Vie 16.05.2014
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TEATRO › CRISTINA BANEGAS Y MARIO ALARCON HABLAN DE LA NUEVA PUESTA DE EL JARDIN DE LOS CEREZOS

“Los personajes de Chejov se nos parecen”

La actriz y directora y el actor componen a dos hermanos terratenientes arruinados en los años previos a la Revolución Rusa. La notable obra de Chejov habla de un derrumbe que, más allá de lo económico, también es personal.

› Por Hilda Cabrera

La aristocracia que aspira a mantener su rango como si éste fuera un tributo que se le debe es retratada por el escritor, dramaturgo y médico Anton Chejov (Taganrog, 1860-Badenweiler, 1904) en una de sus obras más representadas, El jardín de los cerezos, pintura de un sector de la Rusia zarista de los años inmediatamente anteriores a la Revolución Rusa de 1917. La acción transcurre en la finca de Liuba Andreievna y su hermano Gaiev, terratenientes arruinados que no saben cómo salir del derrumbe que es también personal. Declina la aristocracia latifundista y ascienden otros ricos, los que conforman la burguesía comercial y económica en la que tienen un espacio menor los descendientes de los mujiks, campesinos sin acceso a la tierra que fueron siervos antes de las reformas agrarias rusas de 1861. Chejov parte de una situación que augura un cambio del sistema productivo, de un estrato social que se desintegra y de unos personajes dispuestos a pasar por alto las propias patéticas contradicciones. Estrenada en 1904, en el Teatro de Arte de Moscú, con actuaciones de Olga Kniepper, esposa de Chejov, y Konstantin Stanislavski, también director, El jardín..., escrita en 1903, fue la última obra de este creador entonces minado por la tuberculosis. Quizás haya sido su “canto del cisne”, título de una pieza suya, bella y amarga. Ese canto, raro adiós del ave al que los artistas, escritores y poetas le atribuyeron carácter metafísico, contrariando las explicaciones de los zoólogos. Nuevamente en una de las salas del Teatro San Martín, El jardín..., esta vez dirigida por Helena Tritek, cuenta con un elenco numeroso, donde la actriz y directora Cristina Banegas y el actor Mario Alarcón componen a los hermanos terratenientes arruinados en esos años previos a la Revolución. Banegas es Liuba, una madre que regresa a la finca familiar (donde murió su único hijo varón) después de una estadía en París, y Alarcón es Gaiev, quien, al igual que su hermana, no sabe ni puede salvar la casa y el jardín de cerezos (o guindos, según las traducciones) que el comerciante Lopajin, hijo de mujik, está dispuesto a comprar para construir allí casas de veraneo. La nostalgia, dosificada, y algunas sonrisas conviven con lo perdido en esta pieza que Chejov, según su legado, quiso que fuera comedia. Más allá de las discusiones sobre el género, asombra la piedad con que delinea a estos personajes tan lejanos a su persona y a su experiencia de vida, de la que se tiene amplio conocimiento por la correspondencia que mantuvo con su esposa y amigos, y que Banegas y Alarcón, artistas apasionados por su trabajo, conocen al detalle, tal como lo manifiestan en esta entrevista. Nunca antes habían actuado en una obra del autor ruso.

–Siendo ésta la primera interpretación de una creación de Chejov, ¿qué opinan de sus personajes?

Cristina Banegas: –Liuba es uno de los grandes personajes femeninos del teatro universal. Para mí es una alegría y un honor interpretarla. Liuba es frágil, no ha llevado bien su vida y cuando regresa de París a la casa familiar que va a perder, se comporta como una niña. No sabe qué hacer para impedir el remate de la finca.

Mario Alarcón: –Tampoco yo hice antes un Chejov, pero él es un viejo conocido para los que estamos en esta profesión. Escribió esta obra estando muy mal de salud, iba de Yalta a otras ciudades y lugares donde el clima fuera más favorable y lo aliviara de su enfermedad. Es cierto que muestra piedad hacia sus personajes. Con sus obras no valen los análisis primarios que hacíamos de chicos cuando íbamos al cine y clasificábamos a unos de buenos y a otros de malos. Sus personajes tienen humanidad y se nos parecen: se alegran o padecen, se ocupan de banalidades y hasta se enojan por tonterías. Gaiev, mi personaje, vive en la irrealidad; cree que toda su vida va a transcurrir igual, que siempre va a disponer de dinero, y que si no lo tiene lo pide, porque los demás tienen obligación de prestarle. Esto que digo son sólo observaciones, porque hablar de aquella Rusia anterior a la Revolución sería meterme en un análisis de tipo sociológico o político.

–Que Chejov no hace en la obra, aunque le interesaba y fue solidario. Renunció a la Academia de Bellas Artes de Moscú que rechazó a Máximo Gorki por su ideología...

C. B.: –El discurso del estudiante Trofimov es progresista. Es el intelectual en la obra y, seguramente, un futuro revolucionario. Los demás... me temo que no. Chejov muestra la decadencia de una clase social y el fin de una era. La previsible tala del jardín es metáfora de ese mundo anterior que será destruido para que surja algo nuevo. Esta es una obra poética y absolutamente musical. No sólo porque la puesta de Helena (Tritek) lleva música original de Carmen Baliero sino porque toda su estructura lo es. Por eso la sentimos fresca y vital, y también excéntrica, con personajes como el de Charlotta, la institutriz.

–Otros resisten al cambio, como el viejo sirviente Firs, descendiente de mujiks, el que dice “La vida pasó y es como si no la hubiera vivido”.

C. B.: –En esta versión no es el mayordomo el que cierra la obra sino el ama de llaves que interpreta mi madre, Nelly Prince. Chejov entiende a los sirvientes que representan al régimen anterior. Era médico y estaba muy cerca de las personas. Leyendo las cartas de Meyerhold pude ver cuánta admiración sentía por él, como la sentían también Stanislavski y Gorki. Nuestra intención es ser fiel a su pensamiento, a su dramaturgia y su idea de que esto es una comedia. Por eso las pérdidas pueden ser atravesadas por el baile, el canto y la música.

M. A.: –En otra época, alguien decía Chejov y se ponía solemne. Era como decir Shakespeare y ponerse serio. Una postura. Después, pasados los años, uno se fue dando cuenta de que no es así, que Chejov nos está mostrando las pequeñeces y la fragilidad que podemos reconocer en nosotros. Lo que siempre me llamó la atención es que escribía estando tan enfermo. Sufría bajones por su estado de salud y sin embargo creaba obras donde aparecía el humor.

C. B.: –Los últimos dos años de su correspondencia muestran cómo aligeraba a su familia y a Olga Kniepper la preocupación sobre su enfermedad. Conocía perfectamente su evolución, vomitaba sangre... Esa generosidad extrema y tan infrecuente de no hacer sufrir al otro es conmovedora.

–En uno de sus escritos, Gorki relata cuánto interesaba a Chejov la defensa de las condiciones de vida del médico y el maestro rural convertidos en parias...

M. A.: –Poseía la humanidad de los grandes. Se ocupaba de los aspectos cotidianos de su profesión, cuidaba los detalles...

–La tala de los cerezos supone un corte con el pasado y la muerte de un paisaje. En la escena, ¿el hecho importa pero más importa cómo sucede?

C. B.: –Un sonido es la tala que no vemos, como no vemos la muerte en la tragedia griega. Sucede detrás de escena (el interrogante entre lo que sucede y la representación). Esto es parte de la sabiduría de Chejov. Hemos hecho circular varios libros entre el elenco para saber más sobre él. Buscamos en sus textos y cartas, en los de sus contemporáneos y también en los textos de los creadores nuevos, como el director Lluís Pasqual. Era realmente un hombre de teatro. Amaba su trabajo y estuvo cerca de los grandes: de Meyerhold, que fue asesinado; de Stanislavski, Gorki... Le tocó vivir en la época de las vanguardias que cambiaron la historia del arte. ¡Aquélla sí que fue una vanguardia! Un período extraordinario. Me hubiera encantado estar allí.

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