TEATRO › CLAUDIO TOLCACHIR, DIRECTOR
“El teatro hace feliz a la gente”
En La omisión de la señora Coleman, el director y autor dibuja una analogía social.
› Por Cecilia Hopkins
En La omisión de la señora Coleman, un grupo de actores guiados por Claudio Tolcachir concreta una historia familiar atípica. Elaborado por el mismo director, el texto de la obra tomó elementos de las improvisaciones para definir el contorno de los personajes: una madre poco habituada a hacerse cargo de sus responsabilidades, varios hijos acostumbrados a mal valerse por sí mismos y una abuela práctica y comprensiva que no obstante su compromiso afectivo con todos no le es dado contener el desastre que se avecina. La obra puede verse en la sala Timbre 4, ubicada en Boedo 640, una casa convertida en espacio cultural, dirigido por el mismo Tolcachir y un grupo de actores. La platea se levanta en medio del living y los intérpretes utilizan los mismos espacios que atraviesa la gente al entrar al lugar.
Esta es la primera vez que el actor y director se propuso escribir una obra y, como en tantos otros casos de teatristas que devienen en dramaturgos, las razones tuvieron que ver con la falta de identificación respecto de los textos que leía cuando buscaba definir su próximo montaje. “Me gusta probarme en distintos terrenos, cambiar de registro de actuación o, como en este caso, descubrir que puedo armar una estructura teatral”, afirma el director. Formado como intérprete junto a Alejandra Boero, fue varios años después de egresar de su escuela que comenzó a estrenar sus primeras direcciones. Kartum, Anouihl y Arlt fueron los autores elegidos en esas oportunidades, “pero esta vez sabía que no volvería a ellos, porque necesitaba probar por otro lado”, asegura. El elenco está integrado por Ellen Wolf, Miriam Odorico, Inda Lavalle, Tamara Kiper, Lautaro Perotti, Diego Faturos, Gonzalo Ruiz y Jorge Castaño.
–¿Qué sucede en este núcleo familiar que lo vuelve tan particular y a la vez parecido a tantos otros?
–Es una familia en la que ninguno de sus integrantes sabe nada del otro, al menos aquellas cuestiones que son esenciales. Aunque hay señales de alarma por todos lados, ninguno manifiesta nada de lo que le pasa o se entera de lo que le está sucediendo al otro. Hablan más de la cuenta, eso sí, y se dicen barbaridades sin ninguna carga de responsabilidad. De esa casa que comparten no hay nadie que pueda irse: ninguno de los hijos puede madurar y armar su propia historia, porque la madre no ocupa su lugar, la abuela es una hija más. Y los hijos son, a su vez, padres.
–¿En qué se basa la noción de omisión que maneja la obra?
–Yo siento que hay una ceguera muy grande, una incapacidad enorme para hablar de lo que nos ocurre, como pareja, como familia y también como país. No se puede decir que alguien no ve que entre nosotros hay gente que sufre hambre. Pero como parece que nadie puede tomar alguna decisión al respecto, seguimos como si no viésemos. La madre de la obra tiene un latiguillo: “Se dio así”, dice, y todos tomamos esa misma actitud de aceptación de los hechos ante lo que hacen políticos o instituciones. En el fondo, nadie piensa que las cosas vayan a cambiar y esto genera un gran estado de permisibilidad. Y tomamos esta situación como un pecado menor.
–¿Es un recurso donde ampararse?
–La omisión es una forma de defensa para no hacerse cargo de las cosas. Es darme cuenta de que algo no está bien porque lo veo, me pasa por delante, pero no hago nada para corregirlo. Esto pasa todo el tiempo con esta familia: los remedios están vencidos, nadie recuerda las recomendaciones del médico, todo los supera, las cuentas, la ropa, la comida. Cada uno a su modo tiene la sensación de que la vida cotidiana es un caos imposible de ordenar, a menos que se rompa con todo.
–También está planteado el caos desde un punto de vista generacional.
–Estos hijos no pueden ver a sus padres, porque no tienen la capacidad de madurar y tomar un punto de vista respecto de la realidad. Tampoco tienen un proyecto, que es lo que muchas veces nos salva. Para nosotros, como grupo, el esfuerzo que pusimos para abrir la sala, para ensayar y hacer las funciones es, en gran medida, la manera que encontramos para transitar el caos y resistir. Es justamente de esta posibilidad que nosotros tenemos de construir desde el caos que se admira la gente que viene de afuera. También de nuestros actores vocacionales, los que no viven del teatro, pero que tienen un compromiso con el trabajo que los pone al nivel de los mejores profesionales.
–¿Cuál será su próximo trabajo?
–Voy a dirigir Lisístrata, de Aristófanes. Cuando veo las fotos de una ciudad bombardeada por la guerra me llaman la atención las casas destruidas. Más allá del juego sexual que plantea la obra (las mujeres se niegan a hacer el amor con sus maridos para que éstos abandonen las armas), la presencia de la guerra es algo que me interesa destacar. Pensé en introducir el conflicto armado en una casa y mostrar lo que hacen las mujeres al arriesgarse y enfrentar a los militares, pero sin perder el tono de la comedia. No creo que el teatro pueda cambiar la sociedad, pero puede ayudar a que el espectador y los actores sean más felices. La gente está muy maltratada y humillada, y se vuelve solidaria y cálida en el espacio compartido del teatro.