Vie 28.10.2011
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TEATRO › GUILLERMO CACACE Y EL ESTRENO DE UNA NUEVA VERSION DE MATEO

“Mi planteo más fuerte es la figura del desesperado”

El teatrista abordó el clásico de Armando Discépolo, autor al que reivindica, entre otras cosas, porque “describe situaciones sin decir ‘ésta es mi verdad’”. Cacace reflexiona asimismo sobre temas como el grotesco y el fracaso, en su relación con el teatro.

› Por Hilda Cabrera

El actor, director y docente Guillermo Cacace menciona en un escrito sobre Armando Discépolo a Babilonia, El organito (de Armando y Enrique Santos), Mateo, y se detiene allí, porque la lista es larga. Reflexiona, entre otros temas, sobre el fracaso y el grotesco, “una máscara quebrada que estalla” y que para algunos significó “la verdad del rostro”. Sin embargo, apunta que hoy ese material revela que “lo que asoma es el caos que intenta sujetar la inutilidad de un gesto fijo; asoma el no-yo, la torpe iniciativa de adaptar el riesgo de la creación a la seguridad de una mueca social vacía”. La transcripción de estas líneas, tomadas de aquel escrito (Un tal Discépolo), la observación sobre aquellas obras que “narran el fracaso de las certezas” y esta entrevista a Cacace intentan una aproximación a Mateo, reciente puesta de este director en la Sala María Guerrero, del Teatro Nacional Cervantes. En opinión de Cacace, el autor de Stéfano, Muñeca y Cremona no evade la realidad en la que se inscriben sus obras, ni éstas derivan en juzgamiento. Característica que lo ubica en un plano superior, más aún si se pretende compararlo con autores que optan por la evasión y la tilinguería. “Son posturas. Por suerte hay lugar para todos”, acuerda Cacace.

–¿Cómo se manifiesta ese teatro “tilingo”?

–En la década del ’90, sobre todo, comenzó a desarrollarse un tipo de teatro que –más allá de la seducción que despertó a través del chiste y el gag intelectual– propuso una “reflexión de nada”. Incorporó incluso la sitcom, un tipo de comedia de situación, un divertimento que parte de una industria cultural. El teatro que constituye para mí una fuerte experiencia es el de un cuerpo conmocionado por las posibilidades que le ofrece una trama y la presencia de otros cuerpos en vivo, el de los actores entre sí, y los espectadores. Nuestra escena –y no me estoy refiriendo sólo a mi trabajo– tiene fuertes raíces en un teatro donde el actor se compromete a reflexionar sobre cómo estar en el mundo, cómo pensar y cómo ser modificado por el otro.

–¿Las obras de Discépolo están en esa línea?

–Discépolo es un autor comprometido con el acontecimiento que describe. Esto lo intenté en Mateo, donde pude convocar a actores que actúan desde la fascinación intelectual que les produce la obra y desde la entrega física a cada uno de los roles. Pertenecen a diferentes generaciones y poseen una calidad que enorgullece. Gente que tiene mucho oficio y no está quemada por su actividad, como Rita Cortese, Mario Alarcón y Roberto Carnaghi. Verdaderos artistas. El respeto que sienten hacia mí, siendo yo joven para ellos, y la generosidad en la convivencia de todo el elenco son bienes preciados. Desde Max Berliner, con sus 92 años, hasta Paloma Contreras, con algo más de 20, contagian su entusiasmo por este grotesco, y sin el prejuicio que podrían tener sobre el género.

–¿Cómo ejemplificaría esa entrega física del actor?

–Cuando era estudiante en el Conservatorio de Arte Dramático, iba con mis compañeros a ver obras en el Parakultural, donde veía a Alejandro Urdapilleta vibrando en escena, y en otros espacios, a Eduardo “Tato” Pavlovsky, en Potestad, y al elenco de Postales argentinas, de Ricardo Bartís. Ese era, para muchos de nosotros, el universo teatral que establecía nuevas leyes y nos conmocionaba en el despertar de la democracia.

–¿Qué cambió después?

–No pasó en todos, pero en general ese lugar del cuerpo fue desplazado. Trajo a toda una generación de dramaturgos muy importantes, pero que a mí no me moviliza.

–Esa expresión visceral tiene antecedentes en obras donde también importa cómo se usa la palabra: Decir sí, de Griselda Gambaro, por ejemplo; y Telarañas, de Pavlovsky, una pieza feroz en contra del despotismo.

–Gambaro dijo alguna vez que el teatro es un plato que se come caliente, que no acepta platos fríos. Y adhiero a sus palabras. Gambaro y Pavlovsky han quedado muy impresos en mi formación.

–¿Cómo se dan en Discépolo las “condiciones de posibilidad” de su época?

–Discépolo nunca las desdeña, y lo que me parece admirable es que tampoco especula con esas condiciones. Tomemos por caso las generadas en su época por el fenómeno inmigratorio. El no especula sobre esos emergentes sociales; simplemente, y en esto es brillante, toma a esos sujetos desde el aspecto más fino, porque el más grueso ya lo había hecho el sainete. Sin desdeñar, encuentro otra calidad en ese salto hacia el grotesco. Sobre esas máscaras que se exteriorizaron en el conventillo, los teóricos hablaron de “la emergencia del rostro”. Para mí, la caída de las máscaras significó dejar al descubierto la desesperación que provoca la incertidumbre.

–¿La desesperación es central en Mateo?

–La figura del desesperado es mi planteo más fuerte. Me estaciono en la peripecia del ser de-sesperado antes que en la del fracaso. Es el punto que me sigue conmoviendo, y el que veo también hoy en la calle. Esto me lleva a reflexionar sobre qué me pasa a mí y qué les pasa a los actores que dramatizan. Es fácil dramatizar sobre lo que está afuera, pero, ¿qué ocurre cuando pensamos en nosotros? Con el elenco hicimos un esfuerzo enorme para no caer en la mirada piadosa que suele proyectarse sobre el desesperado. Miguel, personaje de Mateo, es capaz de hacer cualquier cosa ante la pérdida de su trabajo y el hambre de su familia, que además está en contra suyo. Es capaz incluso de ir en contra de sus principios.

–¿Qué propuso, entonces?

–Sin llegar a los extremos del personaje de Miguel, reflexionamos con el elenco sobre aquellas cosas que uno va negociando con el sistema. No quería que nuestra mirada fuera distante. Si uno no se toma este trabajo, no llega al grado de estremecimiento que pide la obra y corre el riesgo de mostrar un trabajo que “ya fue”, o caer en la nostalgia y el homenaje, y no descubrir “el presente” en la obra.

–¿El sentimiento de piedad permite tomar distancia?

–Sentir piedad es políticamente correcto, y muy utilizado en el discurso político, como el recurso de la emoción, que además tiene la ventaja de consagrar una verdad, parcial, por supuesto. En este sentido, la posición de los artistas es mucho más humilde que la de los políticos. Discépolo, como Anton Chejov, están entre mis autores favoritos, porque, entre otras cualidades, describen situaciones sin decir “ésta es mi verdad”. En ellos no aparecen el juicio moral, ni la condena. Por eso, para el programa de mano, recogí una frase de un cuento de Chejov: “La tristeza”.

–Que fue publicado junto a Mateo, en una edición de 1998.

–Es probable que se haya editado así por su temática. La tristeza relata con sencillez la historia de un cochero ruso al que se le ha muerto el hijo e intenta encontrar un confidente en cada uno de sus pasajeros. Pero todos se muestran hostiles, no quieren escucharlo. Cuando el hombre regresa al establo, donde guarda su caballo, se da cuenta de que sólo puede relatar su tragedia al animal, y rompe a llorar. Una conexión con ese cuento está en que el personaje de Miguel siente que el único que puede ser sensible a su desesperación es su caballo Mateo.

–Nombre que después se trasladó al carruaje.

–En la época del estreno de Mateo, el teatro era muy popular. La gente iba en masa a ver estas obras, y adoptó el nombre. Pasó algo semejante con el término canillita, tomado del sainete Canillita, del uruguayo Florencio Sánchez, muy anterior a Mateo. El tema del fracaso de Miguel ante el avance del automóvil (el progreso) no es para mí tan importante como el de la corrupción. Discépolo introduce frases que se repiten, “hay que entrar”, “hay que negociar”, dichas en cocoliche por los personajes inmigrantes a los que se engañó con promesas de una vida mejor.

–¿Se pregunta qué pensaba el público y qué piensa hoy de las obras que desenmascaran hipocresías?

–Me lo pregunto cuando esas obras se dan en teatros donde las entradas son muy caras. Los que estamos en el teatro soñamos con producir un nivel de conmoción en el espectador sin tener idea de cuánto hay de anestesiado en el público. A veces, el público sólo permite un diálogo entre pares. Ese teatro entre pares está condenado a tranquilizar conciencias. De todas formas, no tenemos que abdicar del pensamiento crítico.

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