DANZA › BALANCE DEL FESTIVAL DE DANZA INDEPENDIENTE COCOA
Entre las conclusiones que dejó el encuentro internacional, parece claro que en la escena argentina se ha diluido el concepto de compañía, reemplazado por un modo de agrupación menos estable.
› Por Alina Mazzaferro
El Festival Internacional de Danza Independiente CoCoA ha terminado, dejando varias sensaciones. En primer lugar, que cada vez más los coreógrafos son conscientes de la necesidad de crear bases legales para el buen funcionamiento y desarrollo de la actividad: por eso gran parte de los debates durante el evento giraron en torno del nuevo proyecto de ley de danza, pensado para dar forma a un Instituto Nacional de la Danza. En segundo lugar, que los artistas del campo saben que no sólo hace falta talento sino capacidad autogestiva para ser un coreógrafo independiente en Argentina. Por eso los directivos del festival privilegiaron la participación de grupos nacionales y extranjeros que se ocupan de la gestión artística en sus zonas de origen. Por último, como siempre CoCoA dio la posibilidad de mostrarse a los menos conocidos, a los que nunca son convocados desde los espacios oficiales y a quienes recién se inician para mostrar su trabajo.
El final de esta edición deja la impresión de que la producción sigue siendo prolífica y los resultados siempre experimentales, con algunas buenas ideas, fragmentos altamente poéticos, pequeños momentos de insights coreográficos, pero que en líneas generales ignoran la noción de espectáculo. Prácticamente, no hay aquí productos cerrados, concluidos o elaborados sobre una estructura clásica (que supone un principio, un desarrollo y una conclusión); más bien, lo que prima es la prueba y el error, el work in progress que exhibe el proceso de trabajo; ensayos de grupos conformados por poquísimos integrantes reunidos especialmente para la ocasión, lo que da cuenta de una de las más grandes falencias de la danza argentina: la falta de compañías, un problema que se traduce en la ausencia de coreógrafos que puedan desarrollar un lenguaje propio y moldearlo a través del tiempo sobre un cuerpo de baile estable. Así, la danza ya no parecería ser cuestión de ensambles; tampoco de técnicas ni destreza física. El arte del movimiento parecería haberse de-sembarazado de todo aquello.
Entre las obras locales, se percibió un elemento recurrente: el interés de los coreógrafos por trabajar con nuevas tecnologías. Marisa Quintela presentó Sole. No. ID (3D), una investigación sobre un sistema de percepción de imágenes 3D llamado Chromadepth, que produce un efecto estereoscópico a partir de la descomposición del color. La idea era atractiva desde el comienzo: espectadores con anteojitos en una sala teatral, esperando que la tridimensionalidad del espacio real se intensificara aún más. Sin embargo, la obra de Quintela no logró poner a dialogar la pantalla con la escena en vivo; más bien la primera funcionó como fondo de la segunda. Aun así, algunos momentos fueron verdaderamente creativos, especialmente un dúo de cuerpos fluorescentes donde finalmente la superficie corporal sirvió de pantalla-lámina, multiplicando las dimensiones espaciales (seguirá los domingos a las 21 en el Teatro Sur, Venezuela 2255).
Por su parte, Carla Berdichevsky presentó E.A. N 13, pieza cuyo nombre remite a la sigla que aparece en los códigos de barras cuando se pasan por el lector del supermercado. La multimedia fue la herramienta que le permitió narrar la despersonalización de la sociedad actual, mientras puso a bailar a trece individuos-código. Tal vez la propuesta más experimental haya sido la de Liliana Tasso: Arrasstra, un cuerpo sonoro propuso la instalación de dos espacios escénicos simultáneos conectados mediante dos cámaras web y el programa Skype. La misma Liliana bailó sobre una superficie llena de micrófonos que amplificaba cada uno de sus movimientos, acompañada de los jadeos de un actor y la crítica simultánea de una especialista en artes (que la observaban por cámara desde otra sala). Luego de la experiencia, se abrió el debate: el público de un teatro ubicado en algún rincón de Villa Ballester fue invitado a discutir sobre lo que vio en la pantalla. “Esto fue igual a ver moverse un lavarropas y una enceradora”, disparó un señor indignado. Mientras tanto, la audiencia de la sala porteña le respondió más discretamente intentando aleccionarlo sobre las nuevas formas del arte. Un diálogo de sordos que sin embargo resultó tener más teatralidad que la propia performance de Tasso.
En el otro extremo del despliegue tecnológico, Gabriela Romero demostró que se puede ser creativo y lograr imágenes potentes usando muy poco. Resultó muy poética su performance debajo de una gigantesca bolsa plástica en Tres orillas; un monstruo, un mar tormentoso y muchas otras figuras se hicieron presentes en la imaginación del espectador a partir de los simples movimientos de Romero y la bella guitarra de Nicolás Diab. También hubo oportunidades para los menos conocidos: Laura Paolino recopiló sus recuerdos y sensaciones de su formación como bailarina clásica en Amarga Figura, un dúo todavía bastante amateur pero con muchas ganas de bailar. Sorprendieron María Magdalena Giménez y Gisela Cariola en R.E.M., un estudio sobre el sueño entre almohadas y en pijamas que resultó tan creativo como divertido. Julieta Rodríguez Grumberg se sumergió en el mundo de la moda para trabajar sobre la construcción de la identidad femenina a partir de la mirada del otro en Ergo sum. También a Mariela Ru-ggeri le interesó hacerlo sobre la identidad en Maresia. Eleonora Comelli volvió a trabajar con su propia familia: si en otra oportunidad había puesto a su propia abuela en escena, en Linaje exploró los recovecos de la descendencia con sus dos hijos de cinco y nueve años.
También hubo algunas reposiciones: Al ras, de Roxana Grinstein; Serán otros los ruidos, de Vivian Luz; Derivada, de Marina Gubbay; Título, de Laura Kalauz y Martín Schick; El Milagro, de Gabily Anadón; Partida, de Florencia Olivieri. Del interior del país se presentaron Diana Rogovsky, de La Plata, con una propuesta de improvisación; Paula Manaker de Rosario, con un estudio sobre la desolación representado a partir de cuadros humanos; la compañía El Arbol de Mendoza, una de las pocas propuestas con muchos artistas en escena, y Fedra Roberto de Bariloche, que con tierra y una mesa desplegó imágenes muy sensuales.
Entre los invitados internacionales se destacó la compañía española Un poco animal, conformada por Ester Forment y el argentino Sebastián García Ferro. Back es un buen ejercicio coreográfico estructurado a partir de la idea de poner el movimiento en reversa, un producto interesante aunque del tipo de los que ya han sido muy vistos en Argentina, teniendo en cuenta que el juego violento, el contactimprovisation y el bailarín que abandona su ligereza para adquirir peso son elementos que hace casi dos décadas caracterizan a la danza contemporánea nacional. También hubo obras de Paraguay (de Laura Cuevas, Gloria Morel y Tamara Nayar), Ecuador (un solo de Tamia Guayasamin), Uruguay (de la compañía Historia del Frío) y otra propuesta española (de Gabriel Arango). El cierre del festival estuvo a cargo de Teresa Duggan, que presentó Sulky, “una combinación del espíritu oriental con el de la Puna, en el que se mezclan la Pachamama, los rituales, la colonización, la presencia de la Iglesia Católica en lo indígena, todos paisajes y sensaciones que me permitieron dejar volar mi imaginación en sulky”, dice la directora de esta obra que seguirá en cartel los domingos a las 20 en la sala Mediterránea (Tucumán 3378).
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