DANZA › NOEMí LAPZESON PRESENTA DOS COREOGRAFíAS EN EL SAN MARTíN
Discípula de Ana Itelman y Martha Graham, es uno de los nombres mayores de la disciplina contemporánea. “Bailar es como hablar: está la gente que lo hace sin parar y sin sentido y están los que piensan cuidadosamente lo que van a decir”, dice.
› Por Alina Mazzaferro
Noemí Lapzeson nació en Argentina y si bien se fue a los dieciséis años y nunca más volvió para quedarse, el país –y especialmente el teatro San Martín– la recibe siempre con los brazos bien abiertos, porque hace cincuenta años que ella es una de nuestras más prestigiosas embajadoras culturales en el mundo. Es discípula de las grandes pioneras de la danza contemporánea: estudió con Ana Itelman, formó parte de la histórica compañía neoyorquina de Martha Graham y desde 1980 tiene su propio grupo, Vertical Dance, con sede en Ginebra. Desde mediados de los ’80 es una invitada recurrente del San Martín, y ahora regresa para brindar cinco únicas funciones de sus dos últimas creaciones, Pasos y Corazón, a lo largo de esta semana (de miércoles a sábado a las 20.30 y el domingo a las 17, en la sala Cunill Cabanellas del recinto de Corrientes 1530).
La primera de las piezas es un solo creado especialmente para la intérprete Romina Pedroli, cuya particularidad radica en que la bailarina se ve siempre de espaldas. “No se trata de ocultar nada, sino de hacerle ver al espectador una zona del cuerpo a la que no se le presta demasiada atención –asegura Lapzeson–. Este recurso no dificultó el trabajo, sino que brindó nuevas posibilidades. En general no reparamos en nuestro cuerpo y menos aún en su parte de atrás; esta obra reflexiona sobre eso.” Luego será el turno de Corazón, inspirada en el poema “Pièce de coeur”, de Heiner Müller. Para esta coreógrafa, la literatura es un motivo inspirador recurrente: creó Géométrie du hasard sobre textos acerca del Minotauro, Opus 27 sobre trabajos de Sylviane Dupuis, Una era la Otra con la obra de Federico García Lorca, Un instant con fragmentos de Stig Dagerman e incluso una versión de Medea inspirada en otra pieza de Heiner Müller. “Para mí la danza es un lenguaje y, como cuando hablo, a mí me importa pensar qué es lo que quiero decir y cómo lo quiero decir –sintetiza Lapzeson–. No es el movimiento por el movimiento mismo. Este debe tener una intención. Bailar es como hablar: está la gente que lo hace sin parar y sin ningún sentido y están los que piensan cuidadosamente lo que van a decir, buscando de forma precisa cada palabra.”
–¿Ha cambiado su lenguaje a través de los años?
–Sí, ha habido una evolución. Antes estaba más preocupada por otras cosas. Con el pasar del tiempo me fui despojando de todo: de lo superficial, de lo externo y meramente visual. Ahora estoy interesada en los descubrimientos internos o en la respiración, por ejemplo, y no tanto en la forma.
–¿Cómo se trabaja esta búsqueda de lo interior diariamente con la compañía?
–No tengo una compañía estable, sino que de acuerdo con la obra que esté haciendo convoco a cierta gente. Siempre son bailarines que vienen trabajando conmigo desde hace muchos años, que incluso se han formado conmigo. Prefiero a la gente que conozco y que me importa. Nunca tomo audiciones, porque me parece que no se puede seleccionar a alguien porque hace bien un paso. Me gusta elegir a las personas por lo que son. Además, mis intérpretes me conocen tanto que, por ejemplo, Romina Pedroli, la bailarina de Pasos, sabe lo que quiero con sólo mirarme. No hace falta explicarle nada y eso simplifica los ensayos.
–Usted fue una excelente bailarina y formó parte de una de las compañías más reconocidas del mundo –la Martha Graham Company–, pero en un momento decidió irse de Nueva York, convertirse en coreógrafa y tener su propia compañía. ¿Por qué?
–No me lo propuse, simplemente pasó. Lo que ocurrió es que cuando llegué a Ginebra empecé a dar clases. Después de unos años la gente que estudiaba conmigo quiso bailar frente a un público y empecé a armar obras para darnos trabajo a todos. Así se formó la compañía. La llamé Vertical Dance, en honor a Roberto Juarroz y su poesía vertical. Además, siempre me obsesionó la verticalidad del bailarín, ese hilo invisible que lo mantiene erguido y lo sostiene entre el cielo y la tierra. Es decir, me convertí en coreógrafa porque la gente quería bailar y no sólo formarse.
–Era 1980, ¿había danza contemporánea en Ginebra por esa época o era una novedad que usted llegara con la tradición de Graham?
–Cuando llegué, la danza contemporánea no existía. Me recibieron muy bien porque era buena bailarina y venía de la compañía de Martha Graham, que eran palabras mayores. Sin embargo, desde que me mudé a Londres y luego a Ginebra empecé a tomar mi propio camino, buscando mi lenguaje y separándome del legado de Graham. Por supuesto que esa técnica, como otras, quedan en el cuerpo a pesar de uno. Una puede ser diferente de su mamá, pero de pronto reconoce determinados gestos y actitudes de ella en los propios, que inconscientemente ha incorporado.
–¿Qué otras maestras dejaron marcas en su lenguaje?
–Varias, mucho antes de Martha. Recuerdo a Madame Siruyan, con quien empecé en el jardín de infantes. Después de varios años de aprender con ella, me dijo que si quería convertirme en bailarina tenía que estudiar en otro lado. Ana Itelman volvía de Estados Unidos y mi mamá, que era muy inteligente y visionaria, me llevó con ella.
–Eran los inicios de la danza moderna. ¿Era consciente de que todo eso era nuevo, vanguardista?
–Yo era chica, tenía doce o trece años. Nunca me había atraído la danza clásica y no sabía qué era la convención en esa época. Por eso no me daba cuenta de la diferencia, pero sé que estuve guiada de una manera distinta, sin las torturas típicas del ballet. Ana Itelman era una maestra maravillosa.
–¿De Itelman se contagió la pasión por la composición coreográfica?
–Cuando tenía 14 años y estudiaba con ella hice un trabajo basado en textos de García Lorca. A ella le gustó tanto que lo incorporó en uno de sus espectáculos. Después abandoné la coreografía porque en lo de Graham la compañía acaparaba todo tu tiempo. Luego me mudé a Londres, donde hice algunas obras, pero realmente mi trabajo de coreógrafa empezó una vez que me instalé en Ginebra.
–Usted aprendió de las pioneras del género, vio cómo evolucionó la danza moderna y se transformó en lo que ahora se llama danza contemporánea. ¿Cómo ve el estado actual de la disciplina?
–Ya no sé lo que es la danza. La técnica ha cambiado muchísimo, especialmente a partir de las formas nuevas como el contact improvisation o el flying low y de la fusión con otras disciplinas. Apareció la danza conceptual, que se basa en un concepto y los intérpretes no necesariamente deben bailar. Todo eso ha modificado a la danza contemporánea, a la que yo ya no reconozco.
–¿Se han roto demasiado las barreras del género y eso la perturba?
–Sí, pero eso no significa que no me guste ver ese tipo de espectáculos; todo me gusta si es bueno. Sin embargo, nada me sorprende como antes. Cuando Pina Bausch llegó a la escena me impactó enormemente. La vi por primera vez en Avignon, hace más de veinticinco años. Pina fue la segunda persona que logró ese efecto en mí. La primera fue Graham: cuando vi un espectáculo suyo me emocioné tanto que no pude hablar durante tres días. Después de ellas nunca más me pasó eso: vivir una emoción profunda frente a una obra de danza.
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