TEATRO › CLAUDIO TOLCACHIR Y NELSON VALENTE, DEL “OFF” AL CENTRO
Uno es de Boedo, el otro de Banfield. Son los teatristas que surgieron en lo más under del “off” barrial (hacían funciones para menos de 30 espectadores) y que hoy se lucen en la avenida Corrientes, a pedido de los productores más reconocidos.
› Por Paula Sabatés
Para llegar de Banfield a Boedo hay que tomar un tren y dos subtes. O dos colectivos. También se puede ir en auto. En transporte público el viaje ronda la hora y media. En coche, sesenta minutos. De Banfield al Centro los tiempos de acortan. Sólo un subte, sólo un colectivo, sólo un par de avenidas conectadas. ¿Una hora? Quizá menos. Ni hablar de Boedo al Obelisco, trayecto que como mucho demora media hora, del modo más largo. El Centro está ahí, siempre en el medio, por algo su nombre. A veces hay que pasar por él para llegar a otro lugar. Otras, simplemente es un punto de llegada, luego de haber pasado ya por otros sitios. Así lo fue para Nelson Valente y Claudio Tolcachir, hombres de teatro, generacionalmente próximos, que por estos días están inaugurando un nuevo fenómeno teatral. Oriundos, respectivamente, de la localidad del sur del conurbano y del barrio de San Lorenzo de Almagro, son los autores y directores de piezas teatrales que surgieron en lo más under del off barrial (literalmente, hacían funciones para menos de 30 espectadores) y que hoy se lucen en la avenida Corrientes a pedido de los productores más reconocidos. “Intentamos derribar los prejuicios que teníamos sobre el circuito comercial. Mientras sepamos quiénes somos y no nos obliguen a cambiar está todo bien”, dicen a Página/12 los directores generales del Banfield Teatro Ensamble y Timbre 4, dos de las instituciones independientes de artes escénicas más reconocidas en la última década.
Con sus trabajos y sus estéticas, los teatristas (renegarán, ambos, del rótulo de “dramaturgos”) desafían las distancias y hacen que Banfield y Boedo estén muy cerca, mucho más que lo que están cada uno de esos barrios con respecto al Centro. Sus formas, sus concepciones, sus modos de sentir y producir el arte de las tablas es por demás similar, aunque antes de estrenar El loco y la camisa (Valente) y La omisión de la familia Coleman y El viento en un violín (Tolcachir) no se conocían tanto. Esa forma de hacer, muy propia de grupos y compañías que surgieron en los últimos treinta años (aunque el teatro independiente tenga una tradición mucho más antigua en la Argentina), se diferencia de la lógica del circuito circunscripto a los veintidós teatros comerciales que hay en la Capital Federal. En éstos, las obras que se muestran son generalmente extranjeras (predominan las francesas, inglesas y estadounidenses), y los actores que las representan gozan de relativa fama. La suficiente, al menos, para que sus rostros puedan venderse solos en una marquesina.
Los sorprendió, entonces, a estos tipos de barrio, la propuesta de entrar en el circuito. Primero fue para Tolcachir, cuya La omisión... ya lleva dos temporadas en el Paseo La Plaza. “Nos habían llamado varias veces de salas grandes, pero teníamos prejuicios. Coleman tenía que ver con nuestra sala y era una obra de referencia para ella. Se necesitaban mutuamente y sentíamos que si había nacido ahí no tenía sentido llevarla a otro lugar. Además teníamos todo para perder. Pensábamos que nadie iba a pagar para ver actores que no conociera. Y hacía nueve años que la hacíamos en el off y funcionaba, así que no queríamos correr ese riesgo”, cuenta el director, que ya había dirigido para teatro comercial, aunque obras que no eran de su autoría. Pero él y sus actores aceptaron la propuesta, y luego de una muy buena primera temporada, el pasado 16 de enero comenzaron la segunda tanda de funciones en el complejo teatral privado más grande de Buenos Aires. El éxito fue tal, que Pablo Kompel, director del Grupo La Plaza, también le propuso a Tolcachir estrenar El viento en un violín, que está en cartel en el mismo teatro. Replicando esa experiencia, el productor Sebastián Blutrach convocó a Valente y sus actores para que hicieran temporada en El Picadero, la sala que inauguró hace dos años. Este salto se da luego de un exitoso paso por el El Camarín de las Musas, sala independiente en la que la obra que nació en Banfield empezó con una función semanal y terminó con tres.
Si bien ahora se presentan para muchos más espectadores y tienen escenógrafos, vestuaristas e iluminadores a disposición (antes era un trabajo compartido por los mismos actores), ambas compañías aceptaron el desafío con la condición de no dejar de ser cooperativas. “Tenemos el mismo arreglo que con las salas independientes. Vamos a porcentaje. Seguimos yendo a riesgo total”, cuenta Valente, y Tolcachir asiente. “Seguimos siendo nuestros propios productores, aunque estemos en la sala de otro. Es una rareza, algo nuevo, pero por ahora es una buena experiencia”, aseguran los directores, que analizan, café de por medio, los pros y los contras del pase del off al mainstream.
–¿Cuál es la principal diferencia que encuentran entre ambos circuitos?
Claudio Tolcachir: –La búsqueda y la organización interna de los grupos son diferentes. En un proyecto independiente partís más de un deseo personal, de una investigación, de la relación con los compañeros, y no tenés tan en cuenta qué éxito puede llegar a tener y cuál es el gancho de la obra. Lo que importa es lo que te está pasando y lo que estás queriendo ser. Es algo más íntimo. En el circuito comercial hay que prestar atención a otras cosas. Hay un productor, hay sueldos, hay contratos que se arreglan por una aspiración de éxito de público. Eso no significa que en el comercial no puedas generar un material que te interese, que te conmueva y te parezca atractivo, pero al mismo tiempo eso tiene que atraer mucho público. Nuestro caso es extraño porque las nuestras son obras que se gestaron con total independencia, por una búsqueda personal y ahora llevamos ese esquema a un marco comercial. Pero seguimos siendo los que fuimos siempre.
Nelson Valente: –Hay algo de más comodidad en estar en una sala comercial, porque los actores pueden dedicarse a actuar y no tienen que estar fijándose en armar la escenografía, por ejemplo. Pero seguimos teniendo las mismas necesidades expresivas con las que nacimos, en Banfield, hace unos años.
–En estas salas nuevas, más grandes que las originales, ¿qué se pierde y qué se gana?
C. T.: –En la sala grande te perdés de ver la gotita de sudor del actor, que en una para pocos espectadores se ve todo el tiempo. Pero el arte de los actores es proyectar, y no está mal. Son ciclos. El teatro íntimo a mí me parece alucinante porque trabajás con una fineza total, y creo que todos nos sentimos más cómodos de ese modo, trabajando al lado del público para poder sostener tu verdad. Pero el desafío de llenar un espacio grande y conectarte con 500 personas que están a 40 metros es muy grande también, porque tenés que trabajar esa misma verdad en otra dimensión.
N. V.: –Nosotros empezamos a hacer El loco... en una sala del Ensamble que se llama El Departamento, en la que entran 22 espectadores. La primera vez que la sacamos, que la llevamos a Barcelona, teníamos el miedo grande del espacio. A partir de ahí trabajamos mucho el cómo ampliar esa capacidad de transmisión. Igualmente El Picadero, para ser una sala comercial, es bastante íntima. No hay una separación de 30 metros con ningún espectador.
–Se suele señalar la falta de autores nacionales en la oferta de programación del teatro comercial. Pareciera que la inclusión de sus obras en estos teatros viene a revertir esa situación...
C. T.: –Sería algo muy bueno que los productores empiecen a pensar que se puede cosechar y sembrar del trabajo de autores argentinos, aunque personalmente no me siento dramaturgo porque no tengo ese oficio, lo que hago es parte de un proceso en grupo. Hay una escuela de autores nacionales muy buenos, con (Mauricio) Kartun a la cabeza, quien cambió la historia de nuestro teatro a partir de cómo transmite su trabajo. No me parece que las obras norteamericanas o inglesas que generalmente se representan en el circuito comercial tengan un valor superior a las que se generan acá. Ni en lo que refiere a la temática, a la estructura, a la novedad ni a los personajes. Tampoco a la forma de contar. Así que ojalá sea así.
N. V.: –Yo tampoco me siento dramaturgo. No tengo el oficio de escribir una obra para que alguien la haga alguna vez. Somos más bien tipos de teatro, tanto Claudio como yo. Estamos acostumbrados tanto a estar en la boletería como a escribir un texto. Y creo que lo interesante es que el circuito comercial absorba a esos tipos, sean escritores o no. Por suerte, no sé si porque bajó la cantidad de espectadores de ese circuito y subió la del off o qué, se empezó a probar con estos otros materiales. Lo que ayuda también a sacar el prejuicio de que el teatro comercial solo puede ser teatro para reír, o teatro superficial, cosa con lo que no estoy de acuerdo.
–¿Pero no creen que el humor es un elemento que aparece en la mayoría de las propuestas comerciales? Incluso en las suyas, si bien no son comedias...
C. T.: –Sí, no creo que sea casualidad. Evidentemente funciona mucho mejor popularmente una obra que tiene humor que una que no lo tiene. El humor siempre tiene más posibilidades de tener éxito. Pero creo que, por lo menos nosotros, generamos nuestros materiales sin esa perspectiva. No pensamos en “bueno, vamos a mandarnos ésta para que la gente se ría”, sino en cosas que nos reflejen. Lo mismo con los textos que no escribí pero sí dirigí para el circuito comercial (Agosto, Todos eran mis hijos, Buena gente). Cuando las elegí fue porque eran obras que podría haber hecho perfectamente en Timbre 4. Obras que a lo mejor hacían reír pero también me conmovían. Y aunque es verdad que puede haber ciertas estructuras más o menos típicas del teatro del Centro, como esto del humor, lo raro también garpa. Alguien que dispara para un lugar no convencional llama la atención.
–Es interesante la expresión “teatro del Centro”. ¿Creen que, además de la lógica de producción, su teatro se diferencia del comercial por haber sido concebido en la periferia?
N. V.: –Nunca creí que hubiera una estética de la periferia. Sí creo que hay una estética de la aldea. A mí al principio me daba miedo sacar la historia de El loco... del barrio porque pensaba que era una obra para gente de Banfield, porque habla mucho del sur. Sin duda todo es consecuencia de dónde nacés, y la casa va a estar siempre esperando, pero cuando la empezamos a mover nos dimos cuenta de que es más o menos lo mismo, de que si la obra funciona, funciona en Banfield, en Barcelona o en Capital Federal.
C. T.: –Personalmente no tengo al barrio como bandera, pero entiendo que escribís de donde sos y con lo que tenés y eso se nota. Me gustan las historias que me rodean, las de Boedo, pero también me gusta ir hacia otras. De todos modos, creo que está bueno que aparezca un lenguaje argentino, así de barrio, en el teatro del Centro. Y también que se empiecen a ver actores, potentes, salvajes y limpios, que no estén amoldados a un esquema de trabajo como el del Centro, con los carteles y todo. Que las obras nazcan donde tengan que nacer y después sigan un camino.
–En el traspaso del off al mainstream, ¿cambió el público? ¿Cómo es el de ahora?
C. T.: –A lo mejor los espectadores que vienen ahora a La Plaza son más reidores que los que van a Timbre. Y además hay otros códigos. En el comercial se aplauden escenas sueltas, por ejemplo, cosa que antes no nos pasaba. Es un universo diferente el del público. Por eso era un desafío ver si la obra podía dialogar con ese universo.
N. V.: –Nosotros vamos después de El crédito (con Jorge Marrale y Jorge Suárez, de jueves a domingos, también en El Picadero), y es muy loco pero son dos públicos muy distintos, aunque estén en la misma sala. El de ellos es gente de mayor poder adquisitivo. El nuestro es más del dos por uno de Club La Nación, y también más teatreros.
–¿Cómo se llevan con los productores de las salas comerciales donde están trabajando?
C. T.: –Muy bien, porque aman el teatro y están re locos como nosotros. Es gente que se divierte, que disfruta hacer, que le gusta el movimiento, que se pone feliz si viene gente, que está al servicio de la obra. También tienen que cuidar el lugar de empresario, claro, pero son muy afectuosos, y se los ve enganchados con esta novedad que estamos probando juntos.
N. V.: –Para mí hay dos tipos de productores. Unos somos no-sotros, que somos productores de compañías argentinas. Otros son ellos, los productores profesionales. Pero ambos compartimos el amor por el teatro, lo que hace que en un punto ellos dejen de ser sólo empresarios y nos entendamos.
* La omisión de la familia Coleman se ve los viernes a las 22, los sábados a las 20.30 y los domingos a las 19.30 en la sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza, Av. Corrientes, 1660.
* El viento en un violín se ve los viernes a las 20, los sábados a las 22.30 y los domingos a las 21.30 en la sala Pablo Picasso del Paseo La Plaza, Av. Corrientes, 1660.
* El loco y la camisa va los miércoles a las 20.30 y los viernes y los sábados a las 22.30 en El Picadero, Pasaje Santos Discépolo 1857.
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