Mar 05.08.2014
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TEATRO › COMIENZA HOY EL FESTIVAL EL PORVENIR, PARA DIRECTORES SUB-30

“A esta edad uno se puede interrogar y repensar”

Sin programadores ni curadores, cada temporada, los jóvenes directores que presentan sus obras seleccionan a quienes estarán el año siguiente. Juan Francisco Dasso, Alberto Romero y Mariela Finkelstein, tres de los participantes, hablan de su generación.

› Por María Daniela Yaccar

Ellos hablan sobre el Mortal Kombat. “¿Posta? ¿No sabías que Noob Saibot –el ninja negro del videojuego– es el nombre de los creadores del Mortal Kombat al revés?”, le pregunta Juan Francisco Dasso a su colega teatrero, Alberto Romero. Romero pone cara de sorpresa, de que se está enterando ahora de semejante verdad, en la colorida terraza del Centro Cultural Matienzo. Por su parte, la mujer del trío de artistas, Mariela Finkelstein, habla de Chiquititas: cuenta –medio en broma, medio en serio– que cuando miraba el programa de Cris Morena empezó a soñar con ser actriz. Las referencias –el Mortal Kombat, Chiquititas– remiten a una generación: la que hoy está por debajo de los treinta. Generación en la que muchos jóvenes que comenzaron actuando deciden ponerse del otro lado para plantear en el escenario su visión del mundo, ya no sólo con el cuerpo, sino como dramaturgos y directores.

Hace seis años que esta generación tiene, en la ciudad de Buenos Aires, una plataforma que funciona como laboratorio y cuyo objetivo es favorecer su visibilidad. Se trata del festival El Porvenir, teatro sub-30, una propuesta singular en cuanto al modo de producción: no hay una figura parecida a un programador o curador sino que, cada año, los jóvenes directores que muestran espectáculos seleccionan a los que participarán al siguiente. Cada edición convoca a doce directores. La programación se organiza en grupos. Hay cuatro. El Porvenir dura cuatro semanas y cada una de ellas muestra su trabajo un grupo de tres directores; se ven tres obras de veinte minutos por noche. La propuesta está planteada como una red de artistas y una conexión entre directores emergentes. Es una coproducción de Efímero y Matienzo Artes Escénicas (Marte). El Porvenir comienza esta noche e incluye, también, charlas y talleres.

En el nuevo y enorme edificio del Matienzo –un centro cultural ubicado en Villa Crespo, sostenido por un equipo multidisciplinario de ochenta personas y sede de El Porvenir–, algunos de los que están en planta baja aprovechan la alta temperatura de fines de julio para tomar una cervecita. Desde uno de los salones se escucha una banda en pleno ensayo. En otro lado, alguien conduce un programa de radio. Aquí se respira cultura alternativa. En una sala donde pronto habrá una clase de algo, Romero, Finkelstein y Dasso hablan en representación de los once jóvenes –hubo una suspensión– que integran este año El Porvenir.

El primero que toma la palabra es Romero. Lo que cuenta es fuerte. Y habla mucho de su generación o, quizá, mejor dicho, de la que la precede. Porque el tema de la obra que mostrará Romero es el suicidio adolescente. Hasta hace unos años, este director vivía en Esquel. “Los suicidios en el sur son perturbadoramente frecuentes –advierte–. Y hay un patrón: siempre son varones de clase media que se cuelgan de árboles. Es una locura. Hay una negación a pensar en el problema, a hacerse cargo. El mundo adulto no se apropia. Piensa que el adolescente está tomando... no hay voluntad de pensar eso y los pibes quedan a la deriva, en un lugar que tiene ocho meses de invierno.” La obra dirigida por Romero se llama Alwe y comienza con un suicidio. Y continúa con una reunión de un grupo de amigos que decide ir a pegarse un tiro al lado del lago.

“Hay un imaginario superfluo, de postal, sobre el sur”, sugiere Romero. “Uno viene de allá y la gente te pregunta: ‘¿qué hacés acá?’. Yo siempre los mando a vivir al sur. Les digo: ‘andá, pasá un invierno y después hablamos’. En Alwe aparecen las discusiones que tenía con mis amigos: queríamos tomar tierras, ser anarquistas y vivir en el bosque.”

Cuando llegó a Buenos Aires, Romero se encontró con una cosa distinta a la que pensaba. Claro: lo mismo que sucede con el porteño que fantasea con la tranquilidad y lo despojado del sur le sucedió a él, pero a la inversa. Tuvo que dejar atrás una ilusión. “Cuando llegué acá no era nadie: no tenía dónde vivir, trabajo ni amigos. El primer año la pasé bastante mal. Tenía una sensación de soledad terrible. Después las cosas se van acomodando y uno se va adaptando, ahora estoy feliz; pero llegar fue duro. Llegué creyendo que iba a encontrarme con gente súper amplia y que iba a haber putos por todos lados. ¡Y en Buenos Aires no hay putos!”, bromea.

Juan Francisco Dasso dice que habla mucho y es cierto. Se enmaraña este estudiante de Letras explicando una “teoría trucha” –así la define él mismo– sobre monólogos teatrales. Al final todo queda más que claro con el ejemplo que da: el Tano Pasman. Lo que explica Dasso es así: el trabajo que presentará se llama Hablar o morir y consiste en tres monólogos. Cada uno tiene su título: “Sociabilizar”, “Después del rock” y “Oye muñeca”. “Un profesor me dijo que las teorías truchas son las más exitosas. Agarré el esquema de Jacobson y taché al receptor. Así apareció mi forma de explicar el monólogo contemporáneo”, desliza.

Para él, el monólogo contemporáneo puede ser visto como “un intento de llegar al receptor, pese a que el receptor no genera una respuesta clara y no se arma una conversación. El emisor intenta seguir hablando, pero los intentos son fallidos”. Y acá viene el ejemplo: “El Tano Pasman le habla a la televisión y no le van a contestar los jugadores de River. ¡Pero el tipo intenta llegar a la tele! Está ganado por la pasión en ese caso”, sintetiza. Entonces, sus monólogos son escenas en las que el interlocutor “está bloqueado”. Una muestra una situación protagonizada por dos empleados en una oficina, la segunda una mujer relacionándose con alguien que le da dinero (“no necesariamente por sexo”) y la última es la relación de un hombre con un objeto inanimado. “Pero no voy a decir cuál”, pone suspenso Dasso.

Por su parte, Mariela Finkelstein presentará Singular, una obra que cruza “lo cotidiano y lo fantástico” y en la que resuena el cuento más famoso de Julio Cortázar. “A diferencia de otras veces, por las condiciones de producción del festival, trabajé en simultáneo texto y actuación. No esperé a tener un texto terminado. Mi obra es la historia de una persona que llega a su casa tras un día de trabajo, con las bolsas después de hacer las compras, y encuentra dentro de su hogar a una persona viviendo su vida”, cuenta la joven. Parece un drama bien existencial: “Habla de un montón de cosas la obra: de qué huellas deja uno en su vida, de qué pasa si vuelvo hoy y no está mi vida, qué podría elegir ser, de dónde uno es, hacia dónde quiere ir”, enumera Finkelstein.

Surge, entonces, la pregunta por la edad. Porque los veintipico son una edad de cambios, de definiciones. De independizarse, de salir al mundo, de la convivencia con una pareja o de vivir solo. De esas cosas que en la adolescencia, más vertiginosa, ni se piensan. Evidentemente, algo de esto reflejan los materiales (se ve claro en el de Romero: sólo se puede reflexionar sobre la adolescencia habiéndola vivido). La que habla de esto es la mujer del grupo: “A esta edad uno se puede interrogar y repensar. Esta es una época en la que las cosas no están ya tan estructuradas y uno puede ir decidiendo”.

Y para los que pertenecen al mundo del teatro ésta es la edad en la que dan el salto, ya probaron la actuación y deciden experimentar también la escritura y la dirección. Y eso los ubica en un lugar de la escena bastante distinto: ya no se trata (o no solamente) de poner el cuerpo, sino de tener la conciencia global del espectáculo. El lugar común dice que cada persona es un mundo y aquí aplica, porque las razones que hacen que cada persona decida salir del plano corporal y hacer latir el corazón de la escena son múltiples y variadas. Pero lo cierto es que casi todos arrancan en la actuación. Finkelstein, por ejemplo, es actriz, un día quiso escribir y se hizo directora para hacer realidad aquello que escribía.

En cambio, Romero siempre tuvo bastante claro lo que quería: “En mi pueblo había dos directores. Los demás éramos todos actores. Pero siempre pensé la actuación como una instancia para pasar a la dirección. No creo ser un buen actor. No es un espacio que me interese mucho. Lo que sí apareció después fue la escritura. Cuando llegué a Buenos Aires noté una relación muy fuerte entre escritura y dirección, y ahí se me configuró algo”. Un dato interesante es que en El Porvenir muchos actores muestran su primer trabajo como directores.

Los tres jóvenes están chochos de participar en un espacio como éste, por varios motivos. “Este es un laboratorio fuerte”, opina el director de Alwe. “Siento que estoy permitiéndome hacer pruebas, antes renegaba de cuestiones que hoy tomo. Por ejemplo, la tecnología: ahora estoy trabajando con un montón de chirimboladas”, concluye. Sucede que muchas de las obras que se estrenan en El Porvenir y que duran veinte minutos después continúan en algún otro espacio. Esto ha sucedido con el 40 por ciento de los trabajos exhibidos en el festival. “Evidentemente, algo se genera. Muchas cosas que estuvieron acá hoy son obras completas. Quizá mostrar un proceso de algo para ver cómo funciona sirve para continuar y repensarlo. El Porvenir genera una instancia de prueba”, reflexiona Finkelstein.

“La escena teatral porteña es súper amplia, pero tiene algo de potrero, sobre todo para los más jóvenes”, opina Dasso. “Vas a estrenar en alguna sala, pero tenés que hinchar mucho las pelotas. Requiere mucha fuerza. Esto (el festival) acomoda un poco, legitima el espacio de prueba.”

–¿Qué opinan de la figura del director hoy?

Alberto Romero: –Hay un síntoma de época: el director es una especie de vedette, medio extraña, medio travesti. Todo el mundo dice “voy a ver la obra de tal”. Eso te ahoga: porque, en realidad, uno sabe que el teatro es un hecho colectivo, que está disparado. Y que es un espacio para los actores. Uno genera las condiciones, nada más.

Juan Dasso: –Se legalizó la idea del director. Cuando yo era más chico, se asociaba a una figura más grande, de más edad. Y hoy por hoy... ¡es insólito lo que pasa en Buenos Aires en comparación con otros países! Lo tenemos naturalizado, pero es loco. Uno ocupa un rol que nunca imaginó.

–¿Por qué eligieron hacer teatro?

Mariela Finkelstein: –No creo que pueda no hacerlo. Tengo mi parte de... “¡ay! ¡Cuando era chica una vez vi Chiquititas y quise hacer eso!” (risas). Agustina Cherri, te mando un beso. Yo veía ese programa y pensaba “qué increíble: están en un orfanato, cantan, bailan, es mágico, se enamoran, y hay vestidos, regalos y sufren...”. Cuando uno decide hacer teatro es un poco a pesar de todo. Tuve intentos de dedicarme a otra cosa. Y en un momento fue inevitable hacerlo. Es lo más sano que encontré.

J. D.: –Mi vieja me trajo un volantito cuando estaba en tercer grado y me dio curiosidad. La verdad es que me gustaba llamar la atención: es una respuesta pelotuda y frívola. Me gusta transmitir una sensación, que algo pegue. Cuando pasa algo en la obra, hay algo innombrable. Me emociona eso, es tremendo. A veces me deprimo y digo “¿para qué hago esto?” Porque si sumás al público del teatro independiente y lo comparás con el país te sentís un irresponsable y querés estudiar ingeniería ya mismo. Pero no. El consumo de esa energía escénica es espectacular.

A. R.: –Pienso en Bartís cuando dice que esto es un poco inútil. Elegí el teatro porque no hay otra cosa con la que pueda conectarme desde este lugar tan sagrado. Me conecta conmigo, me permite pensarme y trabajar en comunidad. Es medio un circo el teatro: acá venimos a parar todas las travestis. Es un espacio de comprensión donde podría despegar algo valioso y para el mundo importa una mierda. Celebro la inutilidad del arte. Tiene que ser así. No tiene que ser de otra forma.

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