Lun 02.12.2013
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TEATRO › ALEJANDRO URDAPILLETA FALLECIO AYER A LOS 59 AÑOS

Un niño eterno que no paró de jugar a ser un teatrista

Aunque renegaba de la actuación, fue uno de los más destacados actores argentinos, que brilló primero en el under del Parakultural y más tarde en obras de teatro clásicas, el cine y la televisión. También publicó tres libros, pero no se consideraba escritor.

› Por Paula Sabatés

Un teatrista es más que un actor, un director o un autor. También más que la suma de todo eso. Es alguien que tiene una concepción del teatro y la actuación y que, además, ha contribuido de alguna u otra forma con la cultura teatral de un lugar. Alejandro Urdapilleta, quien falleció ayer por la mañana a los 59 años por causas que aún se desconocen, era uno con todas las letras. Además de uno de los mejores actores de la Argentina –pese a que renegaba de esa “etiqueta”–, y también un gran escritor, fue una figura sobresaliente del nuevo teatro de la posdictadura y uno de los exponentes más destacados del under que se desarrolló desde la década del ’80. Fundador, junto con otros artistas, del mítico Parakultural, símbolo de la contracultura porteña en ese momento, actuó además en cine y televisión, y se destacó en grandes producciones de teatro oficial y comercial. Su último trabajo fue en la película de Alejandro Montiel, Un paraíso para los malditos, que se estrenó hace menos de un mes y en la que interpretó al padre loco y enfermo del personaje protagónico de Joaquín Furriel.

Urdapilleta se va y deja imágenes inolvidables para la historia del teatro. En tablas fue, entre otros, un joven y controversial Hitler y una víctima de Hamlet en la piel de Polonio. También fue Rey Lear en una memorable puesta en la que reemplazó a Alfredo Alcón, quien se bajó del proyecto antes del estreno porque no se sintió “capaz de interpretar a ese personaje”. Y fue un “hombre común” –como le gustaba verse– que gritó verdades desde un sótano cuando toda una generación necesitaba que le gritasen verdades. Sobre todo, su partida deja la seguridad de que cuando un actor hace su trabajo con verdad, pierden todo sentido las etiquetas absurdas que separan el “buen teatro” del “mal teatro”, y a aquel “serio” de ese otro más “improvisado”. Porque “Urda”, como le decían amigos y colegas, enseñó una forma de hacer, ya fuera en la sala grande del teatro San Martín, en el Cemento de Omar Chabán o en la pantalla (grande y chica).

Segundo hijo varón de un militar y una ama de casa, Alejandro Urdapilleta nació en Montevideo, Uruguay, en 1954, mientras su padre se encontraba exiliado por participar en el levantamiento contra la primera presidencia de Juan Domingo Perón. De regreso en el país, durante su adolescencia se instaló junto a su familia en Martínez, donde estudió en el colegio de curas San Agustín. Sin embargo, luego de ver una función en el teatro ABC, en cuarto año dejó los estudios y decidió tomar clases de actuación con Martín Adjemian, su primer maestro. Unos años más tarde continuaría su formación con el reconocido Augusto Fernandes.

A los 22 años, cuando su padre Fernando era gobernador de la provincia de Jujuy, Urdapilleta se fue a vivir a Europa. “Fui ayudante de mayordomo en la residencia del embajador italiano en Londres. El mejor personaje que hice en mi vida. Había que usar zapatos negros y yo tenía de esos mocasines baratos, con la suela despegada, entonces iba con la bandeja y a veces chancleteaba y se me escapaba un camarón. Me divertía mucho”, contó el actor en una entrevista. De todos modos, su estadía en el Viejo Continente fue poco feliz. Luego de un tiempo vendiendo muñequitos rellenos de arroz en las plazas de Sevilla y Madrid, el actor regresó a la Argentina para vivir los últimos dos años de la dictadura, contra la cual, más tarde, reaccionaría desde algunos célebres textos y monólogos.

En casi todas las entrevistas se encargó de renegar de la actuación y sus efectos. “No soy actor, no quiero recibir premios, no quiero que me conozcan, no quiero que me vean. Ando invisible por la calle, me convenzo de que no me conoce nadie. Odio la fama, es un mal actual. Soy actor solamente arriba del escenario, abajo soy una persona como cualquier otra. Y quiero serlo. No me sale, pero quiero”, expresó en una de tantas. Sin embargo, la cosa cambió cuando apareció el Parakultural. Se trataba de un sótano ubicado en Venezuela 336, que los actores Omar Viola y Horacio Gabin alquilaron en principio como sala de ensayo. Allí se reunían a ensayar cada noche varios artistas, algunos luego muy consagrados en ámbitos más “clásicos”, hasta que un día aquel grupo decidió abrir el espacio al público, lo que dio comienzo a una larga temporada de trasnoches de teatro, música (tocaron los entonces under Sumo y Los Violadores, entre otras bandas) y artes plásticas. Allí, Urdapilleta conoció a Batato Barea y a Humberto Tortonese, con quienes formaría un trío de recordadas colaboraciones artísticas. “Quise ser actor cuando apareció el Parakultural”, llegó a reconocer.

Entre sus obras más recordadas de esa época se encuentran Las fabricantes de tortas (escrita en 1989 y ganadora del premio de la Primera Bienal de Arte Joven) y La Carancha, una dama sin límites, pieza que hizo junto a Tortonese y Barea, y que parodiaba la vida de María Julia Alsogaray. También La Mamaní y La Luna, dos obras que integran la antología Vagones transportan humo (Adriana Hidalgo, 2008), su primer libro, que reúne textos escritos por el actor para ser llevados a escena por él mismo u otros intérpretes. En todos estos textos, Urdapilleta sacaba para afuera todo lo que otros escritores prefirieron guardarse durante la incipiente democracia: la violencia, lo perverso, lo prohibido, lo sexual y muchos otros etcéteras (por entonces) políticamente incorrectos.

A fines del ’91, luego de que se vendiera el sótano de la calle Venezuela, una segunda camada de actores (entre los que se encuentran Alfredo Casero, Marcelo Mazzarello, Mariana Briski y Carlos Belloso, entre otros) abrió un nuevo Parakultural en un galpón de Chacabuco al 1000. Y aunque para ese entonces el mítico emblema de la contracultura ya había devenido en institución, a más de uno le sorprendió que Urdapilleta aceptara ese mismo año hacer Hamlet o la guerra de los teatros, bajo la dirección de Ricardo Bartís, nada más y nada menos que en el teatro San Martín. Su recordado Polonio le valió el primer premio ACE (ganaría cuatro a lo largo de su carrera, además de otras distinciones), y también una nueva consideración por parte de un sector de la crítica y el público que había estado ajeno a sus trabajos anteriores.

Ese mismo año murió Batato, no sin antes reprocharle ese trabajo a su amigo, objetándole que ése era el tipo de teatro que nunca habían querido hacer y diciéndole que era un traidor. “A mí me importaba un carajo ser traidor. Era lo que quería hacer. Yo no separaba ese teatro de lo otro. No decía ‘esto es teatro serio, lo otro no’”, contó Urdapilleta en esa oportunidad. Ese mismo año, también, debutó en la televisión con un sketch junto a Tortonese para el programa El palacio de la risa, de Antonio Gasalla.

Desde entonces, nunca abandonó la actuación más “comercial” (el término no es peyorativo, ni encierra de ninguna manera un parámetro de calidad, sino que se refiere a ámbitos consagrados o más “clásicos” que el del Parakultural). En 1996 trabajó con su maestro Augusto Fernandes, quien lo dirigió en el protagónico de El relámpago, de August Strindberg, papel por el que ganó nuevamente el ACE. Luego hizo Martha Stutz, de Javier Daulte, y Almuerzo en casa de Ludwig W, de Thomas Bernhard, dirigido por Roberto Villanueva, ambas en el teatro San Martín. Y en 2000 encarnó a Adolf Hitler en Mein Kampf (una farsa), de George Tabori, dirigido por Jorge Lavelli, que le valió el premio Trinidad Guevara. Sin embargo, tampoco abandonó el teatro independiente, y a la par de esos trabajos hizo Carne de chancha en Ave Porco y luego La moribunda en Morocco, ambas con su inseparable compañero Tortonese.

Además de en las tablas, Urdapilleta brilló en televisión: hizo Tumberos, de Adrián Caetano, que le valió un Martín Fierro como mejor actor de reparto por su personaje de El Seco, y Sol negro, de Alejandro Maci, entre otras ficciones. También en cine, donde se destacó, entre otros trabajos, en Adiós querida Luna (Fernando Spiner, 2003), por la que recibió el premio al mejor actor en el Festival de Cine de Mar del Plata, y La niña santa (Lucrecia Martel, 2004).

Además de un gran actor, Urdapilleta fue también un gran escritor, aunque también renegó de eso (“me da vergüenza la palabra literatura. O la considero muy alta, o me considero muy poco”). Luego de Vagones transportan humo, al que Página/12 destacó como uno de los mejores libros de ese año, vino en 2007 Legión Religión (las 13 oraciones), esta vez editado por Colihue. Era un pequeño cuaderno con monólogos, poemas, relatos y dibujos del artista. Y al año siguiente, Adriana Hidalgo volvió a publicarlo, esta vez con La poseída, que además del relato homónimo incluyó otro, El Papa de Etiopía. Ambos textos terminaron de conferirle un lugar privilegiado dentro de las letras argentinas. Los tres volúmenes fueron dirigidos por el crítico e investigador Jorge Dubatti, quien además fue su amigo personal y que ayer lamentaba la muerte “del más grande actor argentino de todos los tiempos” (ver aparte).

Más de una vez habló de “problemas neuropsiquiátricos y psicológicos”. También de la muerte, de la propia: había dicho que le gustaría morirse “en una cama grande, cómoda, sin tubos, ni sueros, ni nada médico”. “Con los ojos abiertos, drogado con una poderosa morfina, creyendo que estoy en una casa enorme en el campo donde viví desde los 8 hasta los 10, con toda mi familia por ahí, como si no pasara nada (...). Y que se fuese apagando la luz mientras me voy durmiendo, como el final de una película preciosa, y sin dejar de oír la voz de mi madre.” Un tiempo después dijo que nunca había dejado de ser niño. “A los 60, que es cuando me voy a morir o me van a matar, voy a tener 11.” Tristemente, en ese momento Urdapilleta adivinó su futuro: el gran actor se fue a poco de cumplir las seis décadas, pero siendo un eterno niño que no paró de jugar a ser un teatrista. Y lo consiguió.

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