CHICOS › ENTREVISTA AL TITIRITERO HORACIO PERALTA
El artista cuenta su historia, que es precisamente el material que nutre su espectáculo El titiritero, guiado por “un mensaje de amor infinito”. El creador de la compañía Bululú Théâtre lo presenta los fines de semana en el Centro Cultural de la Cooperación.
El ingreso al taller de Horacio Peralta es siempre festivo: a quien se asome lo recibe su perra Flaqui, negra como el carbón, vivaracha como el fuego. También, una decena de títeres nacientes, algunos rostros de yeso aún blanco, otros de trapo y un esqueletito divertido colgando de una repisa. Y, claro, la amabilidad de un café. En ese reducto porteño, repleto de dibujos, tablas y una computadora desde la que Horacio muestra sus fotos y cortometrajes –faceta que continúa desarrollando–, el juglar se mueve como un científico en su laboratorio: dicen que tiene la fórmula de la fantasía y, él lo insinúa, dio con ella de forma providencial. “Sucedió una cosa rarísima. Varias personas y experiencias que me fueron sucediendo complotaron para que yo me hiciera titiritero”, afirma. O tal vez exista una Gran Mano que hace bailar a las gentes según Su antojo. Nadie lo sabe. Pero cuando Peralta retrocede unos cuantos pasos en su memoria, imposible no tenerlo en cuenta.
Horacio tiene 56 años; nació y vivió hasta la adolescencia en Ramos Mejía, en un chalet que sus padres alquilaban y que hace cuatro años utilizó de escenario en La casa, una de sus incursiones cinematográficas; estudió teatro con prestigiosos maestros (Norman Briski, Víctor Bruno, Alejandra Boero y Martín Adjemian); fue secuestrado y detenido en la ESMA por 55 días durante la última dictadura militar; y vivió el exilio primero desde Panamá, luego en Costa Rica, y, un año y medio después, subido a la Torre Eiffel. Allí creó la compañía Bululú Théâtre, que realizaba espectáculos de títeres sobre los subtes, de estación en estación. Precisamente, comiendo queso y tomando vino en París germinó, también, El titiritero, obra que se puede ver los sábados a las 23.30 y los domingos a las 19.30 en la Sala Raúl González Tuñón del Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543).
“El titiritero es una especie de antología. Tengo cosas muy viejas y otras, menos. En la obra cuento cómo me hice en la profesión. Son una serie de anécdotas. Comienzo diciendo: ‘Un día me fui de Argentina` y cuento el recorrido desde que salí de Buenos Aires hasta la llegada a París, pasando por América Central. El personaje que guía el relato es Chuchú, que es un tipo de Nicaragua que vivía en Panamá... Un personaje alucinante. A partir de los consejos de este filósofo y matemático, yo me hago titiritero”, explica Peralta. De manera que, recorriendo la historia del creador se camina, a su vez, sobre las huellas del golem.
Chuchú Martínez era amigo y asesor de Omar Torrijos, “líder máximo de la Revolución Panameña” desde el golpe de Estado de 1968, según reza la constitución de ese país de América Central. Era, además, quien se encargaba de auxiliar a los de-samparados que huían de la represión militar en sus tierras de origen. “Luego de que me largaran de la ESMA, en abril del ’77, me fui. En mi valija llevaba muy pocas cosas (semillitas de colores, cartas, una afeitadora) y algunas de ellas eran los títeres, que terminaron haciendo de mí un titiritero. Así, el teatro Bululú siguió su camino, llevando consigo un mensaje de amor infinito”, proclama en la charla con Página/12, como si estuviera sobre el escenario. Cuando llegó a Panamá fue recibido por Martínez, que le ofreció hacer una gira gratuita, por cuenta del gobierno, por varias escuelas panameñas. “Recién empezaba. En teatro, con Briski, me había tocado hacer un personaje de titiritero y había fabricado unos títeres que tenía como pasatiempo. Ni se me ocurría que pudiera llegar a ser una profesión para mí.” Sin embargo, lo hizo: recién emigrado, necesitaba trabajar.
Dos meses después, Horacio recibió una oferta de un puesto en una editorial universitaria en Costa Rica y no lo pensó mucho. El dinero hacía la diferencia y su experiencia previa como diagramador en varios diarios y revistas argentinos le aseguraba un laburo estable, lo que no pensaba obtener montando sus espectáculos. Pero la Gran Mano no iba a permitir que Peralta pasara las horas editando libros. Tenía otro papel reservado para él. “En Costa Rica confabularon para que yo me hiciera titiritero. Eran poetas, escritores, artistas; todos románticos. Al tiempo de haber comenzado en la editorial, me echaron. Obvio, contra mi voluntad. Y Sergio Ramírez, que después fue vicepresidente de Nicaragua, me propuso hacer una gira para publicitar un libro de cuentos. Yo no quería perder el puesto, pero inventaron una excusa para echarme, un error en la transcripción de un libro. Cuando me fui a quejar, Sergio me propuso la gira.” En realidad, el tema fue que por las noches Peralta brindaba espectáculos eróticos con sus muñecos en los bares aledaños a la universidad. Tan grande fue el boca en boca que sus compañeros y superiores en la editorial fueron a verlo. “Eran shows en broma, chabacanos... Sobre chismeríos de ‘fulana anda con fulano’ y todos se mataban de risa. De repente, me empezaron a llamar desde muchos bares para que hiciera el mismo espectáculo”, cuenta.
A todo esto, hacía ya tiempo que Chuchú le insistía con viajar a París. “‘Andate, andate’, me decía... Yo te consigo un viaje gratis, invitado por el gobierno de Panamá, en un barco bananero’”, le ofreció Martínez. Y logró convencerlo. Un año y medio luego de su llegada, Peralta pasó de Costa Rica nuevamente a Panamá y, desde allí, se subió a la nave que cruzó el Atlántico y lo depositó en Francia. “Me fui por seis meses a París, pero cuando llegué, empecé con los títeres en el metro y me di cuenta de que podía traer a mis hermanos, que estaban perseguidos por la dictadura”, rememora mientras se desliza sobre las ruedas de una silla hasta la computadora. Su Windows XP está en francés. Click, click y click, Horacio naufraga entre carpetas, hasta llegar a una en la que guarda una docena de fotos y videos. Play. La cámara se encuentra en el interior de un vagón de tren. Las puertas se abren y tres jóvenes entran. Uno de ellos estira y ata una banderola negra, atravesando el pasillo de asientos, de un fierro–pasamanos a otro. Mientras uno de ellos pasa la gorra entre el público, dos ranas René con pelucas anaranjadas se asoman por sobre el escenario flotante y protagonizan una breve pero intensa historia de amor. Tan única como la que se verá en el C. C. de la Cooperación. Una historia de amor infinito.
Entrevista: Facundo Gari.
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