TEATRO › YO SOY MI PROPIA MUJER, CON JULIO CHAVEZ, DIRIGIDA POR AGUSTIN ALEZZO
El encuentro entre la travesti Charlotte von Mahlsdorf –que sobrevivió al nazismo y al comunismo– y el dramaturgo Doug Wright se convierte en el centro de esta obra hecha de sentimientos que chocan entre sí y que muy posiblemente se trasladen al público.
› Por María Daniela Yaccar
Cae el Muro de Berlín y un norteamericano conoce, en la parte oriental de la ciudad, a Charlotte von Mahlsdorf, una travesti que había sobrevivido al nazismo y al comunismo, coleccionista de muebles y objetos de las últimas décadas del siglo XIX, dueña de un museo. A su regreso a Estados Unidos, el hombre comenta al dramaturgo Doug Wright la existencia de la travesti. En 1993, Wright vuela a Alemania. La conoce, la entrevista, la ama, la descubre. Y transforma ese encuentro en obra de teatro: Yo soy mi propia mujer. Aunque está basada en la vida de este excéntrico personaje, tan polémico como fascinante, la obra no se agota ahí: es, sobre todo, la historia de una relación, la del autor con el personaje retratado, hecha de sentimientos que chocan entre sí y que muy posiblemente se trasladen al público. Es que no es fácil entablar con Charlotte una relación unívoca.
Yo soy mi propia mujer se llama también la autobiografía de Charlotte y un documental de 1992 de Rosa von Prauheim. Según consta en el programa, la obra de Wright estrenó en el off Broadway en 2003, en el Teatro Playwrights Horizons, y luego en Broadway. Recibió los premios Tony, Drama Desk, Pulitzer, Drama League y Lucille Lortel. En Buenos Aires, Agustín Alezzo dirigió a Julio Chávez en 2007, en el Multiteatro. Y desde el 8 de enero, la versión local se presenta en la sala Pablo Picasso, del Paseo La Plaza. La austeridad que caracteriza al teatro de Alezzo se repite en este caso. En primer plano están el actor y su cuerpo, un Julio Chávez magnético que despliega en el escenario toda su experiencia y que encarna a los dos personajes (el autor y Charlotte) sin exageraciones ni brusquedad. Y en primer plano está también la belleza del lenguaje. El texto es muy poético y Chávez sabe decirlo. Habla casi una hora y media sin parar y solo, pero no aburre. No abruma.
Entonces, Chávez es a veces Charlotte y a veces Wright. Se pone en la piel de uno y otro sin confundir, pero tampoco exagera el cambio. Instaura un fluir basado en la sutileza. Por momentos genera risas: por ejemplo, cuando trae a la vida a Alfred, un amigo de la travesti. El actor se pone bizco cuando es Alfred, mira a público y, por las carcajadas, se evidencia que es un acierto. En cuanto a la Charlotte de Chávez, es una travesti no afeminada. Luce camisa y pantalón negros, dos hileras de perlas en el cuello, zapatos de taco también negros. Durante un largo rato, una bata floreada hasta el piso. Mira bastante al suelo y muy a menudo se acaricia las piernas. No es en absoluto estereotipo. Chávez se desdobla y es por eso que la obra, más que una historia de vida, es la historia de una relación. Que como casi todas las relaciones humanas tiene un carácter complejo. Alezzo ha dicho, más de una vez, que el teatro trata siempre de lo mismo: de las relaciones humanas.
Un aspecto particular de la puesta es cómo Chávez despliega el abanico de personajes. Esto es más complejo de lo que parece. Lo correcto sería decir que es Charlotte quien encarna al resto de los personajes, como por ejemplo, Alfred. No es Chávez quien encarna a Alfred: Chávez interpreta a Doug, quien interpreta a Charlotte, quien interpreta a Alfred y a todos los demás. Según ha dicho el mismo actor, esto hace a la versión de Alezzo-Chávez diferente al trabajo norteamericano.
La versión porteña tiene ritmo y es interesante cómo avanza. Porque el avance reproduce el vínculo entre ambos. Wright, que es gay, primero se embelesa con Charlotte, quien había nacido bajo el nombre de Lothar Berfelde. Se obnubila, por muchas razones. Fundamentalmente porque había sobrevivido a los regímenes más opresivos de la historia, mostrándose abiertamente como lo que era. Porque en tiempos tan duros daba refugio a marginales de todo tipo: gays, lesbianas, prostitutas y pobres. También por su aporte al patrimonio cultural, porque esos muebles que rescataba y cuidaba en su museo pertenecían a los judíos perseguidos durante la Segunda Guerra Mundial. Pero en medio de la fascinación, Wright accede a unos documentos que le revelan el lado B de Charlotte y pasa seis años sin poder escribir una palabra. Avanzado el espectáculo, entonces, aparecen las oscuridades de Charlotte. Y la obra de teatro se vuelve tópico de la obra de teatro.
A la travesti, distinguida con la Orden Alemana del Mérito por sus aportes al patrimonio cultural, se la acusaba de complicidad con la Stasi, entre otras cosas. La idea de que haya podido entregar a conocidos suyos mortifica al autor que, pareciera, no sabe qué sentir por Charlotte. Tampoco se siente quién para juzgarla. “Soy un intelectual, el tema me excede. Yo no viví una guerra”, admite. Las contradicciones que experimenta en la hechura de la obra se vuelven parte del drama. ¿Se puede contar un enigma? Al fin y al cabo, no se puede saber con precisión quién fue Charlotte. ¿Se puede querer a alguien más allá de sus dobleces? ¿Se puede juzgar a alguien con una historia tan dura, cuando la propia no lo fue? Preguntas que la obra dispara, que la vuelven de una “gravedad moral considerable”, como escribió Terry Teachout para The Wall Street Journal. ¿Es Charlotte una heroína o una espía? La imposibilidad de la objetividad, potenciada en cómo Chávez aborda la multitud de seres que configuran el retrato de la travesti, pareciera también ser el núcleo del espectáculo, al menos en esta adaptación porteña.
Otra de las cuestiones que abruma a Wright es que la historia de Charlotte es, en realidad, “la historia del siglo XX en Europa”. Y por algo en esta versión están allí, permanentemente a la vista de los espectadores, algunos de los muebles que ella atesoraba y que decía limpiar con dedicación. El teatro es el juego del “como si”, por eso es que no están los muebles en sus proporciones reales, sino unas preciosas miniaturas. Sobre un viejo escritorio hay una cocina de 1890, un armario, un aparador, un busto y un gramófono. Otros muebles de madera y antiguos –estos sí, en tamaño real– completan la escenografía. La atmósfera es íntima. Las luces van siguiendo a Chávez en sus movimientos, intensificando los momentos de mayor emotividad. “Yo me convertí en estos muebles”, se define Charlotte en un momento.
Por último, el espectáculo es también el retrato de una época y de los hombres y mujeres inmersos en ella. Y una “reflexión sobre la preservación de la historia”, en palabras del autor. La dupla Alezzo-Chávez logra transmitir todo esto, transmitir tanto. Y sin que nada sobre.
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