Sáb 19.04.2014
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TEATRO › RAUL SERRANO, DIRECTOR, DRAMATURGO, ENSAYISTA Y DOCENTE

“El grotesco es el género que nos expresa”

El teatrista tucumano estrena Giácomo, obra de Armando Discépolo, y acaba de publicar el ensayo Lo que no se dice. “Nuestros personajes reales no son trágicos. Ellos se acercan demasiado al grotesco. Viéndolos, uno no sabe si reír o llorar”, destaca.

› Por Hilda Cabrera

Si nadie puede “enseñar a crear” ni debiera arrogarse técnicas o métodos que prometan creatividad, ¿cuál es el rol de las escuelas y talleres? En principio, el director y autor, ensayista y docente tucumano Raúl Serrano opina que un método es “un camino conocido para lograr determinados efectos” y que “todo acto creativo es un hecho irrepetible”. Por lo tanto, único, pero no imposible para quien sostiene que “la verdadera libertad de creación puede ejercerse luego del dominio de la técnica”. Serrano opina y desarrolla ideas en su nuevo libro Lo que no se dice (Una teoría de la actuación) y otras sobre su adaptación de Giacomo, obra de 1924 de Armando Discépolo (en colaboración con Rafael de Rosa) que se repone en su taller-teatro Del Artefacto (Sarandí 760). “El libro implica una autocrítica del propio trabajo y de lo que he visto y veo”, adelanta Serrano a Página/12.

Egresado del Instituto de Arte Teatral y Cinematográfico Ion Luca Caragiale, de Bucarest, dirigió obras en distintas ciudades rumanas hasta su regreso a la Argentina en 1967. Por entonces, uno de los modelos más aceptados era el postulado por Lee Strasberg (1901 actual Ucrania - 1982 Estados Unidos), cuyos trabajos –derivados de las enseñanzas del actor, director y teórico Konstantin Stanislavski (1863-1938)– no congeniaban con lo visto y experimentado por Serrano durante su estancia en Europa. Fue así que, partiendo de la divergencia, nació uno de sus textos sobre el Método de las Acciones Físicas, del pedagogo ruso, y más tarde otros sobre la praxis y la teoría de la actuación del sujeto escindido, un asunto contemporáneo y un aporte del psicoanálisis en tanto tensión entre el deseo y cómo expresarlo. Claro que en Serrano, la contribución no parte del psicoanálisis, sino –aclara– “desde un punto de vista técnico”.

Director y pedagogo de amplia trayectoria, ha dictado cursos en ciudades americanas y europeas (entre otras, Madrid, Barcelona, Valencia, Munich y Berlín) y continúa al frente de su Escuela de Teatro de Buenos Aires. En Argentina, dirigió más de cincuenta obras, entre otras, Ceremonia al pie del obelisco, de Walter Operto; La mujer rota, adaptación del relato que integra un volumen de cuentos de Simone de Beauvoir, Homenaje a Víctor Jara, creación colectiva; Tute cabrero; Falta envido, El nuevo mundo, Tío Vania y Mateo; versiones de El proceso, de Franz Kafka; La revolución es un sueño eterno, de Andrés Rivera; La madre, de Maxim Gorki y Bertolt Brecht, y creaciones propias como la inicial El alma de madera (sobre una leyenda); ha participado en el movimiento Teatro Abierto, la fundación de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo y del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.

Serrano no olvida su estancia en Rumania, adonde llegó en 1957, integrando un elenco que llevaba cuatro obras al Festival de Teatro Independiente de Moscú. Fue entonces que enfermó de fiebre asiática –al igual que el director y maestro Carlos Gandolfo, también presente en ese festival– y se quedó en Bucarest, donde obtuvo becas, trabajó como traductor y montó obras. Aquella y otras experiencias devinieron en cursos, libros y dramaturgias, como ahora la estrenada Giacomo, a la que seguirá –adelanta– una versión de Saverio el cruel, obra de Roberto Arlt sobre “la insignificancia o la falta de sentido que adquiere la vida en algunos seres”. En Saverio... surge, entre otros temas, “la utilización del otro como blanco de diversión, broma de vagos... Esa situación me trajo a la memoria escenas de la película Ocho y medio, de Federico Fellini”.

–¿Por qué eligió un grotesco olvidado?

–Fue una decisión tomada con el elenco. Tenemos al actor Jorge Ochoa. Su trabajo en Giacomo es único. En el original aparecen demasiadas historias, una para cada personaje. Estas no están en mi adaptación, porque se perdería centralidad. En aquella época, la actuación consistía en hablar y explicar. Un buen actor, como lo fue Luis Arata, se dirigía al público y explicaba. Un ejemplo de esto es su actuación en El gorro de cascabeles, de Luigi Pirandello. Caracterizaba muy bien y era expresivo, pero no creaba otros vínculos en la escena.

–¿Tal vez porque se privilegiaba la conquista del público?

–Era una forma de actuación, digamos, histórica en la Argentina, como la declamación, aun cuando la relación entre personajes se había dado antes, en Rusia, por ejemplo, con las enseñanzas de Konstantin Stanislavski. La gaviota, de Anton Chejov, es de 1896, y aquí me interesa señalar la importancia de la “revolución naturalista”. En el teatro romántico abundaban los grandes speeches. La técnica era la declamación, no aplicable a los textos de Chejov, donde más importante que lo que se dice es lo que no se dice, que a su vez “debe estar” en la escena. En esa etapa se produce el vuelco naturalista, independiente de la literatura, y se hace más evidente la importancia de los directores.

–¿Y el comienzo de una pelea?

–Que se dirime como todas las que se suceden a nivel personal. Pongamos este ejemplo: si el director es el teórico ruso Meyerhold y el autor alguien menos talentoso, importa Meyerhold, y si el menos talentoso es el director y el autor es el poeta Vladimir Maiakovski, éste es el que importa en el espectáculo. En el fondo, creo que todos pensamos así.

–¿Encuentra algún paralelo entre el grotesco criollo y este presente?

–Mi opinión, que no es original, es que hay cierta correspondencia entre los géneros en boga y la época. ¿Por qué hoy no se escriben grandes tragedias para el teatro? ¿Quiénes serían hoy nuestros héroes trágicos? Yo encuentro uno: el Che Guevara. Buscando un ejemplo de otra época: el francés Jean-Baptiste Racine fue el gran dramaturgo de las obras trágicas del siglo XVII. Una época influida por el jansenismo moral y político, por la lucha entre el deber y la pasión. Entonces, por lógica, el género era la tragedia. Busquemos en nuestra historia presente ese conflicto, ¿y qué encontramos? Nuestros personajes reales no son trágicos. Ellos se acercan demasiado al grotesco. Viéndolos, uno no sabe si reír o llorar.

–¿Diría que el grotesco no nos abandona?

–En este tiempo de confusión respecto de los valores éticos, es el género que mejor nos expresa.

–¿Lo fue también en tiempos de Discépolo?

–En Argentina aparece con el fracaso de la inmigración. Los inmigrantes que nos muestra Armando Discépolo llegan con la esperanza de salvarse, de “hacerse la América” o triunfar en lo que desean, pero terminan como Stefano o Mateo. Giacomo, por ejemplo, tiene un buen pasar, pero un día hace su farrita y va al teatro. Conoce a una bataclana española que lo vuelve loco. Pierde su negocio y queda en la vía. Busca refugio en la casa de su hermano muerto, donde los sobrinos lo tratan como a un perro. Pero surge un equívoco: los sobrinos creen que guarda dinero en un baúl y cambian de actitud. En el fondo, ésta es una discusión sobre precios y valores, el dilema de una sociedad que se vende. También ahora vivimos en la sociedad del precio y no de los valores. A pesar de eso, adhiero a algunos procesos que se vienen dando en América latina, aunque aclaro que no creo en una sociedad basada en el fifty-fifty. El límite entre épica y política es confuso. El político tiene que pactar, agachar... En ese sentido soy un mal político. Claro que tengo la pitanza asegurada.

–¿Dejó la política?

–Estoy en la política. No niego mi pasado en el PC. Soy crítico y profundamente antiestalinista desde hace mucho tiempo. Los que estamos en política debemos ser autocríticos para reforzar nuestras ideas. La verdadera lectura de Marx no la ha hecho el Partido Comunista. Hay que buscarla en el español Adolfo Sánchez Vázquez, en el filósofo alemán Theodor Adorno y el húngaro György Lukács, donde la praxis es el concepto fundamental del marxismo. Al transformar me transformo.

–¿Flaquea en la búsqueda?

–Sí, pero entonces enciendo la TV y me reanimo a través de la bronca. La sociedad del futuro debe ser más racional para que la riqueza no sea como hasta ahora un arma política. Depende de noso-tros qué hacer y cómo. Por eso pretendo que mi Escuela sea territorio libre de América.

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