TEATRO › OPINIóN
› Por Pompeyo Audivert *
Si pensamos el teatro, más allá de los lenguajes y de las obras con que se enmascara, y lo consideramos sólo como mecanismo; si notamos que su “ser” es sólo detectable en su “hacer” –en la medida de su hacerse– bajo alguna identidad artificial que reviste su estructura y la vuelve invisible; es decir, si consideramos al teatro en su sentido sagrado, más allá de lo representativo, se revela de inmediato un sistema funcional que, a salvo de un propósito histórico, es profundamente temático de otro nivel significativo distinto al de la “obra de teatro” tal cual la concebimos habitualmente.
Ante todo, podemos decir que ese “ser hacer” que es el teatro es una zona ritual de identidad sagrada más allá del nombre propio, que los actores son el borde físico de dicha identidad que está constituida, además, por el testigo del acto que la activa con su presencia –el espectador–, y que esta zona ritual –compuesta por actores y espectadores– está en permanente relación con el nivel histórico, pero que no es de allí sino que utiliza dicho nivel para manifestarse y expresarse. En fin, que el teatro es la “estructura-soporte” de una dinámica poético-metafísica que al mismo tiempo es expresión de una zona dorsal de identidad de la presencia individual y colectiva que así se manifiesta.
Incluso desde una producción tradicional se podría alcanzar este horizonte. Bastaría con que lo que se represente no clausure la posibilidad de una multiplicación significativa, que la máscara no crea “ser” sino que transparente, que sea un prisma que permita la descomposición y la multiplicación del sentido o tema representado hasta límites que lo excedan, que se produzcan brotes nuevos de sentido, que el material sea transformado en inquilinato, que las preguntas con que el teatro suele fundar su hacer y que funcionan como coartada de la escena (¿quiénes somos, dónde estamos, de dónde venimos, a dónde vamos, qué estamos haciendo?) no clausuren con una versión histórica-histérica la magnitud metafísica y poética que entrañan. El teatro debe intensificar esas preguntas fundantes, hacerlas estallar y producir con los fragmentos versiones y subversiones calidoscópicas de identidad y pertenencia.
Cuando apedreamos el espejo representativo, cuando rasgamos la máscara, se produce un “desafore” significativo, se desoculta el soporte adonde se adhieren las identidades ficcionales, esa zona misteriosa y preexistente, estructura remota de la presencia. Cualquier superficie de inscripción sirve –desde la más convencional hasta la más delirante–; de hecho, hasta ahora el teatro en Occidente se valió solo de la coartada del espejo para hacer andar su mecanismo.
Y nos fuimos encandilando en el reflejo hasta creer que se trataba de eso solamente, tan intensa y atractiva era hasta hace poco tiempo la dorada luz del mundo. El teatro fue perdiendo así su misteriosa fuente sagrada; teatro político, teatro psicológico, teatro burgués o realismo socialista, siempre algo que re-presentar, que relatar o decir a nuestra escala ficcional demasiado histórica. Pero el teatro es una operación más profunda que la maniobra representativa, “espejo histórico” en cualquiera de sus variantes de lenguaje. Los mecanismos teatrales hablan en sí mismos, de por sí, más allá de todo otro decir con el que lo quieran revestir.
Si no se asume la temática de fondo del teatro como parte central de la trama significativa, si no se transparenta la operación teatral como lo fenomenológico poético más allá de la obra que enmascara dicha operación, si estas cuestiones de fondo no dejan su huella sensible y concreta en nuestras producciones, la condición poética va a seguir siendo tenue y lateral de aquella que la parasita: el mecanismo reflejo histórico, que pareciera ser hoy la función a la que ha quedado reducido el teatro.
Creo que lo representativo es sólo la excusa, la carnada para pescar un bicho mayor. No podemos seguir pensando que el teatro se reduce sólo al preciosismo artesanal de la construcción del mundo; hay una función metafísica que restituir para lo cual debemos enmascararnos, sí, pero no hay que confundirse y creer que la máscara es el objetivo. Se trata apenas del punto de encaje: es allí donde nos reunimos para dar el salto, la escafandra que habremos de usar en esa zona dorsal de la presencia singular y colectiva que el teatro nos ayuda a alcanzar. Pensado así, lo teatral es inquietante e impone una toma de conciencia al respecto de ciertas cuestiones vinculadas con sus asuntos de base como arte metafísica.
* Actor, director, dramaturgo y docente.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux