CULTURA › ANA CACOPARDO Y ANDRES IRIGOYEN HABLAN DEL FILM OJOS QUE NO VEN
Los directores sostienen que el documental, ganador del Festival de Derechos Humanos DerHumALC, “nos tiene que invitar por un instante a ponernos en los zapatos del otro”. Ojos que no ven da cuenta de los abusos que sufren los presos en diversas cárceles argentinas.
› Por Oscar Ranzani
Recientemente ganador de la Competencia Oficial de Largometrajes del Festival de Cine de Derechos Humanos DerHumALC, que finalizó el miércoles, el documental Ojos que no ven, dirigido por Ana Cacopardo y Andrés Irigoyen, impacta por la sensibilidad con que la dupla abordó la temática de las violaciones a los derechos humanos en un puñado de cárceles de la provincia de Buenos Aires y en Rawson, a partir del relato de historias de vidas signadas por el encierro que logran una llegada mucho más conmovedora –y, por momentos, desgarradora– que cualquier estadística numérica. Con respecto a la obtención del flamante galardón, Cacopardo señala que para el equipo –que completan Mariana Martínez en la producción periodística y Martín Ladd en el montaje– “fue muy importante, en la medida en que un premio de estas características permite subrayar los temas que plantea la película. Permite hacer visible lo que es invisible. En este sentido, la posibilidad de exhibición, de debate y de circulación de los temas y de los personajes que plantea la película se potencia enormemente con un premio de estas características”.
Filmado en una decena de cárceles y comisarías bonaerenses (Magdalena, Campana, Los Hornos, Bahía Blanca, etcétera) y en Rawson, entre 2005 y 2006, Ojos que no ven tuvo su raíz cuando el Comité contra la Tortura, de la Comisión por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires, realizó inspecciones en unidades penitenciarias. “Empezamos a hacer esos recorridos en los tiempos post Ruckauf, cuando el ‘meterles bala a los delincuentes’ y el endurecimiento de las leyes de excarcelación definieron, sobre todo en los penales de la provincia de Buenos Aires, unos niveles de hacinamiento y de indignidad realmente sin antecedentes”, comenta Cacopardo quien, además de periodista, es la directora ejecutiva de la Comisión. Pero ese registro audiovisual sirvió como disparador, ya que la idea de la película surgió después.
Básicamente, Ojos que no ven está estructurada a partir de cuatro historias: Ramón (que efectúa comentarios tremendos sobre el funcionamiento del servicio carcelario); David y Adela, dos jóvenes que rondan los treinta años, y Luisa, una madre que viaja periódicamente a Villa Rosa, donde está detenido su hijo. “El caso de Luisa nos pareció interesantísimo: después de muchas charlas, ella nos contó cómo se relaciona con el mundo de la cárcel”, recuerda Irigoyen. “Es un estereotipo de clase media, muy buena enfermera, terapista de un hospital capitalino muy importante –agrega Irigoyen–. Un día, ella pasaba por la cárcel de Caseros, le cayó una papa, miró para arriba y dijo: “A estos negros de mierda habría que matarlos a todos’. Y en dos o tres meses su hijo terminó en la cárcel. Realmente entendió y fue una patada en la boca tener que transitar ese mundo.” Irigoyen reconoce que al equipo le pareció “un ejemplo importantísimo de cómo una persona puede virar en su sentimiento a partir de la experiencia propia”.
“La historia de Ramón es muy fuerte por el análisis que tiene de cómo funciona el Servicio Penitenciario”, señala Cacopardo, mientras menciona el porqué de la elección de los otros dos protagonistas del documental: “Si hay que relevar en la película a los personajes que representan a quienes hoy mayoritariamente pueblan los penales de la provincia, ellos son Adela y David. Son los hijos y nietos de los ’90. Claramente. Rostros como los de ellos que ingresaron al circuito de la delincuencia de la mano de la droga, que salen y no tienen posibilidades de reinserción pero que, sin embargo, tienen un resto enorme. Y pueden dar cuenta de cómo funciona el sistema, de lo que pasa, de cómo trabaja la Justicia”, subraya Cacopardo.
–¿El hecho de que la vida del preso parezca que no vale nada es sólo una cuestión de políticas penitenciarias o es un problema cultural de la sociedad?
Ana Cacopardo: –Claramente es esto último.
Andrés Irigoyen: –Van de la mano.
A. C.: –Hay una legitimación, de alguna manera. Hay porciones de la sociedad “eliminables”. Primero lo constituimos como “otro”, desponjándole su condición de persona. Cuando le despojamos de su condición de persona se vuelve “eliminable”. Esto sucedió en la Argentina en los ’70 y ese otro era el enemigo político: los “delincuentes subversivos”. Pasado el tiempo, en la Argentina, signada fuertemente por la exclusión social, hay una porción muy importante de la sociedad que legitima claramente, asiente y da por sentado que estas vidas son descartables. No importa el destino de esta gente. Nadie se hace responsable, nadie se mira en ese espejo. La imagen que nos devuelven las cárceles es la imagen de nuestra sociedad. Entonces, creo que hay una legitimación muy fuerte en relación con su pregunta. Por eso, para nosotros en la película era tan importante la sensibilidad en el acercamiento a los personajes. En ella no decimos qué hicieron en ningún momento. No afirmamos que son inocentes. Su pena es la privación de la libertad, pero son personas, tienen deseos, esperanzas, ansias de futuro, quieren un hijo.
–Antes que centrarse en la frialdad de las estadísticas, ustedes decidieron abordar historias humanas. Es decir, buscaron rescatar a los detenidos como lo que son: seres humanos.
A. I.: –Sí, absolutamente. Un ejemplo de lo descartables que son estas vidas fue lo que pasó en Magdalena. En medio de nuestro rodaje, hubo un incendio en el penal de esa localidad, donde murieron treinta y tres reclusos. Cuando fuimos a ver qué había pasado, en medio hubo una confesión (sin saber qué estábamos grabando) de que se podría haber evitado con abrir un candado. ¡Un candado! ¡Treinta y tres vidas por un candado! Nosotros vimos que, en gran parte de los penales, a los candados los abren con matafuegos porque perdieron la llave. Entonces, es un golpe. Hubo alguien que no quiso dar un golpe para abrir un candado y salvar a treinta y tres personas.
A. C.: –Era más importante evitar la fuga que garantizar la vida.
–Ramón plantea que en la cárcel se aprende a robar, matar, traficar, secuestrar... En ese contexto, ¿es posible creer en la reinserción social de los detenidos? O mejor dicho, ¿existe el interés de que esto sea factible?
A. C.: –La película nos tiene que invitar por un instante a ponernos (y es lo que pretendimos) en los zapatos del otro, en las historias del otro. Hay muchas ganas, muchos deseos de vivir, de reconstruir futuro, proyectos. Pero claro, si vos me preguntás qué son hoy las cárceles, yo digo claramente que hoy las cárceles no son un espacio de resocialización. Son espacios que reciclan violencia, pero en ese contexto son muchos los que resisten. Los que resisten para preservarse como personas y para preservarse de una lógica donde estructuralmente lo que prima es la violencia. En algunos debates que hemos tenido con la exhibición de la película, nos preguntaban: “¿Por qué muestran este costado? Porque también en los penales pasan otras cosas: hay gente que termina los estudios, que aprende a leer y escribir en la cárcel, y hay talleres de teatro...”. Y es verdad, también pasan estas cosas. Pero uno de los ejes de la película es que la violencia estructural gobierna las cárceles. Es decir, la lógica de la violencia es la que define el funcionamiento de las cárceles. Todo lo demás está subordinado a esa lógica. Para nosotros era importante dar cuenta de esto, y de cómo, aun en ese contexto, hay vidas que resisten, que reclaman una oportunidad.
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