TEATRO › ELEKTRA, DIRIGIDA POR ROBERTO PATERNOSTRO
› Por Diego Fischerman
La palabra clave es tensión. Es en el palacio donde existe esa especie de submundo al que es confinada Elektra. Su locura coexiste con el crimen que la ocasiona. Uno al lado del otro están el usurpador Egisto, que ha matado al padre y convive con la madre, y esa hija que sólo vive para esperar la venganza. Y Richard Strauss trabaja con esa tensión; la traduce, la convierte en materia sonora. Debe haber pocas óperas tan complejas, y tan ricas y tan bellas y llenas de posibilidades, tanto en lo musical como en el aspecto dramático. Y pocas en donde lo teatral y lo sonoro estén imbricados hasta ese punto. Por eso resulta imperdonable que el Colón no haya acompañado uno de los mejores elencos reunidos en los últimos tiempos con una apuesta escénica acorde.
Los cantantes y una orquesta con un rendimiento superlativo merecían, tanto como el público, un director de escena con antecedentes equivalentes. No se discute aquí la naturaleza ética de la autoprogramación para tal tarea del director del Colón sino, tan sólo, el hecho objetivo de que su experiencia en la materia es notablemente inferior a la del resto de los convocados. En última instancia, lo sucedido con Falstaff de Verdi –el título anterior de la temporada–, donde también se programó a un régisseur casi debutante junto a uno de los grandes intérpretes actuales del personaje protagónico, ofreciendo un espectáculo indigno de la tradición del Colón, se inscribe en la misma línea. En ambos casos se observa una seria subestimación de los aspectos escénicos en un arte que comenzó siendo ni más ni menos que drama in musica. Y esto en un país que, en las últimas décadas, se ha destacado precisamente por la abundancia y talento de sus propuestas teatrales.
García Caffi, en ese sentido, muestra, como en sus puestas anteriores –todas programadas por él mismo–, sensibilidad y condiciones que permiten augurarle un buen futuro en ese campo, siempre y cuando continúe en la faena una vez que abandone el cargo de director de la sala, estudie y se perfeccione. Pero carece del oficio, de la práctica y del conocimiento profundo necesarios para abordar Elektra. Una puesta cuyas únicas ideas consisten en hacer titilar las luces en el momento de la tormenta e iluminar de rojo el fondo del escenario cuando Orestes consuma la venganza, no debería ocupar el escenario principal de un teatro que aún aspira a situarse en un plano destacado en el panorama internacional.
La medianía de la puesta, con la que colaboró el incomprensible vestuario de Alejandra Espector –unos uniformes de soldaditos de juguete para los celadores, joyas y colores playeros para la desgarrada Clitemnestra–, no podría haber resultado más contrastante con lo que sucedió musicalmente. La Orquesta Estable logró una interpretación de gran nivel y lo hizo con una de las partituras más difíciles del repertorio, dirigida con justeza y sentido narrativo por Paternostro. Y las voces, con un trío femenino descomunal y los argentinos Enrique Folger –como Egisto– y Hernán Iturralde –en un Orestes de antología– conformaron uno de los mejores elencos imaginables para esta ópera. Linda Watson, capaz de cantar con el detalle en el fraseo y la dicción de una intérprete de lieder, mientras es rodeada por una tormenta sonora, es una de las grandes intérpretes actuales de este papel y no se desmerece junto al recuerdo de Hildegard Behrens, que lo cantó en este teatro en 1995. Que su encuentro con Orestes o la danza enloquecida del final no hayan tenido el peso dramático que libreto y música reclamaban no fue, en todo caso, demérito suyo y, en lo que estuvo en sus manos, la intensidad y precisión de la interpretación fueron extraordinarias. La profundidad de Iris Vermillion como Clitemnestra y la frescura de la fantástica Manuela Uhl como Crisótemis, más un coro ajustado en su breve aparición y un notable equipo de comprimarios, fueron parte esencial de una noche musicalmente memorable. Y con la única tensión que Richard Strauss no hubiera deseado nunca: la producida entre lo que se escuchaba y lo que podía verse.
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