Vie 29.04.2011
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TEATRO › RAFAEL SPREGELBURD HABLA DE APATRIDA, DOSCIENTOS AÑOS Y UNOS MESES

“Esa polémica sigue teniendo una vigencia perturbadora”

La nueva obra del teatrista da cuenta de un “debate” sostenido en Buenos Aires a fines de 1891: un pintor y un crítico se batieron a duelo después de haber discutido acerca de la existencia o no de un arte nacional. “Los argentinos nos preguntamos eternamente qué somos”, dice.

› Por Cecilia Hopkins

Obra escrita e interpretada por Rafael Spregelburd, Apátrida, Doscientos años y unos meses da cuenta de una polémica sostenida en Buenos Aires a fines de 1891 y publicada en la prensa de la época: un pintor y un crítico se batieron a duelo después de haber discutido encarnizadamente acerca de la existencia o no de un arte netamente nacional. El “apátrida” se llamaba Eugenio Auzón y era un crítico español radicado desde hacía veinte años en el país, en tanto que el “nacionalista” era Eduardo Schiaffino, quien pocos años después fundaría el Museo Nacional de Bellas Artes. Basándose en los dichos de uno y otro –recogidos en una investigación de la historiadora Viviana Usubiaga–, Spregelburd injerta textos escritos por él y le da forma a un monólogo a dos voces, respaldado por las creativas intervenciones sonoras de Federico Zypce (ver aparte). Incluida la escena del duelo en un descampado (hoy Morón), el dramaturgo y actor va y viene con soltura entre un personaje y otro. El espectáculo resultante –que se puede ver los domingos en El Extranjero, de Valentín Gómez al 3300– tiene en la discusión de la identidad su tema principal, seguido por la responsabilidad del Estado en la formación y promoción de los artistas y la aparición de un mercado de arte vernáculo.

En los últimos días de 1891, y junto a otros pintores locales formados en Europa, Schiaffino mostró sus obras en una galería de la calle Florida. Auzón se presentó el día del cierre de la muestra, para criticarla públicamente, ironizando acerca de la posibilidad de que exista un arte nacional: “Sólo habrá un arte argentino dentro de doscientos años y unos meses”, fue su dictamen. La obra fue estrenada el año pasado en el ciclo Dramaturgias Cruzadas, en el Instituto Goethe, para conmemorar el Bicentenario, aunque la situación sobre la que se basa ocurre unos años antes del Centenario: “Ahora que la historia está de moda, uno la visita con las categorías actuales y no puede evitar una perspectiva presente”, afirma el autor en una entrevista con Página/12 y continúa: “Si no fuera por este tipo de propuestas, no dejaría de escribir solamente lo que me sale. Que me encarguen textos se convierte en un detonante arbitrario”, concluye.

–¿Sigue vigente esta polémica?

–Yo le encuentro una vigencia perturbadora. No creo mucho en el progreso, pero creo que hemos avanzado algo. Al menos las posturas encontradas ya no se resuelven a golpes de sable en un descampado de Morón. Si hay un signo de nuestra época, supongo que ese signo es el de la “convivencia”. Todo convive. Lo que hace que las polémicas en serio sean cada vez más raras y –por qué no– más teatrales. El choque de ideas opuestas es –entre otras cosas– decimonónico. La convivencia puede producir verdades más pragmáticas y complejas, pero es evidente que no siempre de oponer polos opuestos se llega a una síntesis superadora.

–¿Qué pasa entre las ideas de centro y periferia?

–Más allá de toda idea de progreso, la diferencia entre el centro (Europa) y la periferia (nosotros) tiene tanta vigencia como en 1891. Los “modelos” de belleza siguen viniendo de afuera: nos queda asentir o contrarrestar, pero nuestra interacción viene comandada por los dueños de la cultura global. Nuestro país tiene artistas y autores importantes para el orbe, como lo es la literatura de Borges, o como podría serlo ahora tal vez la de Aira. Pero los argentinos –puestos a definir “nuestra” identidad– no podemos resistirnos a preguntar eternamente qué somos. Y parecemos necesitar una validación firmada por Europa.

–¿Qué lugar cree que ocupan los argentinos en el mundo?

–Tal vez por nuestro origen semieuropeo nos sintamos como la deformación de algo que ocurre en un continente equivocado. Como si hubiésemos tenido que ser una sucursal de Europa. Pero esa sensación va cediendo con el tiempo, y la identidad necesita siglos para conformarse como figura pregnante. Aún faltan 80 años para la fecha predicha por Auzón como el inicio de un arte nacional... Menuda profecía.

–Usted parece identificarse con el discurso de ambos personajes.

–Puede ser. Tengo algo de ambos. Ambas posiciones (que exagero un poco para mayor claridad del espectáculo) me apasionan por igual. Interpreto a los dos personajes y me gusta creer fervorosamente en lo que sostienen. Schiaffino funda, poco después del duelo, el Museo Nacional de Bellas Artes y va convirtiéndose en ese personaje (ese prohombre) que reclama con su lúcida prosa. ¡Tendrá una calle en Buenos Aires! (calle que ahora corre peligro: quieren ceder una de sus dos cuadras a la memoria de Bioy Casares). Más allá de los extraños argumentos del pintor (ahora serían casi ultranacionalistas, pero habría que entenderlos en esa época), yo me he permitido el pecado imperdonable de venderle mi alma a Auzón, o a su versión idealizada por el espectáculo: es el villano, el que ha sido borrado de la historia.

–¿Qué es lo que le interesa de Auzón?

–Me conmueve su historia. Ataca sin piedad –realmente con pocos argumentos– la idea de un “arte nacional”, pero es más bien un mediocre marinista resentido porque no han incluido sus obras en ninguna muestra. Es un humano, orgulloso, lúcido, falible, y ya no puede parar. Afila su pluma y la discusión lo lleva al duelo. Uno puede identificarse con él en este derrotero penoso: del orgullo al terror, del terror a las sombras. Es una historia de una tristeza enorme. Pero en la vida real, Auzón resultó ser un oligarca, secretario de unos ministros terribles, y se revolvería en su tumba de saber cuánto hemos tratado de humanizarlo en pos de un teatro más complejo...

–¿Qué piensa de cada uno de los argumentos?

–En tren de argumentar, cada uno representa una posición que podría mal resumirse como nacionalismo versus mundialismo. Está claro que Schiaffino, con su discurso nacionalista, defiende los valores de la argentinidad para el mejor desarrollo de la clase a la cual pertenece: una burguesía acomodada. (El propio Roque Sáenz Peña falla a su favor como juez del duelo, ¡vaya amigos que se buscó!.) Y por su parte, a Auzón le conviene insistir en la disolución de la idea de patria, un pensamiento noble si lo pensara desde la universalidad de la clase obrera, por ejemplo, pero bastante cuestionable en el marco de una protoArgentina colonial en 1891. La supresión de la idea de patria era muy cómoda para la aplicación de los planes de entrega total a los intereses europeos. Es imposible ponerse –hoy por hoy– de su lado. Pero el espectáculo lo hace, y allí está su magia más extraña y más conmovedora.

–¿Y que le interesa de la posición de Schiaffino?

–De Schiaffino me gusta la idea ingenua de que para generar un pensamiento necesita agremiarse, reunirse con otros. Me identifico con eso, me parece heroico, sobre todo cuando esos “otros” en nombre de los que se habla son un combo infinito de diferencias y matices. Estos pintores tenían un gran deseo de modernidad. Lástima que tomaron prestado de Europa un arte que estaba por sucumbir ante las vanguardias del siglo XX.

–¿Qué piensa del internacionalismo/nacionalismo en las artes en estos tiempos de globalización?

–Yo defiendo la internacionalidad del arte. ¿No hay que “consumir” algo que no es nuestro porque se pone en juego la patria? ¿Por haber nacido en la Argentina tengo que hablar solamente de Juan Moreira? ¿Lo conozco más? Naturalmente, se ha impuesto otra gran frase hueca: “Pinta tu aldea”. Pero nadie dice qué pintar cuando la aldea goza de Internet, de Wikileaks, de cable, de festivales...

–¿Dónde está “lo nuestro” en el teatro?

–Cuando escribí Raspando la cruz situé la acción en Praga, en 1939, porque yo necesitaba unos alemanes, unos invasores, un país invadido democráticamente (era el menemismo, claro). Y Tito Cossa –por ejemplo– me preguntaba por qué mejor no la ubicaba en Villa Ballester, donde había muchos alemanes. ¿Habría sido así mejor comprendido por el público de aquí? Praga, relatos de Borges, o estrenos de Bergman: yo creo que “lo nuestro” está en todas partes. Porque nuestro no es sólo lo que suponemos: lo nuestro es lo común, pero también su sueño exótico. Nuestro es el deseo de imaginar sin límites.

–¿Por qué el espectáculo termina con usted y Zypce bailando?

–Bailamos un hit playero, remixado, globalizado, una gota de absurda y tonta felicidad, empaquetada para uso universal. Una canción de consumo, de distribución planetaria, que puede atravesar las fronteras con tanta liviandad como falta de contenido. La ligereza es inversamente proporcional al contenido. La pregunta más ardua es por qué tal ligereza provoca una vaga felicidad automática. Es un éxito de billones de ringtones. Creo que encontramos una traducción musical de lo que se habla en la obra. Ahora, si ésa es la mundialización del arte que anunciaba Auzón, dan ganas de ofrecerle más cuadras de calle a Schiaffino.

–¿Qué responsabilidad tiene el Estado en la formación y promoción de nuestros artistas?

–Su rol es fundamental en el modelo de país que la Argentina quiere sostener. Ojo que hay países (Reino Unido, EE.UU., por ejemplo) donde la cultura o el arte no son asuntos del Estado. No hay ministerios que se ocupen de ello, ya que es una tarea privada de los ciudadanos y sus sponsors. Pero este país no se ha pensado nunca así: se habla mucho de la cultura, se llenan la boca y las agendas políticas con todas las promesas (incumplidas) que se derivan de ella. Hay países que exportan armas; otros, sicarios o drogas; algunos exportan asesores financieros de toda laya. Cada vez que la Argentina exporta un artista, yo –que no me llamaría exactamente un “patriota”– siento irrefrenable orgullo. Los artistas suelen necesitar muy poca cosa para vivir y para hacer lo que hacen. Y, en cambio, eso que hacen es extraordinariamente importante para cualquier país que enfrente el futuro con ansias de nobleza.

–¿Ya no hay arte?

–Se ha dicho hasta vaciarse: ya no hay arte, sino diseños. Pero los que añoramos la modernidad y sus discursos de progreso naturalmente añoramos el arte y suponemos que se puede desdefinir su práctica, pero de todos modos hay maneras de enfrentarse a la producción de formas, de sentido, que valoran más la perspectiva artística (de búsqueda, de riesgo, de anticipación, de revelación) por sobre la mera producción de cosas bellas para una época. Me conformo con pensar que puede haber voluntades artísticas, ya que no un gran arte, así en general. Que el arte funde una patria –tal como lo pretendió Schiaffino– es una idea hippie: lo que realmente se discutía en la época era la entrada del arte argentino al mercado de valores, a las colecciones privadas de los ricachones y “patriotas”. Que la obra argentina cotizara; lo mismo que hoy por hoy ocurre con el peso frente al dólar. El arte muere más que por autorreferencialidad (Duchamp dio su estocada final) por su dudosa complicidad con el dinero, que todo lo toca y todo lo abarca. El artista verdadero escasea, porque está a favor de utopías que hoy parecen ridículas. Apenas terapéuticas.

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