CHICOS › ENTREVISTA AL MúSICO Y ESCRITOR LUIS MARíA PESCETTI
Así define el vínculo que establece con el universo infantil. Pescetti sostiene que una de las herramientas más eficaces del humor es situarse a la par o por debajo del público. Y subraya: “En la relación padre-hijo, estoy del lado del que la pasa peor”.
› Por Inés Tenewicki
Llena teatros con públicos de todas las edades; escribe libros con personajes actuales y creíbles como sus propios lectores; cuenta chistes, canta y actúa desde un escenario despojado, acompañado sólo por su guitarra; no para de responder preguntas y mensajes y subir comentarios de los chicos en su blog. Luis María Pescetti ha sido definido como humorista, juglar, cantautor, escritor, músico, artista multimedia. Es, sobre todo, un comunicador sensible a la frecuencia que sintonizan los chicos, y establece con ellos una relación respetuosa y auténtica, que le gusta citar como “un juego de amor y confrontación”.
Este santafesino oriundo del pueblo de San Jorge llegó al humor después de años de trabajar como musicoterapeuta, docente y tallerista en escuelas de todo el país. Más adelante fue el café-concert y la comedia para adultos. Durante el menemismo emigró y empezó desde cero en Cuba, luego en México, donde dio el salto al gran teatro y al público masivo: hizo TV, radio y temporadas de hasta 17 shows. Regresó a Argentina en 2001 y volvió a empezar de cero. “Pero esa vez coincidía con que todo el mundo empezaba de cero”, subraya.
En su nuevo espectáculo, en el Teatro Metropolitan, donde agregó funciones para hoy, mañana y el próximo fin de semana, el autor de Natacha repasa sus últimas canciones para “afianzar los conocimientos adquiridos”, invita a sus fanáticos a ir al teatro vestidos con piyama y vuelve a movilizar a una sala entera a puro baile, juegos, canto y diversión. Y dice: “En la relación padre-hijo, estoy del lado del que la pasa peor”.
–¿Cuál es el truco para que una sala entera se levante de la butaca a bailar y hacer morisquetas, sin pudor ni miedo al ridículo?
–El truco es no jugar a la cámara oculta ni a que el que se equivoca es un salame, todo lo contrario. Para mí una de las herramientas más eficaces del humor es situarte a la par –o por debajo– del público: si hacés un monólogo sobre los celos en la pareja, y escogés a uno y lo gastás, el tipo se siente avergonzado, la mujer violenta, el resto se ríe pero por alivio de no haber sido escogido. En cambio si vos te ponés por debajo, y contás lo que te pasa a vos con los celos, toda la sala se ríe porque es uno el que se expone. Si lo contás como diciendo “esto es naturaleza humana” toda la sala se ríe y se siente identificada. Para hablar de miedos nocturnos con los chicos cuento mis miedos... entonces los chicos me tiran tips de especialistas en miedos nocturnos: “tapate con la sábana”, “dejá la luz prendida”. Eso genera mucho alivio. Otro ejemplo, en mi show digo “no, señor iluminador, no baje tanto las luces porque me da miedo”.
–Su gran tema es la relación entre padres e hijos. ¿De qué lado está?
–Del que la pasa peor. Si se da el caso de un chico caprichoso, tirano, el chico que mangonea al padre porque éste no supo buscar un lugar de autoridad, hago bromas sobre el hijo caprichoso. Cuando son los papás los que están hinchas sobre los hijos hago bromas sobre los papás pesados. Concibo el humor infantil como un humor familiar; es un humor de relación, no es un humor sobre la infancia.
–¿Hay temas prohibidos?
–Hay temas con los que no se puede hacer humor. Un ejemplo, los chicos ahora oyeron muchas noticias sobre este psicólogo abusador; si tuviera mi programa de radio habría editorializado sobre eso, porque los chicos estuvieron expuestos al tema, entonces trato de ordenarles la información. Pero en un espectáculo de humor no cabe. Ese es el criterio: humor se puede hacer de todas las cosas en que somos ridículos y la risa nos puede aliviar, de todas las cosas en que somos temerosos y no valía la pena ser temerosos, de todas las cosas en que una autoridad nos oprime y el humor es una herramienta para quitarle poder simbólico dentro nuestro. Pero hay cosas que no caben: no es el momento, no es oportuno, no es el contexto.
–Usa las palabras caca y pedos en el teatro y los chicos y los padres se mueren de risa. ¿Pasa lo mismo en una escuela rural? ¿Por qué las “malas palabras” causan efectos diferentes en distintos contextos?
–Depende de una lectura muy rápida, delicada, de un cierto equilibrio. En una escuela rural no se me ocurriría. Ellos pueden sentir “¿por quién me toma éste?”; como cuando un tipo en la calle usa una palabra íntima o una mala palabra y vos sentís que roza un espacio que no tendría que haber rozado. En cambio, si somos pares o en un contexto en donde eso no está en juego, podés usar una mala palabra. Siempre depende de si la palabra es funcional a la expresividad o si la decís como para ganarte una risa medio trucha. No hay que robar nada. Risas tampoco.
–¿Por qué en el teatro funciona bien?
–En un teatro y en una ciudad grande como Buenos Aires, en un espectáculo de antología como el mío al que el público va y conoce el repertorio, hay más flexibilidad; así y todo las malas palabras no pasan de “pedo” o “caca”. Hay cierta intimidad, hay un código que permite que se lea como un juego. Es como cuando un chico me dice “callate” y yo digo “callate vos”; si no se interpretara en el código del juego sería patético, si provoca risa es justamente porque es un juego. O si yo digo “Seguridad, llévese esos chicos”, y aparecieran cuatro monos para llevárselos bueno, imaginate, nadie se reiría.
–Sus primeros espectadores eran alumnos de escuelas urbanas y rurales. ¿Cómo se enfrenta actualmente a este público masivo que lo obliga a agregar más y más funciones?
–Estoy contento, pero a veces me sorprendo. Por ejemplo el lunes fui con el Plan Lectura del Ministerio de Educación a una escuela rural en Merlo. Venía como “autor” de la Capital, veía carteles que decían “Agradecemos a las autoridades la visita de Luis Pescetti”; me daba mucho pudor y lo sentía como una separación, pensaba cómo acortar esa distancia, cómo recorrer todo ese camino a la inversa. Tomé el libro nuevo, La fábrica de chistes, y fue mágico. Para esos chicos no era que fuera yo el importante, era la expectativa de quien se suponía que los visitaba. Era tal la expectativa que cuando el hecho se producía, y veían que eran chistes que cualquiera de ellos hubiera podido contarse en el patio... resultó que habrán pensado: “Esto es la cultura; ¡está buenísimo!”. Me acuerdo de un libro de Tzvetan Todorov, Deberes y delicias, donde él habla del discurso intelectual cuando se usa como herramienta de poder que excluye al otro. Ahí el discurso se hace sofisticado, retorcido; en cambio el discurso es democrático cuando incluye al otro y lo trata como un par y le da además herramientas de intercambio. El usa una palabra que me gusta mucho: la legibilidad, y dice que es “una cuestión de higiene”. Volviendo a la escuela de Merlo, en un instante eso que podría haber sido un desencuentro o la confirmación de que la cultura es algo que viene de afuera, se convertía en un contacto profundo, algo propio, familiar, conocido, que incluyó a todos.
–Y el chico de la ciudad, el fan que va al teatro y sabe las canciones, ¿lee sus libros y escribe a la web?
–Yo ahí me tengo que cuidar de no entrar en un jueguito de quién hace ping pong más ágil, porque en realidad lo que necesita el chico urbano es que lo lleves a la ternura. Con los chicos de Merlo empecé al revés y llegué a un texto de Nadie te creería, un texto con mucha metáfora, con un realismo un poco mágico, de amor, y no creó risas de pudor, hizo contacto. Con los chicos de zonas urbanas es al revés: hay que empezar por algo que es más “cancherito” y lo llevás suavemente a algo más tierno y donde haya menos miedo al ridículo. En ambas zonas hay miedo al ridículo, pero en zonas urbanas hay más crueldad.
–¿En escena es usted o es un personaje?
–En escena me muestro bastante como soy, pero es como si me enfocaran con una lente de aumento sobre una hora en un día de mi vida.
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