TEATRO › OPINION
› Por Ariel Dorfman *
Ocurrió en un ayer lejano pero debe estar pasando hoy mismo en muchos países remotos del mundo, y quién sabe si mañana no volverá a repetirse aquella situación en nuestro cercano continente americano.
Una mujer espera, mientras el sol se pone, que su marido retorne al hogar. La dictadura que ha plagado a su patria acaba de caer y el futuro es incierto y fluido. Durante las próximas veinticuatro horas, aquella mujer, oprimida por un secreto terror que solamente comparte con el hombre que ama, tendrá que enfrentar los rescoldos de ese miedo, tendrá que enjuiciar en su living al doctor que ella acusa de haberla torturado y violado diecisiete años antes. Su marido, un abogado que encabeza la comisión que ha de investigar la muerte de miles de disidentes bajo el régimen anterior, siente que es su deber defender al inculpado, puesto que si no se respetan las leyes y las reglas del juego peligra la transición a la democracia y la posibilidad de sanar la patria enferma y dividida. Y por cierto que si su mujer llegara a matar a ese doctor, peligra también su propia carrera de brillante abogado.
La muerte y la doncella, la obra teatral que recuenta esta tragedia, se estrenó hace veintitantos años en el diminuto espacio que ocupa el altillo del Royal Court Theatre en Londres. En ese entonces el país donde aquella mujer, Paulina, esperaba una justicia constantemente postergada era mi propio Chile, tal como podía tratarse de muchas otras tristes comarcas latinoamericanas. O de Sudáfrica. O Hungría. O China. Tantas sociedad que entonces se desgarraban tratando de resolver el dilema de qué hacer con el trauma del pasado, cómo vivir lado a lado con los enemigos, cómo juzgar a los poderosos que habían abusado de su dominio y hacerlo sin destruir el delicado tejido de la reconciliación sin el cual era difícil avanzar hacia un futuro de hermandad.
Hoy, cuando esa misma obra se abre con un nuevo montaje en el Teatro Cervantes de Buenos Aires, su drama central tiene ahora un eco en Egipto, Túnez, Siria, Irán, Nigeria, Sudán, la Costa de Marfil, Tailandia, Zimbabue y, últimamente, Birmania y Ucrania. De hecho, la tortura se ha aplicado de una manera más universal e indiscriminada a partir de los actos criminales del 11 de septiembre de 2001 en las Torres Gemelas, permitiendo que las naciones más acaudaladas del planeta, y particularmente Estados Unidos, justificaran y fueran cómplices, en nombre de la seguridad nacional, de los peores abusos a los derechos humanos. Lo que nos lleva a aventurar que en el mundo de hoy, donde se desata el terror desde el cielo para luchar contra el terror en la tierra, los conflictos y disyuntivas que se agitan en La muerte y la doncella son hoy más relevantes que nunca.
No fue algo que anticipé, este alcance global, cuando escribí la obra en Santiago a fines de 1990. Mis propósitos –los inmediatos, los urgentes, por lo menos– eran bastante más modestos, si es que algún autor puede ser de veras modesto. Cuando con mi mujer Angélica retornamos a Chile con nuestros dos hijos, después de casi dos décadas de exilio, vimos esta obra como un aporte a nuestra turbulenta transición. El dictador ya no detentaba el poder absoluto, pero su influencia, sus discípulos, su sombra corruptora invadían cada aspecto de la vida política, cada susurro, cada tentativa de crear una alternativa a su imperio. Tal como hoy en Egipto –o en Rusia, por lo demás– aquellos chilenos que se beneficiaron durante décadas de privilegios bajo el régimen anterior continuaron ocupando los enclaves desde los cuales controlaban la economía, el poder judicial y las fuerzas armadas, manifestando su intención de volver a intervenir en el proceso político, reprimiendo a los díscolos a la menor señal de rebeldía. Me pareció que, en circunstancias tan complicadas, donde demasiados preferían guardar silencio, sea con la esperanza de evitar la repetición de la crueldad pretérita, sea para que no se divulgara su complicidad con la dictadura, era obligación del escritor revelar la verdad escondida, forzar al país a mirarse en el espejo para reconocer su rostro dañado, la herencia de múltiples años de falsedad y recelo, la bancarrota de nuestros sueños. La muerte y la doncella no sólo hundió el dedo en las llagas de Chile al mostrar que los victimarios estaban entre noso-tros, sonriendo por las calles, saboreando cócteles en las fiestas, cruzándose con nosotros cuando llevábamos los niños al colegio, sino que además interrogaba en forma incómoda a los miembros de la elite democrática, preguntándoles qué ideales tuvieron que sacrificar para afianzar la estabilidad, amén de una tajada suculenta del poder. Tampoco dejaba libre de crítica a las víctimas, con quienes yo más simpatizaba, aquellos que habían sido amordazados y pospuestos y excluidos. Paulina, la mujer a la que habían ultrajado tan salvajemente, traicionada tantas veces, la mujer cuyo dolor me partía el corazón resultaba ser, a la vez, la persona que más violencia ejercía en el escenario, de manera que la pregunta que le hacía a ella también era engorrosa: ¿vas a terminar siendo como los hombres que te secuestraron, vas a perpetuar el ciclo del terror y la venganza, cómo puedes perdonar si el precio que te exigen es el olvido?
Era yo muy ingenuo. Pensé, pese a las advertencias sabias de Angélica, que mi tierra podía acoger la posibilidad de sacar los trapos sucios al sol, y tal vez exponer también la piel sórdida que se ocultaba debajo de aquellos trapos, el pantano en que se habían convertido nuestras vidas. No se puede crear, sin embargo, una obra tan transgresiva en un país que todavía no se repone de años de confrontación y dolor, sin sufrir las consecuencias en carne propia. Los miembros de la selecta cofradía que gobernaba Chile en 1991 –aquellos que, después de todo, acuden a las salas teatrales– rechazaron, por no decir odiaron, mi escenificación del dilema nacional. Le dieron vuelta la espalda.
No tenía cabida yo en el país al que había estado tratando de retornar desde hace diecisiete años.
Con mi obra teatral bajo el brazo y con la familia leal de la mano, nos fuimos de nuestro terruño, no debido a que temíamos por la vida, como cuando me expulsaron después del golpe militar de septiembre de 1973, sino porque temíamos, esta vez, por nuestra sanidad mental y ética.
La obra que mis compatriotas no quisieron amparar fue adoptada y celebrada en el mundo entero.
Y ahora mis palabras tienen la posibilidad de volver a ser escuchadas en Buenos Aires, la ciudad que me dio nacimiento y donde tantos atropellos, tantos aún impunes, se cometieron, tantas complicidades que aún no se admiten.
Me alienta que el mensaje de La muerte y la doncella no se haya desgastado en todos estos años, que todavía conmueva a los espectadores, los confronte con una desventura que no tiene clara solución, que hable de nuestro mundo de hoy con la misma pasión que encarnó ayer. Y me alienta igualmente que las relaciones entre hombres y mujeres que exploré, el laberinto intrincado de la memoria y la locura, la secuela insidiosa de la ferocidad, las dudas sobre la incertidumbre de la verdad y su narración contradictoria, sean capaces de cautivar de nuevo la imaginación del público. Mi agrado, sin embargo, se tempera con la realización sobria de que la humanidad parece no haber aprendido del pasado: la tortura no se aproxima a su abolición, y la justicia no se reparte en forma equitativa, y la censura reina, y las esperanzas de una revolución democrática se ven constantemente bloqueadas y torcidas.
No lo puedo evitar. No puedo dejar de preguntarme si en otros veintitantos años más no tendré que volver a escribir una vez más la idéntica frase: Ocurrió en un ayer lejano pero debe estar pasando hoy mismo en muchos países remotos del mundo.
¿Escribiré que tengo miedo hoy y mañana y pasado mañana de que esta historia se repita una y otra y otra vez?
* El último libro de Ariel Dorfman es Entre sueños y traidores: un striptease del exilio.
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