DANZA › QUé AZUL QUE ES ESE MAR, LO NUEVO DE ELEONORA COMELLI
En la nueva creación de la directora, dos intérpretes jóvenes comparten la escena con dos de más de sesenta años. Los cuatro se cruzan, se observan, se acercan, se rechazan. La proyección de un video y el espectáculo en vivo confluyen en un interesante juego temporal.
› Por Carolina Prieto
La danza suele excluir a aquellos cuerpos que no responden a los cánones de la disciplina. Los prefiere jóvenes, entrenados y musculosos, que son los que pueblan los escenarios locales. Pero actualmente hay una excepción. En Qué azul que es ese mar, la nueva creación de Eleonora Comelli, dos intérpretes jóvenes (Laura Figueiras y Matías Etcheverry) comparten la escena con dos de más de sesenta años (Stella Maris Isoldi, profesora especializada en técnica Graham, y Roberto Dimitrievitch, quien enseñó en el Teatro Colón y en el Taller del San Martín). En Domingo, su primer y elogiado trabajo, la directora ya había sumado al elenco a una persona mayor (su abuela de 80 años), y en la obra que le siguió, Linaje, convivían bailarines y niños.
Su nueva propuesta se puede ver los martes a las 21 en el Espacio Callejón (Humahuaca 3549) y excede el movimiento. Dura cerca de una hora y en la primera parte se proyecta el cortometraje Crucero, realizado por Pablo Pintor a partir del registro de las vacaciones de una pareja, desde los años sesenta hasta el comienzo de los noventa. Un material que compila grabaciones caseras en Super 8 sin sonido, luego con sonido y por último con una cámara digital. El corto muestra a la pareja en playas locales y otras más exóticas, en las Cataratas y a bordo de un crucero; muchas veces con algo de pose frente a la cámara y con la voz en off del marido describiendo paisajes y comentando las dificultades técnicas de los aparatos que usa. Un registro que despierta ternura, humor y que deja ver el paso del tiempo en los protagonistas. Cuando la proyección termina, la pantalla se corre y aparece un gran telón de fondo que reproduce un paisaje de mar y palmeras. Ingresan las dos parejas de bailarines con ropa similar y formas de moverse muy distintas. El juego del doble se duplica: no sólo en relación con el video sino entre los mismos intérpretes, lo que se refuerza cuando se sacan la ropa y quedan en traje de baño (la misma malla para las mujeres y un short parecido para los hombres). Y así como el video los mostraba en sus tiempos mozos y en la adultez, la escena reflejaría una misma pareja en distintos momentos. Se despliega entonces una trama de físicos con capacidades expresivas y cualidades muy distintas. Los cuatro se entrecruzan, ruedan, se sostienen, se manipulan, se observan, se acercan, se rechazan. A veces acompañados por el piano delicado de Ulises Conti, en ocasiones por el silencio apenas interrumpido por sus propios pasos, por la luz solar que asciende del fondo del telón como en una postal, y por el agua que asoma desde atrás y permite que los cuerpos se mojen y patinen. Las voces del cortometraje (breves diálogos y voz en off) reaparecen en la escena en vivo, pero la atmósfera es muy distinta de la del video: algo se ha enrarecido, se ha vuelto más áspero.
“Crucero es un corto que hizo mi marido a partir del registro de las vacaciones de los padres de una amiga, Ana y Héctor. Lo que me impresionó del material y me llevó a querer hacer algo es la transformación física de los protagonistas, cómo el paso del tiempo se hace evidente en sus cuerpos”, cuenta Comelli a Página/12. Egresada del IUNA en la especialidad de Danza-Teatro y formada en puesta en escena junto a Rubén Szuchmacher, considera que el espectáculo en vivo no intenta adaptar el video a la escena. “Son dos campos distintos y pretender hacerlo sería caer en algo literal e ilustrativo. Parto del video pero salgo de ahí, no intento reproducir nada, por más que hay algunos puentes entre los dos lenguajes”, destaca. De todas formas, tuvo que sumergirse en el cortometraje para tomar ciertos elementos y también para despegarse de él. “Lo analicé en profundidad para tener bien en claro su tema principal, las otras cuestiones que aparecían y la estructura, que está dada por el delante y el atrás de la cámara”, comenta. Le interesó plantear en escena un juego temporal, sugerir climas entre los cuerpos y, sobre todo, mostrar la transformación sin velos. “El paso del tiempo está planteado sin adjetivación. No son cuerpos que pretenden parecer más jóvenes de lo que son. Desde ahí empezamos a jugar con los vínculos”, explica. Así es como surgen manipulaciones, acercamientos, sometimientos. “En este sentido, los momentos románticos y tensos del video reaparecen en escena. Pero a diferencia de cierta pose del audiovisual, preferí dejar esa actitud de lado. Quise tomar los cuerpos tal como son y están, no que parezcan otra cosa”, advierte.
El artista norteamericano Bill Viola fue para ella una referencia importante. El año pasado, este creador presentó su trabajo en el Parque de la Memoria: una muestra de videoproyecciones en las que el cuerpo y el agua son protagonistas. Algo parecido sucede en la bellísima imagen final de la obra de Eleonora, con los intérpretes desapareciendo lentamente de la vista del público en una pileta llena de agua, como regresando quizás al punto de origen. A poco del estreno, Comelli está contenta con la recepción que está teniendo la obra. La sala se llena de un público heterogéneo, como su elenco. Una satisfacción que compensa el esfuerzo y los sinsabores previos. “El proceso de creación fue largo: un año y medio con mucha exploración y búsqueda, ensayo y error, incertidumbre. Recibimos subsidios pero nunca alcanzan. Espero que la Ley Nacional de Danza que acaba de llegar al Congreso se concrete y nos permita trabajar con mayor respaldo”, concluye.
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