CULTURA › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Formaron parte del imaginario de una generación que creció con cuatro canales en blanco y negro, autitos de plástico tuneados con plastilina y cucharita y el Meccano como expresión de tecnología de punta. Cuando Joe 90, Thunderbirds, Stingray o Supercar aparecían en pantalla, el mundo se detenía. Pero la fascinación por las marionetas de Gerry Anderson llegaba al éxtasis con Capitán Escarlata y su saga de lucha contra los marcianos (en el original, los Mysterons del planeta Marte), que podían revivir personas y animales reconvertidos al mal. El director inglés había inventado la supermarionation, una forma de animación que permitía el milagro de que los muñecos movieran los ojos y la boca en sincro. Por lo demás, la fantasía era parte fundamental del fanatismo: los toscos movimientos del Capitán Escarlata, su compañero Blue, el Capitán Black (su némesis, humano convertido en líder de la invasión marciana), el Coronel White y los Angeles, bellas aviadoras que custodiaban la base en las nubes, no iban en detrimento de las historias. Se les veían los hilitos, pero a quién le importaba eso.
Curiosamente, a los que no se veía nunca era a los marcianos: haciendo abstracción de la sci-fi imperante en los ’60, Anderson tuvo la inspirada idea de que la presencia invasora solo se revelara a través de dos enigmáticos círculos de luz que pasaban sobre el humano muerto y lo volvían a la vida. Mostrando lo que supuestamente se debía ocultar y escamoteando los enanitos verdes de rigor, las marionetas de Gerry –y sus hilitos– hicieron historia.
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Militante de centenares de batallas por la dignidad y los derechos de las mujeres, íntima amiga de Néstor Perlongher –en estos días se la puede ver mostrando raras fotos del poeta en el notable film Rosa Patria, de Santiago Loza–, Sara Torres supo contagiarle a este que escribe una definición que solía soltar ante personajes fatuos, sobreactuados, directamente fallutos: “Se le ven los hilitos”. La definición, tan precisa como corrosiva, tiene aplicación universal, que excede las analogías más obvias.
En estos días, la pantalla de TV repite un aviso publicitario de una proveedora de servicios de telefonía celular protagonizado enteramente por niños. En situaciones típicamente infantiles o en reproducciones de la vida adulta trasladadas a los niños, los locos bajitos hacen uso de las aplicaciones de sus teléfonos para transmitir la necesidad de que todo pequeño tenga su primer aparato. En la brutalidad del mensaje, la búsqueda directa de provocación, se ven los hilitos del pensamiento publicitario. Al dejar a un lado todo prurito sobre la explotación comercial del infante se pone al descubierto la intención y el deseo de que la polémica se desencadene, que alguien salga a argumentar su indignación y los creativos publicitarios salgan a defenderse, dándole forma a una bola de nieve que en última instancia ayude a eso que la publicidad busca: que la marca esté en boca de todos y los aparatitos –o los contenidos digitales, que hoy son un negocio tan grande como el del hardware– se vendan.
No cuenten con esta columna, muchachos. Que las publicidades, esas piezas de ficción que nos quieren convencer de que debemos salir corriendo a comprar equis producto, sigan haciendo su negocio. Que los padres que no quieren contaminar aún a sus pequeños con la dependencia tecnológica se abstengan de comprarles celulares, y que los padres a los que no les parece tan tremendo se los compren. Pero sepan que esta vez los hilitos son aún más gruesos que los que movían a Joe 90.
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Hablando de publicidad: esta semana, otra campaña dejó ver hilos mal disimulados. El lunes por la tarde, Diego Armando Maradona dio una conferencia de prensa en la que, ante una pregunta de Marcelo Benedetto, habló de que el Mundial ’78 y el Mundial ’86 habían sido una gran cosa pero hacía 24 años que no se ganaba nada, que había que revelar nuevos héroes y escribir una nueva historia. Al día siguiente, Buenos Aires apareció empapelada por afiches de la marca Nike con el 1986 tachado y un 2010 con la leyenda “Escribamos historia”. No solo eso: la campaña se repitió en Clarín y La Nación con tres páginas de avisos que reproducían, palabra más, palabra menos, el concepto del discurso del Diez. Curiosa repentización, aún más curiosa si se considera que –como contó el periodista Pablo Vignone en este diario– Benedetto suele animar eventos corporativos de Nike. Hace años, Manu Chao le comentaba a este cronista que para él era claro quiénes protagonizarían la final de Francia ’98: Adidas y Nike. Adidas viste a la Selección Argentina. Nike mueve hilos para embarrarle la cancha. Y en los pasillos futbolísticos se habla de mordidas que nada tienen que ver con perros rabiosos.
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Se le ven los hilos a un estribillo tribunero, a un blanquito imitando el discurso gangsta rap, a un solo de guitarra de épica forzada, a un profesor que intenta tocar el Himno en la flauta traversa al iniciar las clases, a los libros de autoayuda al estilo Sea millonario en un año, al grupo inglés que llena estadios con un correcto pastiche que roba un poquito de Los Beatles, un poquito de Blur, otro poco de Oasis y un buen cacho de U2, al locutor televisivo que descarga ironías ante cualquier cosa que haga el Gobierno pero cuando habla de las pistolas Taser de Macri solo señala al pasar que “una ONG dijo que eran peligrosas”, ocultando que la ONG en cuestión es nada menos que Amnesty International y lo que dijo es que son instrumentos de tortura. Se les ven los hilos a los argumentos de telenovela que vuelven sobre el niño rico-mujer humilde (o viceversa) y la mujer que no sabe que ése es su hijo perdido, y que cuando afloja el rating ponen en riesgo de muerte a la mitad más uno del elenco. Se le ven los hilos al futbolista-marioneta que vuela por los aires ante un mínimo roce y gesticula para la tribuna y las cámaras de TV. Se le ven los hilos al jingle publicitario que suena casi igual al hit de la radio, al músico en decadencia que arma un compilado de covers clásicos o intenta volver al ruedo con un festival solidario, al movilero que intenta poner la frase efectista en boca del entrevistado callejero de ocasión, al arengador AM que pide mano dura, mano dura y mano dura. Algunos programas televisivos de archivo revelan los hilos que mueven a ciertos políticos, cuando contraponen sus declaraciones de estos días en el Congreso y las cosas diametralmente opuestas que decían y hacían en los ’90 o en 2001.
(Si se lo mira bien –vamos, haga el esfuerzo, usted puede–, Carlos Saúl I, Rey de Anillaco en desagradable rentreé, parece una marioneta de Gerry Anderson.)
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Being John Malkovich, brillante película de Spike Jonze protagonizada por el fracasado titiritero de John Cusack, entrega inolvidables reflexiones sobre el arte de la manipulación. En 2004, Trey Parker y Matt Stone rindieron su propio homenaje a Gerry Anderson. Lo hicieron, claro, a su manera: con el mismo espíritu salvaje de South Park, el dúo puso en acción a Team America: World Police, una fascista escuadra de marionetas que, en nombre de la pax americana, es capaz de arrasar con todo a puro balazo y bombazo. Con la posibilidad tecnológica de borrar todo rastro de las cuerdas que mueven al muñeco, Parker y Stone las dejaron bien a la vista, una ácida denuncia del estado de las cosas en su país.
Anderson aún vive: en 2005 hizo un New Captain Scarlet plasmado en un CGI tecnológicamente intachable. Pero ya no es lo mismo. A veces es mejor que los hilos estén a la vista, para al menos tratar de saber quién es el que está allá arriba moviéndolos.
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