Mar 04.09.2007
espectaculos

TEATRO › GUSTAVO GEIROLA Y UN ESTUDIO SOBRE DIRECTORES CONTEMPORANEOS

Por los caminos de América latina

En su libro Arte y oficio del director teatral, el autor reúne entrevistas a artistas consagrados y nuevas voces, para dar testimonio de la diversidad en el continente.

› Por Cecilia Hopkins

Gustavo Geirola, director de escena, docente e investigador argentino residente en Wa-shington, se encuentra consagrado desde hace varios años a entrevistar a directores de escena latinoamericanos, con la idea de dejar el testimonio escrito de la diversidad del hecho teatral. Financiado a pulmón, su proyecto continental ya cuenta con dos tomos. En 2004 apareció un primer volumen de entrevistas dedicado a México y Perú; en estos días se editó el segundo, Arte y oficio del director teatral en América Latina, (Nueva Generación), centrado en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. El año que viene será el turno de Colombia y Venezuela, luego Ecuador, Brasil y Bolivia y, finalmente, directores del Caribe, América Central y latinos en Estados Unidos. “Entrevisto a directores consagrados y a nuevas voces prometedoras”, subraya el autor en la entrevista con Página/12. “Pero también figuran en mi libro directores de minorías raciales, sexuales o de clase: si hay algo que los caracteriza a todos, más allá de sus diferencias puntuales, es lo que Roberto Arlt llamaba la prepotencia de trabajo y la pasión por su arte”, concluye.

–¿Por qué cree que el director teatral, salvo excepciones, no suele escribir acerca de sus experiencias?

–Me imagino que convergen varios factores. En primer lugar, porque el director desarrolla su tarea en una situación siempre muy tensionada, en lo financiero, en lo artístico, en lo personal, sea que trabaje profesionalmente o en forma amateur, sea que desarrolle su obra en el teatro comercial o en el circuito off. A veces lleva sus notas prolijamente; en otros casos, cuando la experiencia creativa se colectiviza, se termina escribiendo un texto dramático, pero no el proceso de trabajo teatral. En segundo lugar, contar las experiencias como director, amén de revelar procesos que son, muchas veces, muy íntimos y secretos, obliga a tomar posición estético-política y ética sobre una práctica muy desamparada teóricamente. Además, no todos están preparados para enfrentar esa dimensión de riesgo artístico y profesional. Muchos directores confían en que sus logros se miden en el producto, en que su saber queda disperso en la memoria de los espectáculos, en los artistas involucrados en cada uno de ellos y en los investigadores o críticos que dan testimonio de sus producciones.

–¿Cree que ya no hay interés en generar escuelas?

–En los directores que vengo entrevistando no veo ese interés. Específicamente los que surgieron en los años ’60 y ’70, han pasado por muchas etapas, desde la euforia revolucionaria a los horrores de la represión y del exilio forzado, a los regresos en períodos de democracias marcadas por el neoliberalismo que los obligó (y obliga) a trabajar en situaciones muy desencantadas y melancólicas. En cierto modo ya no convocan discípulos y tampoco creen demasiado en eso. En los más jóvenes, formados en tiempos de dictadura, se percibe una actitud iconoclasta o incluso parricida. Estos artistas están marcados por cierto individualismo, incitado por los viajes y los fulgores festivaleros promovidos en tiempos de globalización, y todavía no piensan demasiado en formar a las nuevas generaciones. Tampoco hay que olvidar que hoy los actores deben estar entrenados para un campo laboral diverso y acelerado: obras infantiles, musicales, obras clásicas, grabaciones de comerciales, cine, televisión y radio. Las exigencias o imposiciones del campo laboral atentan contra la continuidad que requiere una escuela y la enseñanza de un maestro.

–Según su criterio, ¿qué rasgos son los que los hace tan especiales a tantos de nuestros directores a los ojos europeos?

–Me arriesgo a contestar en base a opiniones que he oído en festivales. Lo que más sorprende fuera de América latina es la creatividad de nuestros directores, la potencia de su imaginario y la calidad de sus propuestas, realizadas en circunstancias adversas y con una economía de recursos verdaderamente admirables. Se admira la síntesis a nivel de lenguaje y contenido y la consistencia de sus provocaciones formales. No olvidemos que nuestra tradición latinoamericana, tal como ya la conocemos en el campo literario, hace que nuestros textos piensen por adelantado cuestiones que en los centros metropolitanos tardan más tiempo en aparecer, para que luego regresen a nuestras tierras consagrados en un discurso teórico que, nuevamente, vuelve a insertarse en la factura de nuevos textos artísticos, otra vez canibalizados por nuestros artistas. Después de alguna imitación inicial de paradigmas europeos, los directores latinoamericanos más renombrados logran producir un salto al vacío y concretar una propuesta que explora las fracturas de los discursos teatrales metropolitanos. Podría mencionar, entre los que llevo entrevistados, a Ricardo Bartís en nuestro medio, a Claudio Valdés Kuri en México, a Victoria Valencia en Colombia, a Ramón Griffero en Chile, a Tana Schembori en Paraguay y a Mariana Percovich en Uruguay.

–¿De qué países son los directores que muestran una actitud menos dependiente del teatro europeo?

–En Chile es donde encontré, probablemente por la influencia de Griffero –quien lo tiene mejor articulado– un discurso más parricida tanto con lo europeo como con lo latinoamericano de los años ’70. La dictadura fue tan devastadora que produjo un corte en la enseñanza, una falta de maestros, una sensación de crecer sin modelos. Así lo testimonian, en el libro, Rodrigo Pérez y Ana Harcha. Alberto Kurapel, por su parte, después de su experiencia con el performance en Canadá durante tantos años, con un discurso crítico muy agudo de los discursos metropolitanos, habla de la crueldad del regreso y la reinserción, mientras que Angel Lattus, que parece profesar un culto a las propuestas anteriores a la dictadura, sorprende, desde Antofagasta, con un teatro universitario de una calidad asombrosa y un riesgo estético que pude comprobar en una puesta suya premiada en el Festival de Puerto Montt, sin duda el más largo del mundo (dura 45 días). Los que regresaron del exilio o volvieron de su formación europea vinieron con un afán de explorar temáticas nacionales para las cuales lo aprendido en el viejo continente era sólo un trampolín a lo desconocido.

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