Vie 20.11.2009
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DANZA › MARIA FUX Y DIALOGO CON IMAGENES, SU DESPEDIDA DEL ESCENARIO

“Voy a cerrar un ciclo, pero mi vida artística prosigue”

Fux admite que ya habló alguna vez en el pasado del adiós, “pero descubrí que tenía un tiempo más”. Mientras se prepara para dedicarse a la coreografía y la docencia, repasa las vivencias de una vida dedicada al baile, aun en contra del deseo paterno.

María Fux es encantadora. A los ochenta y siete años recibe a Página/12 con ambos brazos abiertos, despliega una enorme sonrisa e invita a recorrer su estudio de Callao y Sarmiento, que también es su casa. El salón de baile está oscuro, débilmente iluminado por algún rayito de luz que se cuela por la ventana entre los pesados cortinados. Cada paso retumba con solemnidad como en un museo vacío, atiborrado de fotografías y posters de todas las épocas. “Ese es de cuando bailé en Moscú en 1955, ahí dice María Fux en ruso”, explica cuando se detiene sobre uno de los más antiguos. Hay afiches publicitarios de sus espectáculos y conferencias en diferentes idiomas colgando de las paredes, y ella se ocupa de señalar uno pequeño y muy reciente: el de sus treinta años con la danzaterapia en Italia, acontecimiento que celebró en ese país a principios de este año. Mientras posa para las fotos, Fux habla sin parar y con entusiasmo; de tanto en tanto, sin embargo, ese rayito de luz colado entre la oscuridad baña su rostro y revela unos ojos emocionados. Porque esta entrevista, para ella, se debe a una ocasión muy especial. Y también para su público y para todo el campo de la danza, porque María Fux ha decidido que las únicas dos funciones que brindará de Diálogo con imágenes, su nueva obra, serán la última oportunidad para verla arriba del escenario. La cita imperdible para presenciar la despedida de esta leyenda viva de la danza es hoy y el próximo viernes a las 22.30 en el Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543).

“Voy a cerrar un ciclo individual, pero mi vida artística sigue, en el trabajo con grupos a modo de coreógrafa y en la labor pedagógica”, tranquiliza a su público María. Pero, ¿por qué retirarse ahora, si para ella la edad nunca fue un problema? “Bueno, no tengo veinticinco años -–se ríe–, bailar a los ochenta y siete es un regalo que me da la vida. ¿Se entenderá lo que es hacer un espectáculo sola, sobre un escenario y sentir que el cuerpo está bien a mi edad? Voy a tener la oportunidad de mostrar que uno en la madurez puede moverse en el espacio, expresar, dar lo que tiene. Es hermoso poder cerrar esta etapa con alegría y no frente a la muerte.”

–Usted ya había anunciado hace algunos años su retiro, ¿qué la llevó a arrepentirse y no dejar hasta ahora las tablas?

–¡Lo dije muchas veces! Pero no me arrepentí de lo que dije en ese momento, porque lo que sucedió fue que descubrí que tenía un tiempo más. Es un enorme amor el que yo le tengo a ese espacio vacío que es el escenario y que pueblo con todo lo que soy como persona en cada función.

–¿Y puede anticipar algo de lo que sucederá en estas últimas dos funciones?

–Se trata de un solo de danza en el que voy a tratar de captar, a través del movimiento, lo que hay de indescifrable en las imágenes de tres pintores: Kandinsky, Renard y Pérez Celis, tres artistas cuyas obras están en conexión con mi mundo emocional. Va a ser un diálogo entre mi cuerpo y las imágenes.

A María Fux no le gusta hablar de “retiro”. Ella prefiere pensar que se clausura una etapa para que comience otra, porque no siente que esté abandonando su labor artística. Es así porque, en realidad, ella no concibe la vida si no es danzando: “Siempre lo he hecho, recuerdo que corría la mesa en los cumpleaños y, en vez de comer torta, bailaba para la gente”, cuenta. Su familia, de origen ruso, se oponía a la idea de tener una bailarina en casa, en una época en la que todavía estaba mal visto ser artista. Y aun así, María se empeñó en escuchar a su cuerpo y ponerlo en movimiento. A los catorce años leyó la autobiografía de Isadora Duncan y con ella descubrió “que había otra danza además de la clásica, que era lo que yo estudiaba en Buenos Aires”. Por eso se fue a Nueva York en busca de un maestro que pudiera darle nuevas respuestas. “Trabajé un año con Martha Graham, mientras para vivir hacía fotocopias en Aerolíneas Argentinas por cuarenta y cinco dólares a la semana. Con eso pagaba mi habitación”, recuerda. Antes de regresar a su país, le pidió a la madre de la danza moderna que viera su trabajo y la orientara respecto de sus estudios: “Ella se quedó una hora entera conmigo”, relata Fux. “Vio todo lo que yo podía dar en aquel momento y me dijo: ‘María, el maestro está dentro tuyo, no busques afuera lo que llevás dentro’. En ese momento no comprendí del todo lo que me estaba diciendo, pero ella se dio cuenta de que estaba frente a alguien que tenía para dar algo diferente a lo convencional.”

–¿El legado de Isadora Duncan le dio seguridad para hacer lo que le proponía Martha Graham, es decir, alejarse de los métodos consagrados en la danza?

–Me dio esperanza para vislumbrar que había otra posibilidad en la danza. Ese tipo de influencias fueron muy importantes para mí en la juventud, porque me permitieron partir hacia lo desconocido, hacia la libertad.

María se convirtió en autodidacta, bailó a lo largo y a lo ancho de la Argentina y pronto encontró que el lenguaje que ella creaba en el escenario “cuando lo llevaba a las clases transformaba a la gente. Las nenas sordas a través de la imagen descubrían el ritmo”, revela. Así diseñó un método, la danzaterapia, por el que es conocida en el mundo entero. Fux podría pasar horas hablando acerca del sinfín de logros y reconocimientos obtenidos a través de su pedagogía de la danza, acerca de sus centros de danzaterapia en varias ciudades europeas o de sus libros escritos al respecto. Sin embargo, en esta oportunidad ella prefiere recordar otra cosa: a esa María bailarina, esa que empezó danzando en el Parque Lezama, en el Jardín Botánico, en la Feria del Libro, en las calles. “Bailaba en el lugar donde había posibilidad de que alguien me viera –se acuerda–, esos espacios populares me producían y me siguen produciendo una enorme alegría.”

–Usted recorrió la Argentina y el mundo con la danza. ¿Recuerda algún lugar o alguna función con especial cariño?

–En Charata y Quitilipi, en el Chaco. De Resistencia viajé a ese lugar en un Piper porque había una inundación; me dejó en medio de un campo desconocido para que aguardara a quien me llevaría a un encuentro con la danza. Me senté en el pasto con mi valija y mi grabador a esperar a que llegara alguien a buscarme. Llegó una camioneta que me llevó bien lejos. El conductor era alguien de la Dirección de Cultura. “¿Hay programa?”, le pregunté. “No sé nada”, me respondió. Llegamos a un pueblito lejano, con la luz perdida. Paramos en un boliche, de esos en los que se vende de todo, desde una cucharita hasta algo para comer, que detrás tenía un bar donde la gente se juntaba a beber. “Llegamos”, me dijo él. Yo le pregunté: “¿Y el teatro?”. Me dijeron que ahí era el lugar donde iba a bailar y me presentaron el escenario: una pequeña tarima, delante de un ombú y un ranchito. Yo dije que necesitaba luces y entonces la gente me trajo sus veladores. Cuando comencé a danzar todos esperaban a una bailarina en puntas de pie con muchas lentejuelas. Y se encontraron con una persona con los pies descalzos. Comencé a contar la historia de mi amigo Bach y así bailé Bach, bailé las palabras de Federico García Lorca y bailé el silencio. Al inicio se escuchaban gallos, perros y chicos. Todos fueron quedando callados y al final dancé un chamamé y fue maravilloso. La gente venía con los chicos, los perros y los gatos a verme. Así como hice eso, por contraste, la vida me permitió tener el placer de bailar dos veces en el teatro Colón, con mis padres presentes. Mi padre lloraba viendo lo que pasaba. El pensaba que bailarina era una mala palabra y ahí tuve la satisfacción de que entendiera que había otro tipo de danza, comprendió que tenía una hija artista que danzaba. Para mí es tan satisfactorio bailar en un gran escenario donde hay un técnico para cada cosa, como en un pequeño rincón del Chaco, entre veladores.

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