TEATRO › EL TITIRITERO MANUEL MANSILLA Y SU ESPECTACULO COCTEL
Artista itinerante, Mansilla ha dado vida a sus criaturas en casas, teatros, escuelas, bibliotecas, geriátricos y festivales nacionales e internacionales. Hoy se verá en Pan y Arte la última función de Cóctel.
› Por María Daniela Yaccar
Es viernes, media hora pasó de las 22. En el escenario hay un hombre capaz de hacerle creer a su público que dos pedazos de esponja antropomórficos son personas. Estos seres, Luis –un tipo de anteojos, obstinado, camisa escocesa– y Nelly –una mujer grande, arrugada, de delantal rosa, facha y renegona– vienen a boicotearle el espectáculo. Luis pareciera que ya quiere vivir solo, sin que lo manejen y Nelly llega después para sentenciar que esta obra es “producto de la droga”. Cóctel es, en parte, la revancha de los muñecos, y el espectáculo revelándose en su propio carácter, porque quedan al desnudo todos sus mecanismos. “La peor pesadilla del títere es el ser humano”, sentencia Manuel Mansilla, titiritero lomense y del mundo, quien se deja ver en esta obra conversando con Luis, discutiendo con Nelly, y manipulando un rollo de papel higiénico y uno de cocina en otro número, más cerca del teatro de objetos.
Mansilla se enamora de aquella idea (parece que es la primera vez que la dice, que la está descubriendo): “Los títeres están condenados a nosotros”. Como todo, pensará, seguramente; se le adivina en el gesto. A pesar de que es titiritero desde que, más o menos, tiene uso de razón, y de que dice “viajamos”, en plural, pensando en esas raras compañías; aclara que no es un obsesivo de sus muñecos. “No es que me pongo a hablar con ellos solo en mi casa”, dice, contradiciendo lo que cualquiera sospecharía tras ver el espectáculo. “Eso sí: los respeto mucho. No cualquiera los toca. Los cuido. Los guardo en un lugar y de un modo determinados. Hay gente que les manda saludos a los títeres y no a mí. Después de las presentaciones en los pueblos, la gente me dice: ‘Mandale un saludo a Luis’”, cuenta el joven de 31 años, que ha dado vida a estos personajitos en casas, teatros, escuelas, bibliotecas, geriátricos y festivales nacionales e internacionales (en Chile, México, República Dominicana, Venezuela, Colombia, Ecuador, Cuba y Guatemala).
La mayor parte del tiempo, Cóctel es un diálogo entre el titiritero y Luis. Y esa conversación entrañable entre un hombre con vida y otro que tiene vida gracias a él, atraviesa momentos de lo más diversos: mucha, muchísima risa (este Luis es muy ocurrente), hasta la tristeza de saber que Luis nunca será un ser humano, aunque lo ansíe con tantas ganas. Con Nelly la cosa es más distante. Ella fue contratada, aparentemente, para hacer un cambio en la escenografía, pero aprovecha la ocasión para despotricar contra el espectáculo, con argumentos muy de Eduardo Feinmann. “Mi abuela me decía muchas cosas, y yo me encontraba repitiéndolas. En un momento me di cuenta de que muchas otras abuelas decían cosas muy copadas. Nelly es el embudo adonde van a parar todas esas cosas que dicen las señoras. Luis es la terquedad que veo en mí y en los demás: cree, aunque sabe que es mentira. Cree eso porque necesita creerlo”, describe el artista a sus criaturas.
Y otro tema del espectáculo es la muerte. Hay un títere que es la propia muerte de Mansilla. Una calavera con manta negra. Una música oscura aparece cuando la muerte se hace ver entre los espectadores. Y entonces los muñecos, que en el imaginario colectivo representan la niñez, la inocencia, el juego, vienen a plantear un mensaje respecto de lo más álgido, del final de la vida. “Cuando sos adolescente, no tenés conciencia de la muerte. Ahora siento la necesidad de ponerla en escena”, explica Mansilla. Y cuenta una historia para ampliar esa perspectiva psicoanalítica. “El día en que nació mi ahijado, murió su abuelo. Eso es la vida: unos llegan y otros se van.” Cuenta el titiritero que ese día llegó a su casa y se dijo a sí mismo que si no hacía un espectáculo ligado a esa idea, se iba a “morir de angustia”.
–Es interesante ese choque: el tema de Cóctel es la muerte, los muñecos están al servicio de una idea muy dura.
–Es cierto que el inconsciente de las personas relaciona al títere con el juguete y la inocencia. La gente entra al teatro desprotegida, con la guardia baja, y se encuentra con que los títeres le plantean cosas que ni siquiera se había preguntado. Estoy jugando con cosas que todos sabemos, a las que todos les tenemos miedo, y mientras las comparto, las voy intentando entender. Hace un tiempo no podía hablar sobre el amor como puedo hablar ahora, o de la muerte. Tampoco podía hablar del miedo que le tengo a la vejez. Mis espectáculos nunca terminan en una resolución, van creciendo a medida que voy creciendo física, espiritual y mentalmente. Cuando uno está sensible, el mundo le da historias. Por ejemplo, en abril, en República Dominicana, me mordió un caballo. Todo lo que me pasó después fue alucinante: me mordió a las 3 de la mañana y tuve que ir al campo a preguntarle a un dominicano si estaba rabioso. Me sentía un extraterrestre. A veces son cosas felices, a veces desgracias; si las sabés capitalizar, el material está ahí.
–¿Cómo es hacer títeres para adultos, qué significa para usted?
–En realidad, uno hace teatro, y desde ahí encuentra que los títeres son el mejor puente para lo que quiere contar. Concibo al teatro como un hecho sin edad. Y pienso que este espectáculo es ideal para adolescentes, que son los más conflictuados. Me gusta que puedan venir todos, que todos se sientan respetados y contemplados: en la fiesta hay gaseosa y también alcohol. Los rótulos que se le dan al teatro tienen que ver con lo comercial, me interesa no aclarar tanto, voy en esa búsqueda. En la función del viernes pasado había una pareja de abuelos con su nieto. Se rieron juntos, me dijeron. Si puedo crear una dimensión en donde suceda eso, ya está. Es mi aporte a la vida, mi grano de arena. Es alucinante.
–¿Cuándo hizo su primer títere?
–Mi vieja dice que todo era títere para mí. Cuando me vio actuar la primera vez, me dijo: “Es como si te viera jugando con siete años”. Todo era jugar, juguete, chiche; todo se convertía en otra cosa. El primero a conciencia lo hice cuando tenía quince años, en un taller de teatro. Había que construir un muñeco que fuera reflejo de uno. Hice un bicho medio Tim Burton, con garras... lo tengo todavía. Durante un tiempo manipulaba eso, era un personaje neutro, de cinta de papel y alambre, una cosa monstruosa. Había algo de esa monstruosidad que lo hacía perfecto. Los títeres que construyo suelen ser monstruosos: son reflejos de nosotros. Tienen una mano más grande que la otra, un ojo más cerrado, una teta más grande, una pata más corta... puede ser más interesante para el teatro lo que no es armónico. Si no fuera porque yo le coarto su plan, Luis le hace creer a la gente que él es un tipo. Los títeres están condenados a ser boicoteados por los humanos.
* Cóctel, de Manuel Mansilla y su teatro de títeres anticostumbrista, tiene su última función hoy a las 22.30 en Pan y Arte, Boedo 876.
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