DANZA › BALLET ESTABLE DEL TEATRO COLON
Sin contexto escenográfico, el repertorio permitió el lucimiento de los bailarines.
› Por Alina Mazzaferro
El segundo módulo del programa de apertura de la temporada de ballet del Teatro Colón traería el veredicto: efectivamente, Raúl Candal, quien recientemente ha asumido la dirección de la compañía que dejó Oscar Araiz, ha fomentado una vuelta a las raíces. Una vez más, como en la primera parte que pudo verse hace dos semanas, el espectáculo se compuso –a imagen y semejanza de los programas que se presentaban cuando Candal era una figura del cuerpo de baile– por un fragmento de una archiconocida obra clásica, un compilado de pas de deux y un cierre con la fuerza de la danza de caractère. Sin embargo, entre lo que pudo verse en aquella oportunidad y el estreno del viernes pasado, hay diferencias sustanciales. En el Programa Apertura I, la elección del repertorio había dejado al público con la amarga sensación de estar viendo sólo un espejismo del esplendor del ballet del primer coliseo, pues los fragmentos de las obras seleccionadas necesitaban de un despliegue y una puesta en escena que sólo pueden encontrar sobre el gran escenario del Colón. En cambio, las piezas programadas en el segundo módulo permitieron que se lucieran los verdaderos protagonistas: los bailarines. Sin un contexto escenográfico, la seguridad que da “bailar entre el montón” o el apoyo del relato, cada número dejó al descubierto la capacidad técnica y expresiva de los intérpretes, pero también sus puntos débiles y falencias.
El espectáculo comenzó con el Pas d’action del primer acto de La bayadera, que el mismo Candal repuso de acuerdo con la obra de Marius Petipa. Al igual que había sucedido con Raymonda, en el primer módulo del programa, aquí se eliminaron los elementos trágicos de la obra para exponer a un cuerpo de baile radiante, danzando la felicidad. Una Miriam Cohelo de rostro hiperexpresivo y un Alejandro Parente correcto en su rol de danseur noble fueron quienes encabezaron un elenco prolijo, pero sin grandes lucimientos individuales (en las últimas tres funciones podrá verse a Hernán Piquín en el papel de Solor). La segunda parte, en cambio, puso al público alerta, atento a cada movimiento de los bailarines, que debieron atravesar, uno a uno, la prueba de los pas de deux. Si bien ésta es la oportunidad de que cada artista pueda lucirse tanto interpretativa como técnicamente, es cierto que la audiencia, en general, ávida de rond de jambes fuettés y jetés de ciento ochenta grados, prioriza el virtuosismo por sobre la interpretación, rescatando de una compleja obra sólo la destreza propia de un número de circo. Sin embargo, esto no fue lo que ocurrió en Espartaco, sin duda lo mejor de todo el programa. Karina Olmedo y Vagran Ambartsoumian desplegaron su técnica pero sólo en función de la intensidad de la obra. Candal supo recrear, sobre la música de Aram Khachaturian, la relación entre este esclavo y su amada, ya no una doncella o un espíritu etéreo de ballet blanco, sino una mujer de carne y hueso, impulsiva y pasional (excelentemente abordado por Olmedo).
Otro dúo destacable fue el de El Corsario, interpretado por Silvina Perillo y Leonardo Reale. Estos no realizaron el archiconocido pas de deux de esta obra sino otro, el Pas d’esclaves del primer acto, igualmente valorable por las grandes proezas aéreas que el bailarín debe realizar, de las cuales Reale salió airoso (ya había demostrado su capacidad de salto en Diana y Action y en roles de caractère). Lo singular de este número radicó en el modo en el que ambos intérpretes lo encararon, exagerando sus expresiones en clave cuasi-cómica, lo que sorprendió gratamente al público. Los otros dos pas de deux tuvieron sus altibajos: Las llamas de París, que ya se había visto en el programa anterior, fue interpretado por un Federico Fernández correcto pero no aún del todo maduro y una Natalia Pelayo naïf y graciosa, que falló en las últimas piruetas de su variación. Mientras tanto, Gabriela Alberti y Edgardo Trabalón no pudieron sortear algunas dificultades del Grand pas de deux del tercer acto de La bella durmiente del bosque (Trabalón tuvo serios problemas para preparar sus tours en l’air o terminar los mismos en arabesque).
El programa concluyó con un número que, si bien utiliza elementos del lenguaje moderno (un “moderno-histórico”, según los parámetros actuales) fusionados con otros del flamenco, puede ya ser considerado, por su valor coreográfico, como parte del repertorio tradicional del teatro. Se trata de Bolero, la obra de José Zartmann que fue presentada en el Taller Coreográfico del Teatro Colón en 1989 y luego incorporada al repertorio de la compañía estable en 1992. La misma se monta sobre el crescendo musical de la famosísima pieza de Maurice Ravel: primero, un chasquido; luego palmas y, en seguida, zapateo. El solo se transforma en un dúo y pronto aparecen grupos de hombres y mujeres que se superponen coreográficamente hasta que toda la compañía, en escena, estalla como un prisma con los platillos finales de Bolero.
La perlita final fue doble: en escena, el mismo Zartmann saludó a un público que fervorosamente le devolvía el saludo, una vez más, constatando que su obra, lejos de haber perdido vigencia, aún sigue viva. Mientras tanto, en un palco cercano, una nena de no más de ocho años desplegaba entusiasmada sus largos brazos, imitando port de bras y reverencias. Una fehaciente prueba de que la danza clásica sigue fascinando a las nuevas generaciones y, sobre todo, de que el ballet estable había cumplido su cometido.
8-PROGRAMA APERTURA 2 BALLET ESTABLE TEATRO COLON
Coreografía y reposición: Raúl Candal, José Zartmann.
Iluminación: Rubén Conde.
Dirección: Raúl Candal. Teatro Presidente Alvear,
Corrientes 1659.
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