inquietante clima de la novela de Aurora Venturini, no sólo por la potencia del texto sino también por un notable trabajo de actuación.
Es inevitable: traducción significa cambio. Si la fotografía es la que capta el alma, el texto literario la modela con su propia arcilla. Conservar la esencia es el gran reto de la traducción que, simultáneamente y sin que sea una paradoja, debe adquirir independencia, vuelo propio. Decir que Las primas o la voz de Yuna (jueves, viernes y sábados a las 21.30 y domingos a las 21 en el Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815) salió airosa de esa aventura es poco. Porque la adaptación de Marcela Ferradás y Román Podolsky de Las primas, de Aurora Venturini, ganadora del Premio Nueva Novela 2007, otorgado por Página/12, es un ejemplo de cómo deben hacerse las cosas. La siguiente anécdota no es menor: la autora del original, la misma que había dicho que la protagonista, Yuna, era ella misma, confesó luego que Ferradás y Podolsky se la habían robado.
Primero, Las primas..., de la cual Podolsky es también director, pasó por La Plata, ciudad natal de la autora. Luego giró por el país y acaba de desembarcar en la sala Orestes Caviglia, espacio al que parece haberse adaptado rápidamente. De una luz roja que encandila sale Yuna (Ferradás), de apellido verdadero López y artístico Riglos, que, como en su momento le pasó a Venturini, acaba de ganar un premio. En este caso, de pintura. Este dato no está en la novela, es la vuelta que Ferradás y Podolsky encontraron –también la excusa que el teatro precisa– para que el personaje se plantara a monologar. En su infancia, cuenta Yuna, padeció dislalia, por eso sólo podía pronunciar la “n”, la “m” y las vocales. Sin tapujos, aun con dificultades para hablar, ella se presenta como una “minusválida reeducada”, definición que anuncia el carácter agridulce de la pieza y que abre paso a una autobiografía entrañable, hecha de sexualidad femenina, discapacidad, folklore de barrio, algún crimen y catarsis artística.
Del espanto a la ternura, la obra es tan vertiginosa y provocativa como la novela. La “ferocidad” de la primera persona de Venturini –en palabras de Podolsky– se mantiene aquí intacta. Yuna, que no supo leer la hora hasta los veinte años y que abandonó la escuela en sexto grado, no es la única problemática de la familia. “No éramos comunes, por no decir que no éramos normales”, aclara antes de viajar al pasado, que se integra al monólogo en retazos. La actriz Laura Ortigoza, impecable, exhibe en Las primas... su potencial camaleónico. Ella es todos los personajes femeninos de la vida de Yuna. Por un lado, encarna a la “normalidad”: la madre autoritaria, docente que no se desprende de su puntero, y Tía Nené, vanidosa artista plástica; ambas despreciables. También es Betina, hermana cuadripléjica, y Petra, prima liliputiense especialista en “sesoral”.
En esa dicotomía, normalidad-anormalidad, se encuentra uno de los diamantes de la novela, que se potencia por el hecho vivo (ver a Betina no es lo mismo que imaginarla: verla es desgarrador). En tal sentido, la pregunta es ¿qué es ser normal, si los exentos de patologías son verdaderos monstruos? La madre y Tía Nené son siniestras. El profesor de arte de Yuna (César Bordón) es del tipo de abusador con menos escrúpulos. Ninguno los tiene, claro está, pero éste es de lo peor, porque saca rédito de la inocencia de las hermanas. De todos, el menos peor es Cacho Carmelo Spichafoco (también Bordón), un siciliano que tiene un romance con Petra, hasta conocerlo la gran aliada de Yuna. Por eso vale tanto lo que Yuna tenga para decir: sí, es ingenua, pero al fin de cuentas dice la verdad. A veces lo hace tan crudamente que el público no se anima a la carcajada, sí a la risa tímida en la que subyace cierta culpa por pensar lo mismo.
Para todos sus pesares, Yuna siempre encontró una salida: el arte. Cuando ella pinta, “el mundo circundante se detiene”. Cada anécdota se corresponde con un cuadro que describe, como el aborto que causó la muerte a su prima Carina –minusválida, con seis dedos en los pies– y que originó una obra extravagante de un renacuajo amenazado por un tridente. Puede parecer “tarado”, pero Yuna tiene un as bajo la manga para revertir presunciones aceleradas. “Aborto”, como tituló a esa obra en apariencia tonta, le valió una medalla. La muerte de Carina ha marcado profundamente a Yuna. Y la sangre se ha derramado por el pasado, que llega a la escena teñido de rojo, siempre por la misma puerta –la que da a bambalinas– que Yuna atravesó en un principio. El presente, en cambio, es blanco y negro. Lo es el vestido tableado de Yuna, en combinación con el piso, que simula una pintura expresionista. El vestuario es mérito de Luciana Gutman; la escenografía, de Jorge Ferrari. Y el músico en escena, Federico Marrale, avisa al público de los saltos temporales.
La novela tiene algo de potencialidad dramática: su estructura monologar, un lenguaje que avanza corrompiendo permisos y que se asemeja al balbuceo. La tarea difícil debe haber sido edificar ese universo cándido y oscuro al mismo tiempo. “Borré. Borré. Borré todo”, asegura la Yuna actual, devenida profesora de Bellas Artes y ganadora de un premio. Pensar que antes nadie hubiera dado ni dos monedas por ella, ni su madre. Hay que decir que la traducción ha operado, en este caso, reforzando el sentido del original, la autosuperación: Yuna, con ese vestido que hace juego con el piso, ha logrado pintarse. Reinventarse a sí misma. Ni fortaleza ni inteligencia ni capacidad de adaptación. O todas juntas. Lo cierto es que la Yuna de ahora no es ninguna víctima. Es una heroína.
Informe: María Daniela Yaccar.
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