TEATRO › TODOS MIS MIEDOS, DE ESTEBAN BIEDA Y NAHUEL CANO, EN EL ABASTO SOCIAL CLUB
La noción de crisis –existencial por un lado, de representación por otro– es el eje de esta obra para cuatro personajes (uno de ellos la conciencia de los otros tres) que resultó una de las ganadoras de la Bienal Arte Joven Buenos Aires.
› Por Paula Sabatés
En Todos mis miedos hay un correlato, casi necesario, entre lo que le pasa al personaje central y la forma en la que lo muestra la representación. En el plano de la diégesis, Bruno es un escritor que está transitando al mismo tiempo un divorcio conflictivo, un romance con una alumna y la escritura de su nueva novela, situaciones que lo llevan a ver la realidad como una pesadilla en la que todo se confunde. Por otro lado, la dirección de Nahuel Cano acentúa ese estado del personaje al borrar los límites de espacio y tiempo e introducir elementos algo caóticos que van por fuera de los cánones tradicionales del teatro. La noción de crisis –existencial por un lado, de representación por otro– es así el punto central de esta pieza que escribieron Cano y Esteban Bieda y que resultó una de las siete ganadoras de la Bienal Arte Joven Buenos Aires.
Todo sucede en un espacio escénico de tres frentes, primer signo de que la narración no será lineal ni unívoca, sino todo lo contrario. En un reducido espacio dentro del cuadrado que forman esa triple platea y una cuarta pared, los actores se chocan e intercalan. Bruno (Pablo Seijo) pelea con Laura (Anabella Bacigalupo), la mujer de la que se está separando, y al mismo tiempo besa a Mercedes (María Abadi), una bella alumna que lo sedujo en un recreo de sus clases de literatura. Claro que “en la vida real” las mujeres no están en el mismo lugar y esos hechos no ocurren al mismo tiempo (salvo en escenas en las que sí coinciden, pero son pocas), sino que la superposición es producto de ese caos que los dramaturgos intentan escenificar como guiño a la confusión del protagonista. Por otro lado, la cercanía física entre personajes cumple otra función paradójica: deja demostrada al mismo tiempo la gran distancia que existe entre la magia del comienzo de una relación amorosa y lo oscuro de su fin.
Por otro lado, un cuarto actor irrumpe con fuerza en casi todas las escenas. Se trata de Diego Echegoyen, que en la pieza no tiene un nombre porque no se corresponde con un personaje palpable y delineado. Es más bien una suerte de conciencia de los otros tres (por separado, dependiendo del momento), una voz transcuerpeada, que deja ver al público lo más recóndito de los personajes. Lo interesante es el cómo: esa presencia-ausencia es más que un coro griego que presenta el contexto y resume las situaciones para ayudar al público a seguir los acontecimientos. Es la expresión viva de lo íntimo de los sujetos, de su fibra más humana (por ende contradictoria), más profunda (por ende la más miserable). Así, este hombre que podría ser mujer, porque eso no importa, lastima a los personajes, se burla de ellos, para demostrar que son ellos mismos los que están constantemente hiriéndose con sus acciones.
Pese a lo mencionado, Todos mis miedos no es una obra antirrealista. Más bien todo lo contrario. La fragmentación, superposición, ¿acaso no son síntomas de una época en la que ya es impensada la narración lineal, ni siquiera del teatro, sino de la vida misma? Bruno está en dos escenas distintas pero eso no lo sorprende ni altera su actuación hipernaturalista (los cuatro actores logran exquisitas y muy distintas interpretaciones), porque esa condición es parte de la vorágine en la que está inmerso, así no estuviera en dos lados a la vez. Y si bien la escenografía está conformada únicamente por libros que hacen las veces de paredes y camas, el espacio no deja de ser “real”, porque muestra lo que verdaderamente son las cosas: lo que de ellas hace cada subjetividad.
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