TEATRO › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
En el Festival Grec de 2001, Argentina fue el país invitado: el seleccionado de artistas que viajó a Barcelona incluyó a Los Macocos, que mostraron a sala llena La fabulosa historia de los inolvidables Marrapodi. En esa oportunidad, hice una entrevista con el grupo en la playa de Sitges, en la que abundaron las bromas sobre nuestra condición de argentinos en crisis en ese contexto paradisíaco. Como el grupo ya había terminado sus presentaciones, nos despedimos hasta un próximo reencuentro en Buenos Aires. Pero al día siguiente, recorriendo las empinadas agujas de la Sagrada Familia, desemboqué en un descanso... y me topé con Martín Salazar y Javier Rama. Incrédulos, interpretamos ese encuentro entre las miles de posibilidades que ofrecía la ciudad como otro signo de lo que sucede con los argentinos cuando se desperdigan por el mundo, e hicimos un simbólico brindis en las alturas por esas Geometrías de un viaje que nos habían vuelto a cruzar.
Es una de mis anécdotas preferidas de una larga relación de amistad con Los Macocos, pero hoy tiene el peso de esos dolores que no se van así nomás: el Año Nuevo se llevó a Javier, que hace ya un tiempo había zafado de una operación truculenta y venía penando desde hacía un par de meses por un cáncer que no ofrecía esperanzas. Saber que no había otro final posible no sirvió para prepararse, para hacerse a la idea: uno nunca está preparado para la muerte, y no hay manera de meterse en la cabeza la idea de que una persona tan vital, con ese empuje, esa pasión artística, ya no esté. Uno se queda esperando que a la hora del saludo suba a escena el Quinto Macoco, el hombre en las sombras que completaba la tarea de Salazar, Daniel Casablanca, Gabriel Wolf y Marcelo Xicarts.
Esa definición era bien apropiada. Javier llegó a la banda de teatro en las Bacanales Macocales de comienzos de los ’90, cuando abandonó la tarea de actuación que había desarrollado en Fluvius junto a Xicarts y Wolf para trabajar en Macocos como “sintetizador de ideas”, e ir ocupando paulatinamente el puesto de director y puestista en un grupo que, con cuatro cabezas igualmente pensantes, necesitaba un catalizador, un mediador, una pared nueva para seguir tirando ideas. Vinieron la poderosísima Adiós y buena suerte, Geometría de un viaje, Macocrisis, los Guisos, Los Albornoz, Androcles y el león, Fábula de la princesa Turandot, Marrapodi, Continente viril, Super Crisol (Open 24 horas): sin abandonar el espíritu independiente que los hizo brillar en el C. C. Rojas, Los Macocos supieron cambiar su propio juego. O, como explicó el mismo Javier: “Fuimos entendiendo que teníamos que armar un esquema de producción que sustentara lo artístico. Al principio te cagás en todo, quiero contar esto y de esta manera. Te une ese entusiasmo, pero si no creás una estructura que te sostenga... Termina el empuje de la idea y chau”. El grupo capeó todos los temporales externos e internos (“pasamos por todos los tipos de confabulaciones y alianzas posibles, de cuatro contra uno a cinco contra ninguno”), generó la estructura para sostenerse y construyó una química interna basada en dos simples preceptos, sintetizados en “Hay que ser bueno” y “No vale mentir”. Se dedicó a crear, a actuar, al difícil arte de hacer reír, a la quimera de defender el teatro en un país acosado por Macocrisis de toda clase. En escena, el cuarteto hacía desternillar a la platea. En la cabina, el quinto Macoco sólo suspiraba aliviado cuando llegaba el momento del saludo en medio de una ovación.
Javier Rama tenía sólo 45 años, era pasional como buen descendiente de gallegos, siempre listo para una buena trasnoche de charla en la que hacía gala de su cultura y su propensión a la carcajada. Este cronista preferiría estar dando otras noticias. Mejor aún: preferiría estar otra vez en la playa de Sitges, frente a un plato de navajitas y una clarita bien fría. En Geometría de un viaje, Los Macocos sostuvieron que “toda ilusión condena a la gloria de un instante”. Me quedo, entonces, con ese instante glorioso en las alturas imaginadas por Gaudí, cuando nos convencimos de que podíamos vulnerar las leyes del universo.
Adiós, Macoco Jack.
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