TEATRO › PIEDRA SENTADA, PATA CORRIDA, DE IGNACIO BARTOLONE
La obra, que participó del Festival Novísima Dramaturgia Argentina, funciona como una “farsa civilizatoria” y reflexiona sobre el binarismo de género y otros conceptos de la teoría queer.
› Por Paula Sabatés
En Piedra sentada, pata corrida, Ignacio Bartolone coquetea con un tema del que el teatro viene hablando mucho, sobre todo en el último año, que es el de la identidad (o el gen argentino, latinoamericano) y lo hace a través de otro que muy pocas veces se escenificó: la antinomia civilización-barbarie en el marco de la Conquista del Desierto. El resultado es un trabajo inteligente y novedoso que también se da tiempo para hablar de otros subtemas muy actuales, como el binarismo de género y otros conceptos de la teoría queer. La obra participó del Festival Novísima Dramaturgia Argentina (Bartolone tiene 30 años) y actualmente se puede ver los viernes a las 23 en La Casona Iluminada, avenida Corrientes 1979.
Un telón pintado recrea la pampa extensa. Allí se encuentran los Lechiguanga, una tribu errante (y ficticia) de fines de 1800 de la que sólo quedan cuatro integrantes y su perro. Este, que a su vez se desdobla en divinidad suprema (“el Gran Peludo”) y habla, es el primero en aparecer y quien introduce la historia y la comenta. Le siguen Duglas Canejo y Guai-Mayén, los dos hijos de la tribu, que a través de diferentes señales vaticinan un futuro nuevo. El primero sueña con el Gran Peludo, mientras que el segundo de repente comienza a hablar en un perfecto “castellano cristiano”, muy lejano al habla del clan. Hay una explicación: a escondidas de su madre, Lachigui Vieja, los jóvenes han caído en la práctica antropofágica. Pero ésta no es gratuita: en ellos, la ingesta de carne blanca tiene como consecuencia la apropiación de características típicas de los recién comidos.
En esa metáfora (“Soy aquello que me como. Como gaucho, cago en verso. Como inglés, repito el anglo. Si me desayuno un poeta, mi bosta conmoverá”, cantará la tribu) radica lo más novedoso de la pieza, porque la idea deja ver que los Lechiguanga no habrían sido sólo evangelizados “a la fuerza”, sino que también habrían “elegido” comerse (volverse) blancos. Elegido en un sentido no consciente, claro está, pero a fin de cuentas sugiere el modo en que el indio vuelve al blanco parte de sí mismo. No quiere decir esto que Bartolone crea en las buenas intenciones de los conquistadores del desierto, para nada. De hecho, su construcción de los Lechiguanga reúne irónicamente todos los clichés con los que los españoles concibieron a los indígenas (la obra es una “farsa civilizatoria”). Pero la suya no es una mirada lineal sobre víctimas y victimarios, sino que admite matices y complejidades, y allí está lo diferente, lo rico.
El punto máximo de esa idea que recorre Piedra sentada... se da con la aparición, casi a mitad de la pieza, de Luciano Ceballos, un español medio andrógino que se encuentra en la “osada travesía” de recorrer la pampa. “Es una verdadera mierda la pampa, mi querido Santiago. Seca, estéril, achatada y sin un gramo de gracia capaz de conmoverme en mis diecinueve largos días de viaje. Pero dejando de lado la abulia que me ha producido mi soporífero recorrido, puedo afirmar, con felicidad verdadera, el haber llegado a tierra india”, escribe el recién llegado. Aunque su violenta intromisión (no por la fuerza sino por lo imperialista) pronto se dará vuelta y serán los Lechiguangas quienes lo tomen como cautivo. Bah, como cautiva, porque lo transformarán en “Ailín Chacón”, entrando en un juego de sexos que se completa con la lucha entre el cacique Olará Potro –el cuarto lechiguanga– y Lachigui Vieja, en su pelea por el mando.
Además del texto y la dirección, también las actuaciones son muy logradas en Piedra sentada, pata corrida. Juan Pablo Galimberti compone a un logrado perro semi clownesco, mientras que Eugenio Schcolnicov y Gustavo Detta hacen un gran trabajo corporal en la piel de los jóvenes lechiguangas. Por su parte, Jorge Eiro y Cristina Lamothe asumen los personajes más “robustos” y demuestran desde el cuerpo su posición en la tribu. Por último, Julián Cabrera sobresale como Ceballos con un perfecto acento español y una postura consecuente. Sus trabajos completan una propuesta global donde todo cierra, todo significa y todo es digno de destacar.
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