TEATRO › ALFREDO STAFFOLANI Y SU OBRA POR CULPA DE LA NIEVE
La puesta que presenta el Grupo Salvaje en el Teatro del Abasto hace desfilar a seres de discurso explosivo, que van revelando sus obsesiones a medida que la narración va desandando el camino temporal.
› Por Carolina Prieto
Desde hace casi diez años el Grupo Salvaje genera propuestas que se destacan en la oferta teatral porteña. Ejercicio para una mujer y un puma, About the campo, La mecánica del sol y, sobre todo, Loop y Un día de verano revelaron un grupo joven y talentoso, interesado en asumir riesgos formales, en cruzar humor y drama con rigor y originalidad. Nacido en 1982, el autor y director Alfredo Staffolani es la cabeza de este colectivo que presenta en el Teatro del Abasto (Humahuaca 3549, viernes a las 21) Por culpa de la nieve, suerte de comedia dramática ambientada en alguna ciudad donde el frío, la religión, el absurdo y el desasosiego son intensos. En un espacio oscuro y amarronado (que podría ser el interior de una casa muy sintética y desvencijada), se reúne una familia cuyo padre, profesor de Filosofía, sale de la cárcel por un negocio confuso en el que involucró a sus herederos. El relato avanza en sentido contrario a la linealidad habitual: la trama remonta la cuesta mientras se arma el rompecabezas de una familia compuesta por dos hijos y una hija, cada uno con su pareja pero todos en franco deterioro. Las mujeres se aferran a la religión y los varones están perdidos o insatisfechos. El espacio escénico no se reduce al tablado de madera; incluye un entrepiso que amplifica un ámbito que por momentos funciona como una gran pantalla sobre la que se proyectan imágenes. Copos de nieve, personas que deambulan, renos. Un clima frío que contrasta con la explosividad de personajes que hablan a borbotones, sin filtro, no ven la realidad ni miden lo que dicen. De tan exaltados y ridículos, resultan cómicos o hasta tiernos.
“En un viaje a Europa tomé por equivocación un tren a Luxemburgo y conocí a una mujer que iba a participar de un congreso de una línea protestante de la Iglesia cristiana. Llegamos a Luxemburgo, que es un país-ciudad rarísimo donde la gente tiene muchas cosas resueltas. Tenía ganas de contar algo del encuentro con ese lugar y con su gente. Empecé a escribir desde una inquietud: ¿De qué se ocupa una persona cuando sus libertades individuales no están vulneradas por el comercio, el trabajo o la política?”, cuenta el autor a Página/12. Los apuntes de su estadía en Luxemburgo y Bélgica, las charlas con desconocidos y lo que el invierno genera en él y en sus compañeros fueron la materia prima de su pieza, cuyo texto demandó seis meses de trabajo. Primero hizo una versión lineal que no lo convenció. Invirtió la temporalidad y prefirió empezar por el final, “para ir relevando toda su periferia y que esto se volviera mucho más interesante que el desarrollo de la acción”. Así es como cada personaje deja traslucir su estado: un violinista atropellado por una máquina quitanieve que, como consecuencia del accidente, olvidó todo; su novia, una actriz seducida por su cuñado, quien ya no tolera más a su mujer anglicana. Y la hermana de ambos, religiosa aunque con cierto grado de lucidez, y con un marido –el único de pocas palabras– que se aleja.
–La obra pone sobre el tapete los embrollos familiares, más allá del contexto europeo de supuestos bienestar en el que se desarrolla. Los personajes no traslucen mucha lucidez ni mucha posibilidad de maniobra. Las tres parejas están mal...
–Creo que la familia es y será siempre disfuncional porque tiene una herencia horrible respecto a cómo esos vínculos debieron organizarse históricamente. En ese sentido, las religiones más hegemónicas cooperaron para que se terminara de boicotear la idea del amor y de la pareja. La fe, la perseverancia, la culpa y la aceptación sostuvieron relaciones imposibles. Pero no me gusta la mirada realista. En cada familia se toman decisiones muy ridículas todo el tiempo, y están pobladas de sistemas fallidos. Y dentro de esos sistemas, prefiero observar cómo persisten algunas ideas que le son ajenas, o cómo se repiten comportamientos y crean nuevos discursos sobre el amor, la fidelidad, el progreso o el éxito.
–Llama la atención la explosividad y expresividad de los personajes.
–La obra habla de un país inventado, es una construcción de Bélgica o de Luxemburgo. Si bien el rasgo más frío e inteligente de la forma en la que se comunican da alguna señal de cómo deberían actuar los personajes, es una trampa. La obra observa esos comportamientos, no los juzga, pero se pone a un costado. Para los actores fue un desafío sostener un discurso ajeno de manera obsesiva y hasta ridícula, como pasa con la religión protestante, de la cual no hicimos un trabajo de investigación exhaustivo, o con el sistema legal en Europa. Toda defensa insoportable de un discurso cerrado se vuelve disparatada, y sobre eso nos interesó investigar.
–Uno de los personajes dice: “Lo peor es la memoria, tengo mucho por olvidar”. El pasado aparece como un peso del que hay que deshacerse. ¿Por qué?
–El paso del tiempo es bastante desolador. El único rastro es la memoria, cómo se hizo para organizar lo que se vivió y cómo el discurso interviene los acontecimientos para que resulten menos dolorosos. Sería bueno poder tocar un botón y olvidarse de todo y que el foco sea siempre selectivo. Si no el tiempo se nos pasa tratando de hacer acuerdos con el pasado para poder estar en calma con el presente.
–Hay gran cuidado en el espacio escénico. ¿Cómo fue el trabajo?
–Quería trabajar en el Teatro del Abasto lo más descubierto posible. Me molesta que las obras tapen cosas con telones negros, porque creo que uno nunca va a ver un fondo infinito, a menos que existiera. Y en relación con eso, trabajamos con Esteban Siderakis en la escenografía y los objetos, con Claudio del Bianco en la iluminación, con Laura Staffolani en el diseño de vestuario, y Fabio Petrucci en la producción artística, para que el espacio tuviera una identidad no por la forma que arrojara, sino por cómo podía poner en funcionamiento un mecanismo de trabajo con los actores, que les permitiera contar esta historia.
–¿Qué le atrae de los ambientes fríos y de la literatura que se genera en esos contextos?
–El frío abre una asociación muy insoportable respecto de lo que trae consigo: quedarse encerrado, mirar todo desde una ventana, perder la luz, olvidarse del cuerpo desnudo, buscar alternativas para que la temperatura pueda subir. A esto hay que sumarle la melancolía que trae la bebida y la intensidad produce este malestar. Esto está lleno de literatura, es algo que me resulta muy convocante de leer e imaginar. Además, hace casi veinte años, pasé un tiempo acompañando a mi papá cuando estuvo por trabajo radicado en la Patagonia, y me parecieron muy singulares los cambios enormes en la forma de ser de una persona con la que había vivido desde siempre. Y cómo, una vez de regreso en Buenos Aires, como un héroe al que se le terminó la guerra, no podía parar de hablar de sus días pasados entre la nieve y el frío, como una proeza.
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