Sáb 21.01.2012
espectaculos

TEATRO › MINEROS, DE LEE HALL, DIRIGIDA POR JAVIER DAULTE

El arte bajo la superficie

La notable puesta y adaptación y el ajustado trabajo del elenco vuelven atrapante la historia de unos mineros enfrentados, casi por accidente, a variadas disquisiciones sobre la pintura y la representación artística, con sus luces y penumbras.

› Por Hilda Cabrera

8

MINEROS

The Pitmen Painters

De Lee Hall
Elenco: Hugo Arana, Darío Grandinetti, Juan Leyrado, Jorge Marrale, Patricia Echegoyen, Juan Grandinetti y Milagros Almeida.
Diseño de escenografía: Alberto Negrín.
Iluminación: Gonzalo Córdova.

Vestuario: Mariana Polski.

Supervisión de sonido: Pablo Abal.

Supervisión técnica: Jorge H. Pérez Mascali.

Traducción y adaptación: Fernando Masllorens y Federico González del Pino.

Versión y dirección: Javier Daulte.

Producción general: Pablo Kompel.
Lugar: Teatro Metropolitan 1, Av. Corrientes 1343. Funciones: miércoles, jueves y domingo a las 21; viernes a las 21.30 y sábado a las 20.15 y 22.45. Duración: 145 minutos. Entradas desde 120 pesos, en la boletería del teatro y www.plateanet.com.

El hilo conductor es la emotividad, unida al sentimiento trágico y al humor que despliegan los intérpretes.

Es probable que el espectador llegue a ser el eco de todo lo que acontece en esta pieza del inglés Lee Hall, en parte por la habilidad de este autor de transformar en experiencia sensorial conflictos que han atareado a los estudiosos, como el de enfrentar aviesamente el deseo de libertad individual con la fidelidad al grupo. Este es uno de los varios asuntos expuestos sin demasiado detenimiento en esta obra, que inspiró a Hall por Pitmen Painters. The Ashington Group, del crítico de arte británico William Feaver. Estrenada en 2007 en Inglaterra y en 2010 en Estados Unidos, llega con premios y el aplauso de Broadway. Se basa en hechos reales acontecidos en Ashington, en los años ’30, y es desarrollada escénicamente a través de oposiciones sencillas entre el enojo y la alegría, el disparate y la sensatez.

En este reflotar de asuntos vividos –aquí en la versión del director Javier Daulte–, un grupo de mineros decide, por iniciativa de su sindicato, ilustrarse en temas de economía. Pero en algún punto surge una confusión y quien se presenta es un profesor dispuesto a dar un curso de apreciación del arte. Sin demasiados prolegómenos se inicia así un intercambio de pareceres, picardías y no pocas falacias e ingenuidades que entusiasman a la platea. El marco escénico ya ha hecho su primer aporte recreando una atmósfera herrumbrosa (reforzada por la incorporación de vagones fuera de sus raíles) que, en consonancia con el relato y las diferentes escenas, se transmuta en claridades. En síntesis, un interesante trabajo del escenógrafo Alberto Negrín y el iluminador Gonzalo Córdova.

Luces y penumbras sugiere también la vida de estos mineros pintores que componen Hugo Arana (el delegado gremial George Brown); Darío Grandinetti (un talentoso Oliver Kilbourn) y Juan Leyrado, en el papel del marxista Harry Wilson, simplificado por el autor al equipararlo con un dogmático. Personajes todos que se inician en la materia bajo la guía del profesor Lyon, compuesto por Jorge Marrale. Es en ese profesor en quien el autor deposita las tribulaciones que generan los interrogantes sobre qué es el arte y cómo se enseña, para concluir que el arte es una alternativa al alcance de individuos de cualquier condición intelectual y social.

Elocuente en su discurso sobre las cualidades transformadoras del arte, Lyon no escapa a las críticas de sus alumnos y es puesto en su lugar por Harry, ex minero y ex soldado herido durante la Primera Guerra Mundial, quien sacude las teorías del maestro con un relato despojado de ambigüedades. Es este personaje el que trata a Oliver de “esclavo de una caprichosa”, en referencia a la ocasional mecenas (Patricia Echegoyen), tironeada por sus pasiones. Esta es otra de las varias secuencias que insinúan oposiciones, como la escena en que se intenta hallar significados a una pintura decorativa de ilustre firma, exhibida a los noveles pintores que, siendo niños, debieron trabajar en una mina de carbón.

Que las disciplinas artísticas sensibilizan no sólo a las clases privilegiadas no es novedad, puesto que los ejemplos abundan, así como no sorprende la conmoción que suele producir una obra maestra. En este punto, el ejemplo que se toma en Mineros es un cuadro del holandés Vincent Van Gogh. Opción que abre la escena a un atractivo despliegue técnico. Esta resolución, al igual que otras irrupciones y cierres de escena, suma aciertos, golpes de efecto y algún toque melodramático a la puesta de Daulte. Importa también en esa estrategia la destreza en el engarce de los diálogos, aquí traviesos e intencionales.

Rebeldes, cada uno a su manera, los personajes creados por el inglés Hall incorporan rasgos de la época en la que están inmersos. Son conocidas las movilizaciones mineras de la década del ’30 –y las posteriores– en varios países europeos. Claro que en la obra el hilo conductor es la emotividad, unida tanto al sentimiento trágico como al humor que despliegan los intérpretes según sus roles, incluidos los jóvenes Milagros Almeida y Juan Grandinetti. En ese clima, los mineros pintores encauzan con maestría las complejidades de sus personajes, sujetos, unos más que otros, a las reglas sindicales y la “identidad minera”. Es así que la obra no se estanca en la pura alabanza de lo artístico, sino que incursiona con sobriedad en aspectos descarnados y perturbadores de la historia de cada cual. Esto permite a los personajes elaborar “bromas filosóficas”, reírse de sí mismos y atreverse a criticar al maestro cuando corresponda, en lugar de premiarlo porque sí con una palmadita en la espalda.

Otro tema que el autor lleva a un primer plano es el referido a la solidaridad que –sin ser antídoto contra las desdichas del oficio– ayuda, según parece, a sobrellevar una existencia dura y un oficio donde se está a merced de los patrones. Hall propicia así un acercamiento amigable a los personajes –y a la obra en su conjunto– al no insistir en el entendimiento intelectual del arte, sino en el aprendizaje visceral de las situaciones que se le plantean a todo individuo. Esto es lo que se desprende de la dirección de Daulte, en la que Arana, Grandinetti, Leyrado y Marrale expresan creativamente las mutaciones de sus personajes, jugando con las palabras y los cambios de la propia voz, tanto en el comentario irónico y gracioso como en la secuencia de dolor y hostigamiento interior que produce un cuerpo yacente.

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