Lun 01.09.2014
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TEATRO › EMPLEADOS DEL TEATRO SAN MARTíN PROTAGONIZAN LAS PERSONAS

“No somos actores, sino intérpretes de nuestras vidas”

Rosana Rodríguez, Carlos Pose y Walter Lamas son tres de los “actores” que, cada martes, en el biodrama dirigido por Vivi Tellas, llegan a la sala Casacuberta no para acomodar las cosas luego de la función, sino para contarle al público aspectos de sus vidas privadas.

› Por Paula Sabatés

Rosana es alta, morocha y bonita. Habla despacio, sin levantar la voz, pero cada tanto interrumpe a sus interlocutores sin darse cuenta. Está sentada de piernas cruzadas en uno de los sillones del segundo piso del Teatro General San Martín, que es como su casa. Entró por primera vez a los siete. Su papá trabajaba ahí (aún lo hace) y la llevaba cuando podía ir a ver algún espectáculo. No imaginaban entonces, ninguno de los dos, que doce años después se pondría ella misma el uniforme azul que usan los empleados de sala, más conocidos como acomodadores, y menos aún que veinte años después seguiría usándolo.

El primer día de trabajo de Rosana Rodríguez en el San Martín fue el 16 de abril de 1997. Ese mismo día, también, se incorporó a la planta de trabajadores del teatro el entonces enfermero Carlos Pose. Era más grande (ya había pasado las cuatro décadas), tenía hijos y ya se había divorciado de la mujer catamarqueña con la que vivió más de veinte años. También estaba conociendo a Peter, su actual pareja, al que sus compañeros conocerían años después, tras filtrarse fotos de su casamiento con él en Facebook.

Un año más tarde firmaría su contrato Walter Lamas, aunque no como empleado de la sección Sala, como Carlos y Rosana, sino para trabajar en Escultura, sector que se encarga de hacer las escenografías, decorados y demás herramientas que se ven en escena en cada obra del Complejo Teatral de Buenos Aires. Oriundo de Maymará, provincia de Jujuy, el escultor y también músico (“amateur”, aclara) tenía entonces 28 años y su experiencia en el rubro era, mayormente, la que había acumulado de niño, mientras jugaba a transformar todo en otra cosa.

Casi desde que entraron al teatro, Carlos y Rosana son amigos. El fue el primero en abrazarla cuando ella se enteró de la muerte de su mamá, y ambos lloraron juntos a un compañero del teatro, que no le ganó la batalla al cáncer y “se fue de gira”, como dicen los actores, hace poco más de dos años. También fue testigo de los primeros besos y las primeras salidas de Rosana con otro compañero del San Martín, que desde hace unos años es su esposo. Walter, en cambio, hasta principio de año apenas saludaba a sus compañeros.

Pero ahora están los tres dando una entrevista –la primera de sus vidas– a Página/12, y la situación compartida, que tanto los excita y emociona, los acerca aún más de lo que lo están desde hace unos meses, cuando sin buscarlo y sin quererlo se les presentó una oportunidad única: subirse al escenario de una de las emblemáticas salas de ese teatro que es su casa, esta vez no para acomodar las cosas luego de la función, sino para hacer lo que desde hace tiempo ven hacer. Actuar.

Rosana y Carlos dan inicio, junto con sus compañeras Laura (Corzo) y Natalia (Villalba), a la primera “escena” de Las Personas, un biodrama dirigido por Vivi Tellas que se ve los martes, a las 20, en la Sala Casacuberta, la misma donde el año pasado Alfredo Alcón hizo la última obra, la última función y la última escena de su vida. Los cuatro cuentan algo íntimo, algo de sus vidas privadas. Arranca Natalia, rubia, de pelo largo y sonrisa de guasón. Hasta hace unos minutos acomodó a los espectadores en sus asientos y ahora prueba el micrófono a ver si se escucha. Dice unas pocas palabras y pronto una pantalla detrás de ella proyecta imágenes del noticiero de la TV Pública. Ahí se la ve de nuevo, esta vez abrazada a la Presidenta, que le entrega a ella, su pareja, y su hija, el primer DNI para hijos de personas del mismo sexo. De pronto, el público sabe algo más –algo enorme– de esa mujer que lo acompaña a sus butacas desde hace ya varios años, cuando todavía era morocha.

Que los trabajadores se conviertan en protagonistas. Ese era el objetivo de Tellas cuando, en el marco de las actividades realizadas con motivo de los 70 años del Teatro Municipal de Buenos Aires, propuso a la dirección del teatro este particular proyecto: un espectáculo donde 22 empleados se suben al escenario y dejan ver quiénes son más allá del uniforme. Y eso mismo le costó explicarles a ellos, que tímida y escépticamente se fueron acercando al casting al que la teatrista convocó en mayo, a través de carteles en los pasillos del edificio que da a la calle Corrientes. En ese casting –que fue más una invitación, porque de los 24 aspirantes que se presentaron hubieran quedado todos de no haber sido porque dos se bajaron por problemas de horarios–, Tellas le hizo cinco preguntas a cada uno. Y, como en una sesión de terapia, de ese cuestionario empezó a salir a la luz el relato de sus propias vidas, ese que ahora cuentan en el escenario.

Como Laura, que comparte con el público la historia de su viejo, que también trabajaba en el teatro y falleció luego de que se proyectara una película, o Rosana y Carlos, que hablan al micrófono sobre los vínculos que a cada uno lo llenan: ella el que supo construir con algunos espectadores (algunos hasta fueron a su casamiento), y él el que mantiene con sus “hijos del corazón”, sus fieles amigos de cuatro patas. O como el resto de los trabajadores que, luego de este preludio del que se encargan los cuatro compañeros que arrancan el espectáculo, se van incorporando a escena para dar a conocer algo de sí.

“Una compañera me dijo ‘vení que hay un casting’ y me mandé. Vivi nos hacía preguntas y sin darme cuenta empecé a contar cosas que iban más allá de lo que ella preguntaba, porque la verdad es que tengo una vida bastante diversa.” Carlos habla rápido. El mismo admite que tiene una carga de adrenalina demasiada alta para la hora de la mañana en la que se desarrolla la entrevista. Es así como se lo ve en escena: excitado, verborrágico, estrellita. “Al principio fue todo fiesta. Yo no podía creer que podía hablar en una obra de mis perros, que son algo tan importante para mí. Después fuimos tomando conciencia de lo que estábamos haciendo y ahí pasamos por otro estado. Porque es fuerte contar en escena cosas tan íntimas. Por ejemplo lo de Peter, o lo de que me quedé huérfano a los 9 años. Yo nunca pensé que lo iba a contar frente a tanta gente”, sostiene.

El nivel de intimidad al que se sumergen en escena es proporcional a sus personalidades. Carlos cuenta de sus padres adoptivos, de su novio, de sus perros. Rosana un poco menos. Algo más tímida que Carlos, de ella sólo sabrá el público la capacidad que tiene para hacer amistad con los espectadores. Si bien es de las que más tiempo habla frente al micrófono, cuenta más de los amigos que le dio el teatro que de su propia vida. Esa decisión ya la tomó en el casting, al que fue solamente a acompañar a un compañero, y en el que terminó bailando: “No había preparado nada, así que cuando Vivi me hizo las preguntas empecé a contar mis experiencias en la sección sala. Siempre sentí que al teatro no le importaron nunca mucho los acomodadores, cuando son ellos el primer contacto con el público, y entonces decidí hablar sobre eso”, cuenta quien hoy pasó a Coordinación de Escenarios, pero no olvida los días en los que recorría los pasillos de cada sala del teatro.

De Walter se muestra aún menos. Es el más reservado (por lo menos de ellos tres), dentro y fuera del espectáculo. Se limita a contar de donde viene y cómo es su trabajo en la sección Escultura. Dice que a Tellas le contó un poco más, pero que esa parte finalmente no quedó dentro de la estructura de la obra. Sin embargo, sí quedó algo que vale más que mil palabras y es uno de los cuadros finales de la obra, durante el cual el jujeño toca la guitarra y canta una chacarera con la increíble voz de locutor de la que es dueño. “Me da algo de vergüenza, porque siento que no estoy preparado para eso. Pero Vivi me dio esa confianza, me dijo que estaba bueno que se vea eso de mí y ahí estoy”, cuenta.

Según el programa de mano, Las Personas tiene una duración aproximada de cien minutos, pero da la sensación de que ese tiempo es poco para todo lo que pasa en escena. Los empleados se presentan uno a uno, cuentan cómo son las secciones en las que desarrollan sus tareas, los elementos de los que se vale cada uno y hasta el rincón del edificio en el que cada uno trabaja. Además cantan, bailan, cuentan anécdotas de actores famosos en ese escenario y hasta coquetean con ser ellos, probándose el vestuario que alguna vez usaron para alguna puesta de las tantas memorables que desfilaron por ese teatro. Juegan a ser actores. “Intérpretes”, corrigen al unísono los dos hombres a la cronista, que comete el error de llamarlos así. “Vivi nos dice que somos intérpretes, porque no es que decimos textos de Shakespeare, sino textos de nosotros mismos, de nuestra propia vida”, explican.

Pero ya tienen un perfil en Alternativa Teatral (los 22 lo tienen) y, quieran o no, hoy les pasan cosas que les pasan a los actores, como que los espectadores los esperen a la salida del teatro o les pidan una foto. “Eso es muy loco. El otro día después de la función, un grupo se quedó a esperarme. Me querían contar que también eran de Jujuy y que les había gustado mucho la canción. Yo no lo podía creer”, se entusiasma Walter, que defiende al biodrama como un género teatral, frente a quienes lo niegan como tal, ya que “los que lo hacen ponen el cuerpo y la energía para mostrar algo a alguien que ve”. “Yo tampoco lo puedo creer. Cuando salgo de la sala y me abraza gente que no conozco pienso: ¿esto nos está pasando a nosotros realmente?”, suma Carlos, y se pone a charlar con su compañero sobre una situación que se dio la semana anterior a la salida de la obra.

Para cuando llega este punto de la conversación, Rosana ya no está en la entrevista. Se acomodó el uniforme azul, se peinó con las manos y se fue hace unos minutos, por las dudas de que el ascensor que toma para llegar al piso de abajo se demorara. Llegaba tarde al trabajo.

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