TEATRO › CRóNICA DE UNA CLASE DE STAGE COMBAT, CRUCE DE ACTUACIóN Y ARTES MARCIALES
Como todo en el teatro, se trata de una ilusión, pero la llamada violencia escénica requiere de un entrenamiento particular, para que nadie resulte lastimado. Pilar Casanova y Fernando González Sousa cuentan algunas claves del asunto.
› Por María Daniela Yaccar
“La técnica de violencia escénica o stage combat es un entrenamiento físico para crear la ilusión de combate sin causar lesiones. En algunos países está más orientado a la esgrima, mientras que en otros, como en nuestro caso, se toman elementos de las artes marciales.” El mail es tentador, dan ganas de ir a echar un vistazo al seminario de cuatro encuentros que dan Pilar Casanova (actriz) y Fernando González Sousa (instructor de kung fu). ¿Cómo se las ingenia un actor para dar una cachetada sin lastimar al otro? ¿Cómo desmayarse sin morir en el intento? Es tan importante esto en el teatro... ¿Cuántas veces se ven escenas de violencia no logradas, que no causan en el espectador lo que tienen que causar? ¿Los actores pueden aprender todo esto en algún lado? La respuesta que da el dúo de coordinadores es que sí: ellos enseñan a golpear sin golpear, a ser golpeado sin que lo rocen, a hacer del combate físico una mera ilusión.
La cita es una mañana de sábado, en Crámer 450, en el coqueto barrio de Belgrano. En el hall del edificio hay unas señoras colgando banderines y cartulinas con nombres, están preparando una kermés para más tarde. ¿Qué es este lugar? ¿Acá dan un taller de violencia escénica? Ninguna de las mujeres maneja esta data. Nadie está al tanto de dónde sucede el seminario. “¿Violencia escénica?”, pregunta una mujer abriendo los ojos como platos voladores. Efectivamente, el taller es acá, en un salón del primer piso. La sede es tan estrafalaria como la propuesta: en Crámer 450 funciona una escuela Waldorf, la Escuela del Sol, fundada a mediados de los sesenta por Francis L. Sweet y su esposa, Mariana Biro, hija del inventor de la birome. ¿Por qué funciona acá? Parece ser que Marco Antonio, amigo de Sousa, un hombre muy grandote que fue “criado en un templo”, trabaja allí y les hizo la gestión para que pudieran dar las clases.
En un luminoso salón de esta escuela de atmósfera amena, donde padres y estudiantes se preparan para coincidir en una tarde festiva, sucede, entonces, una de las clases del seminario de violencia escénica, que se va a dividir en dos: en la primera parte los participantes harán abdominales, vueltas de carnero (el profesor prefiere llamarlas “rolls”), patadas “como las que hace Liu Kang en el Mortal Kombat”, coreografías de a dos y otro tipo de ejercicios ligados a las artes marciales (kung fu y jiu-jitsu especialmente, y también algo de boxeo). En el segundo segmento, el taller tendrá más que ver con el teatro. De hecho, el cierre es con una escena violenta (en una oficina, el jefe nombra un vicedirector y el resto de los trabajadores quieren saltarle a la yugular), para poder probar lo aprendido. Por lo visto, la propuesta todavía no goza de tanta popularidad: hay cinco alumnos nada más, entre ellos un actor que dice que solamente trabajó de extra; otro hombre fornido, con una remera de jiu-jitsu, al que Sousa presenta como “un luchador en serio”, y alguien que comenta que su vida transita entre el teatro, la oficina y el fútbol, y que agrega: “¡Hace tanto que no hago taekwondo!”. La convocatoria está dirigida no sólo a actores (de teatro, cine y TV), también a bailarines, acróbatas e interesados en explorar la técnica “para desarrollar la conciencia del impacto y codificar secuencias físicas coreografiadas”.
Cuando los alumnos están haciendo los ejercicios vinculados a las artes marciales, se les piden dos cosas: por un lado, que los movimientos sean “cada vez más estéticos, que queden bonitos”. Cuando se agrupan para combatir ficcionalmente, es decir, para darse golpes sin lastimarse, Sousa les dice: “No estamos en un combate real... es importante que los movimientos sean limpios y precisos”. El fin es, también, “controlar la energía”. “Un impulso violento puede hacer que me quede sin aire. Eso lo puedo ficcionar: procesar el impulso, traducir el sonido”, les dice Casanova. Luego les pide que busquen un triángulo debajo del ombligo. “Es tridimensional y esférico, es la síntesis de los órganos. No se vayan a la India, abran sus sentidos, estén abiertos y permeables para reaccionar orgánicamente.”
Al finalizar la clase, sentada en la escalera del establecimiento educativo, mientras come una banana, Casanova explica cómo le apareció la idea de dar un seminario sobre violencia escénica. Aclara, por supuesto, que ella no inventó nada. Un día estaba hablando con un amigo suyo, artista –Leandro Aíta, actor y acróbata; hijo del director Omar Aíta–, quien le contó una anécdota: había dos actores ensayando una obra que contenía una escena violenta. Uno de ellos le pidió a su compañero que no lo tocara fuerte porque al día siguiente tenía que grabar para la televisión. “No seas irrespetuoso. Eso se entrena, hay que perder el miedo”, dice Casanova, como retando al sujeto. “Hay un montón de lugares en los que el cuerpo puede recibir impacto con mayor o menor grado de intensidad, sin que haya lesiones, siempre pautándolo con el compañero. Se puede entrenar y esto se puede transformar, luego, en un hecho artístico”, explica la actriz, formada en bufón, danza contemporánea, acrobacia, canto y también kung fu. Además, practica taekwondo y kalaripayattu (arte marcial chino).
Este es el tercer seminario de este estilo que da. Tiene como objetivo que los que participen se entrenen para hacer verosímiles los impactos, los golpes, las caídas y los desmayos. Si el entrenamiento prospera, también podrían aprender a luchar sin lastimarse. Por lo que cuenta Casanova, se entiende que no hay muchos seminarios de estas características en Buenos Aires; aunque ciertos espectáculos con escenas complejas incorporan una persona para que guíe a los actores en los momentos de violencia. Por ejemplo, Leandro Aíta tuvo esta tarea en la última obra de su padre, Familia de Vancini y Antonia su mujer, en la que también actuaba.
En España, específicamente en Madrid, la misma búsqueda se realiza a través de la esgrima. En el IUNA se incorporó un tiempo este deporte, cuenta Casanova, aunque posteriormente se lo dejó a un lado por un accidente. A ella, admiradora ferviente de Donnie Yen –un actor y coreógrafo de artes marciales chino–, siempre le interesaron las artes marciales y la cultura oriental. En Estados Unidos los actores se valen de ellas. “El cuerpo y la voz conforman un todo. Si no entrenás cuerpo y voz sos un administrativo: estás bien para la televisión. Lamentablemente no hay acá escuelas que tomen esto como un todo, como sí existen en Oriente. Un actor japonés o hindú también es un bailarín de puta madre”, compara.
Su compañero, González Sousa, es instructor de kung fu, pero también trabajó como actor. Y le pasó en su momento esto de accidentarse en el medio de un ensayo. “Estábamos haciendo una secuencia con armas que tenían unos pinches... me clavaron una y tuve que salir corriendo al hospital. Estas cosas se entrenan, hay que ponerles esmero, técnica, hacerlas bien. Porque se puede salir lastimado. Hay que controlar la energía”, dice, como les repetía a sus alumnos. “Las artes marciales no se involucran tanto como parece con la violencia. Uno está acostumbrado a manejar eso todo el tiempo. No vas a ver nunca a un profesor de artes marciales dándose en la calle. En escena educamos a ser conscientes de cómo ir a los golpes, a pactar eso y procesarlo”, explica. “La primera premisa del arte marcial es no provocar la lucha, no lastimarte”, concluye la actriz.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux