TEATRO › ALBERTO CASTRILLO-FERRER PROTAGONIZA SER O NO SER, EN EL TEATRO BELISARIO
En la obra, los diversos personajes secuestran a su intérprete porque también ellos quieren ser. “Shakespeare es muy fácil de rehacer porque todo el mundo entiende lo que dice, los conflictos son universales”, afirma el actor y director aragonés.
Alberto Castrillo-Ferrer –actor, director e integrante de la compañía española El Gato Negro– encontró una salida a las adaptaciones acartonadas de las letras de Shakespeare. En un intento por no caer en los clichés de las reversiones, tomó a Hamlet y refritó su famosa encrucijada existencial para darle un nuevo giro satírico: los personajes de Shakespeare secuestran a su intérprete en un grito por liberarse de la relación que los subordina. A través de algunos de los monólogos más celebrados de la dramaturgia shakespeareana, su espectáculo Ser o no ser (sábados a las 21 y domingos a las 20, en el Teatro Belisario, Corrientes 1624) subestima la originalidad, para concentrarse en el “cómo se cuenta” la historia de una disociación algo esquizofrénica. ¿Castrillo-Ferrer nunca se comió al personaje o sucedió a la inversa? “Quedaría muy bien que dijera que sí, pero la verdad es que no”, bromea el intérprete. Y evitando caer en excentricidades, advierte: “Los personajes fuera del teatro no existen, tienen su rincón en la escena. Eso que se cuenta de que alguien se quedó pillado en el personaje, no existe. Ser actor es una profesión, un oficio, aunque pueda surgir un punto de magia entre el espectador y el actor”.
El aragonés es uno de los referentes de esta agrupación teatral ibérica formada en 1999, que llegó a la Argentina para participar del III Festival Shakespeare de Buenos Aires con Ser o no ser, única obra internacional invitada. Con seis funciones programadas hasta el 3 de marzo, el unipersonal –escrito y dirigido por el italiano Luca Franceschi– es un homenaje al autor de Otelo y le valió al actor el premio a la mejor interpretación masculina en el XXXIII Festival de Teatro Ciudad de Palencia. “No quiero ser original, quiero que al espectador le guste lo que hago”, desafía el español, cabeza de una compañía por la que, estima, pasaron más de un centenar de actores. En su búsqueda de ampliar el horizonte de espectadores, recurre a las aristas más populares y universales de Shakespeare: “Me gusta que mis obras las entienda mi hija de nueve años y un ingeniero de telecomunicaciones”.
–Llamó a su obra como el nudo del conflicto central de Hamlet. ¿Cuánto retoma del planteo original?
–En ese universo shakespeareano al que alude Ser o no ser se encuentra otra historia un poco metateatral, en la que un personaje secuestra al actor que lo interpreta en su propio cuerpo. Parece un poco complicado y alude al misterio de qué es el teatro, que es una forma de contar muy rara. Si lo pensamos, no es alguien que dice, sino que hace de ese otro. Es algo misterioso. La obra separa al personaje y lo personaliza, en una lucha entre el personaje y el actor que lo interpreta. Todo esto en medio de un universo shakespeareano. Ser o no ser remite a que el personaje quiere ser, quiere existir y hacer la función de esa noche.
–¿Metateatralidad?
–Es cuando el teatro habla de sí mismo, de cómo funciona ese mundo. Un personaje secuestra a su actor para existir y habla de algo que pasa en el teatro, cuenta su historia: “Mi actor me descubrió y le gusté como personaje. Pero quiero vivir y hacer la representación”. Pero el actor también quiere ser. El teatro tiene que hablar de temas universales, aunque lo sitúe en un punto concreto porque en algún sitio tiene que contar la historia. Tiene que llegar a todos.
–Lleva a escena algunos de los monólogos más recordados de la obra dramática de Shakespeare. ¿Busca ser original con textos que tuvieron tantas versiones?
–Es un placer hablar con las palabras de Shakespeare, era un constructor de diálogo fantástico. Tiene una parte popular y una parte del ser humano evolucionado. Dicen que es el inventor del humano. Al público se le pone la piel de gallina y a mí también. Intento ser muy fiel al autor y si no, me invento una obra nueva. Si elijo un autor que me gusta, voy a respetarlo lo máximo posible.
–En esa fidelidad, ¿encuentra margen para la creación propia?
–Tenemos que fijarnos a quién vamos a dirigirnos, cómo interpretamos el texto y a quién se lo queremos contar. Mi misión es poner de pie las obras y ser un altavoz de ese teatro que no está hecho para ser leído, sino para ser dicho, actuado e intercambiar con el público. Shakespeare es muy fácil de rehacer porque todo el mundo entiende lo que dice, los conflictos son universales. Los clásicos son clásicos por algo. El teatro habla de la vida, la muerte, el dinero, los celos, el amor, el de-samor. Hay diez temas como mucho, sobre los que estamos dando vueltas. No quiero ser original, quiero que al espectador le guste lo que hago. Ya lo soy, como yo no hay otro: la originalidad la llevamos a pesar nuestro.
–Entonces, el giro que propone la historia es lo que renueva al texto clásico.
–El actor no sabe muy bien qué hacer. Quiere ser antiguo y mantener la tradición, pero moderno a la vez. Es lo que nos pasa. Las compañías profesionales evolucionaron porque el profesional necesita dinero y no se la juega. Son los amateurs, los aficionados, los independientes, los que proponen cosas nuevas que los otros retoman. Hoy un actor quiere ser profesional porque quiere vivir de eso, pero también quiere ser un poco moderno. La obra se ríe de nosotros mismos, de los actores que no sabemos si queremos ser shakespeareanos o modernos. Y al final, no se sabe lo que hacemos.
–¿Cómo aborda la disociación en dos personajes sobre el escenario?
–Hace diez años monté otra obra que se llama Ildebrando Biribó, en la que también estoy solo y hago treinta personajes. Es un tipo de teatro que es un desafío. No sólo por la forma de disociarse. Esto ocurre mucho, sobre todo en los elencos actuales, en los que hay que reducir y un mismo actor tiene que hacer cinco o seis personajes para ahorrar. El desa-fío es que es una obra muy directa y el público es el partener. Estoy todo el tiempo interactuando en cierta forma con los espectadores. Tienes que tener cierta experiencia de las reacciones del público porque no tienes un compañero de escena con el que hayas ensayado, sino que te lanzas directamente.
–Hace un año estrenó la obra en España. Con esa experiencia, ¿cómo espera que el espectador responda a lo que está viendo?
–Deseo que pasen cosas extrañas, que el público me diga cosas, que me provoque, que me haga improvisar. El desafío es ése. Muchas veces también se juega con el silencio del público.
–¿Cuánto de improvisación se permite en el escenario?
–La estructura de la obra es siempre igual, pero hay un porcentaje que depende de la respuesta del espectador. Me abro al público, pero es otro estilo. El teatro es como la gastronomía. A veces te apetece ir a una hamburguesería y otras, a un restaurante más elitista.
Informe: Daniela Rovina.
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