Sáb 26.01.2013
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TEATRO › CARLOS RIVAS DIRIGE LOVE, LOVE, LOVE, UNA COMEDIA DEL INGLES MIKE BARTLETT

“Tomé esta obra como una autocrítica”

El director se preocupó ante todo por “argentinizar” el texto que interpretan Gabriela Toscano y Fabián Vena. La pieza trata sobre los cambios de paradigma generacionales, entre el idealismo de los ’60 y el hedonismo individualista posterior.

› Por María Daniela Yaccar

Es dura la sentencia que Carlos Rivas manifiesta tras cuarenta minutos de charla: “Mi generación no logró nada de lo que dijo que iba a hacer”, dice el hombre de 62 años, con un gesto aquejado. Ese pensamiento se le filtró en la dirección de Love, love, love, una comedia del inglés Mike Bartlett, que aquí protagonizan Gabriela Toscano y Fabián Vena (de miércoles a domingos a las 20.30 en Multiteatro, Avenida Corrientes 1283). La obra, tan divertida como profunda, invita a pensar en las consecuencias que las conductas e ideales de los que fueron jóvenes en los sesenta y los setenta arrojaron en la actualidad. Rivas se preocupó ante todo por “argentinizar” el texto. Más allá de las operaciones de adaptación que pactó con el autor, construyó la puesta a partir de sus experiencias y reflexiones.

Bartlett, de 32 años, es el autor estrella del momento en Inglaterra. Ahora en Buenos Aires también se puede ver Cock, otra obra de su autoría, dirigida por Daniel Veronese. Love, love, love comienza en 1967, en Londres. Dany (Vena) y Sandra (Toscano) comienzan su historia de amor bailando “All you need is love”. Ella está eufórica en la etapa de la liberación femenina y de la libertad propiamente dicha. Como su futura pareja, es una joven comprometida políticamente. Dany vive con un hermano (Martín Slipak) al que todo eso le pasa un poco por al lado. En la segunda escena ya corren los noventa. Suena “She bangs the drums”, de los Stone Roses. A Dany no le gustan. El que los escucha es su hijo adolescente, Teo (Santiago Magariños), que luce uniforme de escuela privada. Dany y Sandra tienen otra hija, Rosi (Vanesa González), también adolescente, que ese día cumple años, pero a sus padres les interesa más discutir sobre una presunta infidelidad que la celebración familiar. Los hijos, testigos de los conflictos de sus padres sin quererlo, viven angustiados. En la escena final, Dany y Sandra están viejos, jubilados y divorciados.

Aunque la obra está explícitamente ubicada en Inglaterra, Rivas se permitió hacer su propia lectura. “Esta historia me hizo pensar en mi generación. En el ’73 tenía 23 años. En el ’76 ya estudiaba en el Conservatorio Nacional. Era inevitable involucrarse en la militancia política, aunque siempre me costó el encuadramiento. Escribí en Humor y en Satiricón en un momento muy peligroso”, repasa el director, quien se define de izquierda. Tiene un hijo de dieciocho años. Ese fue otro motivo por el cual la obra lo conmovió. Porque los que más sufren en la historia de Bartlett son los jóvenes. “Y a mí me gusta pensar que todos son mis hijos”, advierte Rivas, parafraseando el título del clásico de Arthur Miller.

–¿Cómo llegó a esta obra?

–El productor me propuso hacerla, la leí y me encantó. Conversé con el autor para adaptarla. Es simple, divertida y muy actual. Tenía ganas de hacer un material que tuviera que ver con lo que le pasa a la gente ahora. Venía de hacer Hamlet, quería un lenguaje más cercano. Bartlett es el niño mimado del teatro inglés. En Londres, esta obra acaba de ganar el premio a la mejor del año. Es súper moderna pero de estructura clásica: Bartlett está claramente inscripto en la gran tradición inglesa del teatro. Acá recién está llegando. Por el momento no es un autor muy conocido fuera de Inglaterra. Esta obra se hizo sólo en Londres y acá, y ahora está por llegar a Broadway.

–¿En qué consistió la adaptación?

–Le dije a Bartlett que yo dirigía obras argentinas, que no podía dirigir obras inglesas. Le expliqué que dirijo a actores argentinos y dentro de la cultura argentina, y que tengo que intentar que la obra se conecte con la cultura del espectador. No podía atarme a cuestiones puntuales, geográficas y locales que él plantea en la obra. También le propuse cambiar los nombres de los personajes. El autor tenía fama de quisquilloso, pero no se comportó así. Si viniera a ver la obra no sé qué diría, pero ésa es otra historia. Tengo entendido que mandó gente a la Argentina a ver Cock...

–Es el riesgo de dirigir autores que están vivos...

–Siempre hice un chiste de mal gusto al respecto: si están vivos hay que matarlos (risas). Hablando en serio, la estructura de la obra es muy inteligente. Bartlett se basa solamente en dos escenas muy simples respecto del pasado para hacer su gran tesis de autor en la última. Tiene una gran capacidad de síntesis y de percepción, porque encuentra el corazón de cada época. En los ’60 era ese idealismo casi desmedido y en los ’90 el liberalismo a ultranza, la incapacidad de adaptación de las personas, el sufrimiento y el estrés. Todo esto ha dado una generación de hijos muy especiales, contradictoria, angustiada, de mucha incertidumbre, sin convicciones, a diferencia de nosotros, que teníamos muchas basadas en la nada pero que nos daban poder hacia el futuro. Y eso no funcionó del todo. La mía es una generación muy especial, muy importante en los últimos cincuenta años del siglo pasado, que produjo cambios en muchos aspectos, pero que dejó secuelas complicadas.

–¿La obra es una manera de hacer autocrítica?

–Esa generación ha sido muy importante en lo que tiene que ver con la mujer, que dejó de ser objeto para ser persona. Pero también nos equivocamos. Por eso tomé esta obra como una autocrítica. Busco que mi trabajo tenga un sentido para mí y para la comunidad. No podemos estar entre dos extremos: odiarnos como generación porque hemos hecho cosas terribles o admirarnos porque hicimos todo. No hicimos nada.

–¿En qué se equivocó su generación?

–En la Argentina la lucha tuvo sus frutos, no creo que haya sido en vano. Pero fuimos presos de una trampa de la época. Esto no tiene que ver con la obra, que está ubicada en un contexto distinto. El nuestro era el de una dictadura voraz. Eso nos obligó a seguir un camino tan temible y equivocado como el monstruo que teníamos que derrotar. Claro que hubo un avance y se da en la medida en que crece la democracia. Hoy está muy en danza el tema de los setenta. Creo que hay que hacer todo lo posible por “desidealizar” a esa generación, sin dejar de reconocerle sus virtudes. Fue violentamente narcisista: todo eso que decíamos que era un camino de cambio profundo era, en realidad, una ilusión para sentir que podíamos ser más libres que nuestros padres. No nos dimos cuenta de que nos iba a conducir a un individualismo profundo, a un mundo de un extremo hedonismo individual, que deriva en los noventa, en la generación yuppie. Muchos de los jóvenes de mi época están hoy en el poder, tanto en nuestro país como en el mundo. Y nosotros decíamos ser el anti-poder. La obra va un poco a contramano de lo que está pasando acá. Está muy bien que la juventud intervenga y que se politice, pero me gustaría que fuera dentro de un proyecto no setentista.

–Lo que usted remarca contrasta con el cariño que los jóvenes tienen por su generación.

–Entiendo eso. Tengo un hijo de dieciocho años que es músico. ¡Y me ha dicho que ya no hay música! Estoy rodeado de jóvenes que toman clases conmigo y también admiran a mi generación. No me parece que haya que idealizarla. Porque ello implica suponer que todo lo del pasado fue mejor, con lo cual los jóvenes quedan en una posición terrible frente al mundo: pueden creer que no hay nada importante que hacer. Es responsabilidad nuestra decirles que no es así, que cada cual nace donde nace, que cada generación tiene su destino y tiene que hacerlo. Eso significa rebelarse contra la generación anterior. Significa matar a los padres simbólicamente. No hicimos nada de lo que dijimos que íbamos a hacer. El siglo XX fue el de mayor cantidad de guerras en la historia de la humanidad. Y nosotros decíamos que estábamos haciendo un mundo de paz y amor.

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