TEATRO › ENTREVISTA A GUILLERMO ARENGO
En su obra El montañés, que también dirige, plantea una discrepancia sobre el lugar común que relaciona la década del ’90 con la frivolidad. Su puesta busca superar los maniqueísmos.
› Por Hilda Cabrera
“Quedé vivo y no tengo consuelo.” Esta puede ser la frase de un sobreviviente. Y lo es para el autor, actor, director y docente Guillermo Arengo, quien la pone en boca de un militante de los años ’60 y ’70. El autor recupera esa figura, convencido de que el teatro es también política. “Cuando se piensa que la política no es un terreno adecuado para el artista, aparecen los problemas”, opina. Esta idea dio impulso a su obra El montañés, que también dirige y viene presentando en Espacio Callejón, los sábados a las 23. Arengo discrepa sobre el lugar común que endosa a los ’90 frivolidad y desinterés por la política. Esa década no aplanó mentalmente a toda la sociedad argentina. Arengo mismo se arriesgó experimentando con formas teatrales que no adhieren al concepto de teatro único. Cursó la carrera de Psicología en la UBA, trabajó durante dos años en el Hospital Borda y, paralelamente, realizó estudios de fotografía y cine. Su intención era concretar un registro fotográfico “de ese fenómeno singular que es el Borda”, apunta.
–¿Por qué se insistió en señalar que en los ’90 la sociedad era indiferente a la política?
–Porque se equiparaba a la política con la partidaria, que, es verdad, estaba desgastada, y porque la gente se comportaba como si no perteneciera a una misma geografía social. Un error, claro, como pedirles a los políticos que sean mejores que nosotros, olvidando que no somos ajenos al desgaste y que cada uno en su actividad participa de la política. Eso es lo que pienso cuando escribo, dirijo y actúo, defendiendo mi lugar de trabajo.
–¿Irse del lugar que se considera propio es siempre sinónimo de evasión?
–Diría que es una “intención de evasión”, porque el que se evade también hace política. Cuando en la crisis del 2001 la gente salía a gritar que se vayan todos, me preguntaba quiénes eran todos.
–Se supone que los malos. El maniqueísmo prende rápido. Algo de esto muestra El montañés.
–Ahí cito un texto del profesor Nicolás Casullo que me parece apropiado para reflexionar sobre ese pacto equívoco con la lucidez que ha hecho la izquierda argentina. ¿De dónde viene esa patología nuestra de creer que estamos siempre en el lugar del bien?
–¿Quién es ese Montañés que balbucea?
–La obra sigue una línea narrativa, aunque en general no trabajo con un argumento, sino con la dramaturgia escénica. Parto de algunas ideas que surgen del trabajo con los actores y de una investigación previa. En este caso, decidí hablar de un tema específico, la militancia combativa en la Argentina; y me juré sostener el argumento hasta el final, porque me conozco: podía caer en la tentación de modificar todo a los cinco minutos de iniciado el ensayo. El Montañés representa al que se exilia. Es el que se fuga, el que sobrevivió a su grupo, el que demora más de treinta años en hacerse presente ante unos jóvenes, hijos de sus compañeros muertos. La figura del desaparecido no nos cierra porque no hay cuerpo para enterrar.
–¿Esto es teatro político?
–Es mi necesidad de volver a jugar el juego del teatro político, pero sin maniqueísmos, sin abusar de la división entre buenos y malos. Una simplificación que también utilizan las políticas de derechos humanos que colocan a aquella generación combativa de los ’60 y ’70 en el lugar de la víctima. No tienen en cuenta que ésa es una manera de neutralizar el debate. En el campo de lo teatral, la cristalización es igualmente negativa: impide construir un teatro de multiplicidades.
–Que finalmente se construyó.
–El teatro de Ricardo Bartís y los de El Periférico de Objetos, Tato Pavlovsky, Susana Torres Molina y Alberto Félix Alberto me abrieron la cabeza en los ’80. Cuando vi Amantísima, de Torres Molina; Tango varsoviano, de Alberto, y Postales argentinas, de Bartís, me dije que esos eran los teatros que yo quería, y no para imitarlos, sino para construir mi individualidad. Estaba conectado al teatro por mi familia: mis padres pertenecen a una clase media interesada por la cultura y el arte. Veía las obras que se daban en el Teatro San Martín y las comerciales “bienpensantes”, pero éstas no me afectaron como las de esos autores. De ellos recibía “un beneficio artístico”. Las metáforas de Pavlovsky multiplicaban mi pensamiento: me liberaban. Que A matara a B no significaba necesariamente que A debía ser malo y B, bueno. Y estoy mencionando a Pa-
vlovsky, que tiene una posición muy clara sobre estos temas.
–¿La escena se liberó del maniqueísmo?
–Diría que algunas personas que hacen teatro, y pienso en Pavlovsky y en Potestad, sobre un apropiador de hijos de desaparecidos. Me pregunto cómo será especular con el enemigo y dónde se ubica uno en ese tipo de relación. El teatro político me parece ingenuo cuando lo artístico queda supeditado a lo temático, y autoritario cuando responde a un discurso que no contempla la diversidad. Ese teatro no acerca a la gente joven. Las generaciones que no han vivido la dictadura son muy diferentes de la que la padecieron.
–¿Existe hoy en la política una apertura semejante?
–El político es un cuentapropista que se ocupa sólo de su negocio. Su visión no va más allá del corto plazo. Pero política no es solamente la partidaria: nos contiene a todos. Uno se encuentra a veces con autores de las generaciones de los ’60 y ’70 que ven a los más jóvenes como deudores. Me pregunto a qué se debe esa carga. Claro que la tragedia, y sus efectos colaterales, ha sido tan grande que convirtió a muchos en estatuas de sal.
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