TEATRO › ROBERTO “TITO” COSSA ANTE LA PUESTA DE SU NUEVA OBRA, FINAL DEL JUICIO
Protagonizada por José María López, Juan Manuel Romero y Federico Alí, la pieza se estrena el 15 de octubre en el Teatro del Pueblo.
› Por Hilda Cabrera
Concluidos los consejos o advertencias del abogado defensor, el acusado Jalil, fallecido doce años atrás, debe sortear la última prueba. ¿Cuál será el dictamen? No basta haber sido “un hombre bueno”. El juicio divino se parece demasiado al terrenal. Así lo demuestran las disquisiciones del letrado. El sufrido Jalil, víctima de la lentitud y las bufonadas de los encargados de administrar justicia, va camino del Tribunal Supremo. Después de Daños colaterales (2013), donde no había espacio para la sonrisa, el dramaturgo Roberto “Tito” Cossa sintió que era el momento de fabular una “humorada”, como califica a Final del Juicio, su obra más reciente, que se estrenará el 15 de octubre, en el Teatro del Pueblo (Diagonal Norte 943). Esta vez, la natural ironía de Cossa apunta a temas que se eternizan entre polémicas, como la religión y la justicia, desarrollados en base a los siete pecados capitales y los diez mandamientos.
Estos pilares de la religión son examinados aquí por un abogado convencido de que la inocencia del acusado demora el dictamen, y toma, como ejemplo de lentitud, el empecinamiento del tribunal por abrir una causa contra el compositor francés Maurice Ravel por plagio al también francés Claude Debussy (tal vez por Schéhérezade). Dirigida por Jorge Graciosi, la obra es “una parodia sobre el Juicio Final, los acomodamientos de la Iglesia y los tribunales terrenales, a los que no identifico”, adelanta el creador de textos que, entre metáforas, testimonian hechos y contradicciones de la sociedad argentina. Lo prueban, entre otras piezas, Los días de Julián Bisbal (1966); Tute cabrero (1968), llevada al cine por Juan José Jusid; La Nona (1976); Gris de ausencia, estrenada en Teatro Abierto 1981; Ya nadie recuerda a Frédéric Chopin (1982) y Yepeto, de 1986, que tuvo otras versiones. Y su participación en películas que marcaron una época, como El arreglo, de Fernando Ayala, donde fue autor del guión, junto a Carlos Somigliana, y No habrá más penas ni olvido, de Héctor Olivera, con guión de Cossa y Olivera, basada en la novela de Osvaldo Soriano. Autor varias veces premiado y representado en países europeos y americanos, Cossa se interna ahora en asuntos complejos e inacabables.
–¿Se vio metido en alguna pelea judicial?
–No, aunque durante mi presidencia en Argentores aprendí algo. Sobre todo, cuando debía encargarme de un juicio laboral. Ahí empecé a entender las vueltas de la Justicia, el lenguaje y ciertos términos en latín.
–Que además incorpora a la obra. ¿Quiso, en este punto, coincidir con la liturgia?
–El latín es un lenguaje que no evoluciona. Estudié algo en la escuela, durante la adolescencia, pero olvidé casi todo. Por eso, pedí que nos guiara el profesor rosarino Aldo Pricco (también director teatral e investigador), muy avezado en ese idioma. En cuanto al aspecto religioso de Final del Juicio, me estoy refiriendo a las modificaciones que se intentan introducir en la Iglesia, sin alterar el fondo de los problemas que tiene como institución dominante.
–Es difícil, con tantos años de historia.
–Soy ateo, y quizá por eso los cambios a los que me refiero son ironías sobre los intentos que viene implementando el papa Francisco.
–¿Los considera sólo intentos, como los que se impulsan en relación con los procedimientos judiciales?
–No vamos a entrar en detalles, pero hasta ahora hemos visto que las iniciativas sobre el sistema jurídico no dieron resultado. Con excepciones, los integrantes del Poder Judicial conforman una comunidad cerrada y “lenta”.
–¿La obra surgió de los planteos abiertos hoy sobre uno y otro tema?
–No sabría decirlo. De otras obras puedo detectar cómo nacieron, pero no de ésta. Comencé tomando apuntes sobre el acusado y el abogado defensor. Después apareció el pibe, Carlitos, que interrumpe el diálogo de esos dos personajes para aportar datos sobre qué está ocurriendo en la sala contigua, donde se encuentra el Tribunal Supremo. Datos sobre la modernización de la Iglesia, como el color de los zapatos que los jueces utilizarán en adelante. Estuve reuniendo elementos hasta que me di cuenta de que allí había una obra. Entonces me puse a escribir y destruir. Tiro bastante.
–¿Es autocrítico?
–Soy un autor espasmódico. No tengo la disciplina del que se dispone a escribir cada día. Lo mío es un momento, una situación. Tengo una expresión un poco grosera para definir ese estado. Digo que abro la canilla y sale mierda, después barro y después agua. En algún momento, ojalá salga agua bendita.
–¿No dijo que era ateo? ¿Cree en las bendiciones?
–Me gusta decir agua bendita, aunque no crea. La obra es una humorada, pero, en el fondo, aquello que toca no es chiste. Creo que el director entendió mi postura. Me conoce, porque ha dirigido varias obras mías, y es responsable, creativo y respetuoso del texto.
–¿Dice que no es chiste porque subsisten las ideas de pecado y mandato?
–Estas de la obra derivan de los principios y costumbres de la Iglesia que, aclaro, tuve que repasar, porque no soy investigador en estos temas. Lo mío es sólo un enfoque sobre aquellas prohibiciones originales. Parto de este tiempo y desde esta ciudad.
–¿Cómo se definiría?
–Básicamente, como un ocurrente.
–Que alguna vez quiso ser actor...
–Sí, pero entonces era muy joven, aunque me divertí muchísimo cuando con Carlos Gorostiza hicimos una escena de El acompañamiento (de Gorostiza), en un ciclo de Teatro Leído.
–¿A qué se debe, en Final del Juicio, el cambio repentino del Letrado?
–A que se impone la ideología tradicional.
–¿Entonces, no valen los intentos? ¿Es escéptico?
–Soy de finales escépticos, y tenía que buscar un cierre. Por eso el personaje del Letrado recurre nuevamente al latín, a lo tradicional, lo establecido. Pero no soy escéptico respecto de la vida. Tampoco un convencido de un futuro mejor, pero sigo creyendo en el ser humano. Caigo en el escepticismo al ver cómo avanza el pensamiento fascista, la histeria de algunos pueblos y el racismo de otros. Se ha perdido la idea de un futuro socialista, que fracasó por la acción de los propios socialistas. La caída de la Unión Soviética fue el resultado de una caída interna, de una dirigencia injusta y reaccionaria desde el punto de vista social y cultural, como el estalinismo. El racismo me pone loco. La xenofobia está en aumento también en nuestro país, y es gravísimo. Son muchos los que piensan y dicen que nuestros problemas derivan de los peruanos, bolivianos y paraguayos que ingresaron al país. En algunas cosas hemos dado un paso adelante, pero en otras vamos retrocediendo.
–Prejuicios y miedos que, con otro sentido, están en la obra. Por ejemplo, cuando el Letrado explica al acusado que ya no es pecado ser comunista, pero sí lo es no cobrar el pan en un restaurante de amigos.
–Claro, lo dice y se alarma, porque el Tribunal Supremo lo acusaría de querer imitar a Jesús.
–¿Cuál es hoy su relación con Argentores?
–Estoy como coordinador de prensa y cultura, una actividad y una disciplina que me interesan. La presidencia se agotó para mí. Aquellos fueron momentos difíciles, porque la institución venía de una crisis muy profunda. Había comenzado a enderezarla Alberto Migré, que murió en la mitad de su mandato. Ricardo Talesnik terminó ese período. Después me pidieron que fuera presidente. Pensé que podía poner el hombro, y así lo hice. Pero lo administrativo y legal no son tareas que me entusiasman.
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