DANZA › EMPEZó EL SEXTO CAMPEONATO METROPOLITANO DE BAILE DE TANGO
El certamen largó en El Arranque, pero se desarrolla en más de treinta milongas de toda la ciudad. Los ganadores en el rubro Tango representarán a Buenos Aires en el Mundial, que se hará en agosto.
› Por Facundo García
“Si le llegás a sacar una foto a alguien que no está concursando, te corto la luz”, amenazó el hombre de la puerta. Eran las reglas de las siete de la tarde en la milonga El Arranque, de Congreso, y el ambiente combinaba perfumes, trajes con olor a naftalina, faldas cortas y algún quincho que buscaba anonimato. Fue el jueves, en el comienzo del Sexto Campeonato Metropolitano de Baile de Tango, que se desarrollará hasta el 6 de julio en más de treinta milongas porteñas. Cada tanto aparecía alguna pareja empilchada, con la expresión torva de haber venido de cara al frío. “Se calificará el abrazo, la musicalidad, el estilo al caminar y la circulación en la pista. La vestimenta no forma parte de la evaluación”, dijo el presentador. Tras una vuelta caminando en sentido inverso a las agujas del reloj –la milonga va contra el tiempo–, los bailarines se aprestaron a escuchar los primeros acordes que tiró una presencia invisible definida por el conductor como “Mario Rolando, nuestro amigo musicalizador”.
Así empezó la primera jornada de las rondas clasificatorias. Los tacos más altos los tenía una señora venerable, que trazaba firuletes con la delicadeza de un bonsai. Sorprendidos por lo abrupto de la largada, ella y su veterano se bandearon peligrosamente para el lado de las mesas. Pero el hombre era un archivo de bailongos, así que pegó el volantazo y salieron disparados hacia otro rincón de la pista.
Cerca, una gringa rubísima y bastante bonita mostraba su hambre de victoria. Cada vez que hacía un ocho, pegaba unos suspiros que levantaban los manteles. “No me gusta... farolea”, comentó sin piedad un “especialista”, con la boca de costado. Quiso decir que la piba se bamboleaba mucho, que le faltaba apostura. En cambio, quedó anonadado por una señora que se las sabía todas y actualizó aquella vieja teoría de que bajo la guía de los fueyes, el que se mueve mal pierde aunque esté pintado de colores. Como él, había otros comentaristas. Milongueros curtidos, que susurraban en orejas de mujeres un relato privado de lo que iba pasando ahí adelante.
En la clasificatoria se bailan tres temas frente al jurado y el público. El primero ya era historia, y un crepitar de la era pre-CD anunciaba el siguiente. “Al principio te equivocás siempre. El segundo es para afirmarse y en el tercero mostrá todo porque estás más jugado que el cuarenta y ocho”, había adelantado el Polaco, un gavilán de Laferrère que aseguró haber aprendido el arte de chico, cuando colaba en las tanguerías su cajón de lustrabotas. “El sucesor del cachafaz es padrino de mi hijo”, juró, pestañeando varias veces. Más tarde era imposible no creer que sus pasos salían de una combinación entre aquella infancia y la rutina de la fábrica de electroválvulas donde se gana la vida Graciela, su compañera. La dupla era sentimental y eléctrica, y lo feliz del caso es que no era la excepción: en la pista había mucho laburante de gala, que sabía darle al juego la seriedad que se merece. Pasada por el colador de los vecinos, la estética porteña se destilaba sola con el correr de los minutos, libre de la parafernalia turística que domina los afiches.
“Mirá, éste compite solo”, bardeó a este cronista Oscar, un docente jubilado con cierta estampa de malevo que parecía salida de un naipe. A su lado, se reía Marina, y entonces fue mejor hacerse amigo que aguantar las gastadas. Los dos eran de Parque Patricios. Ella, ex profesora de música; él, de “artes gráficas”. Oscar explicó lo que significaba estar ahí para un tipo que ha “movido el esqueleto toda la vida”. “La mayoría de estos giles bailan por tener algo en los brazos, pero esto es otra cosa. No conocen, por ejemplo, el lenguaje de las manos. Si yo te hago así –dio un coscorrón en la nuca del periodista– vos te movés para allá, y si te hago así –dos golpes más en la cabeza, más fuertes– vas para acá. O está la posibilidad de hacer tres...”. Ahí fue que Mario Orlando largó el disco que evitó el nocaut. Los ojitos negros del profesor se habían vuelto tizones, y se fueron al entrevero del compás.
Sin duda en el salón había varios que la tenían más que clara. De todas formas, el certamen también permite apreciar a otro grupo menos hábil, que en los espíritus sensibles puede provocar una sensación de ternura. Pero todos bailan, y eso es lo importante. Cuando llegó el veredicto y se conocieron los primeros que habían entrado en la lista de los más de trescientos que pasarán de ronda, poco importaban los resultados. Sobrevino un silencio. Las orejas se elevaron para que llegaran dos nuevos golpes de bandoneón. Un segundo más tarde respondieron las piernas. Y continuó la fiesta. Al cierre de esta edición el tipo de la puerta no había creído necesario apagar las luces.
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