CULTURA › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
El Diccionario Etimológico del Lunfardo de Oscar Conde define “engrupir” como “Embrollar, distraer, atraer con halagos/ Engañar, embaucar, mentir”, y remite a “Grupo”: “Ayudante del ladrón, cuya misión en la estafa es atraer a la víctima/ Mentira, embuste”. Debe haber sido esa cercanía cronológica con el lenguaje de los tangueros lo que llevó a que, en los albores del rock argentino, no se hablara de grupos sino de conjuntos. En los programas musicales televisivos de la época también presentaban muchos “conjuntos beat”, pero sus himnos pasatistas sí que eran puro grupo. Litto Nebbia, Luis Alberto Spinetta o Javier Martínez no hablaban de su grupo sino de su conjunto, y Pinap, Pelo y Expreso Imaginario reflejaban la actividad con esa terminología. Sólo con el correr del tiempo se familiarizó lo de “tengo un grupo” o, más aún, “acá en la esquina toca una banda de blues”. Hoy ya casi nadie dice “armemos un conjunto”, del mismo modo que se escucha poco que alguien diga “A mí no me vengas a engrupir”: más de uno lo miraría como quien siente un penetrante olor a naftalina.
En cierto punto de la historia reciente, el grupo también dejó de ser sinónimo de cartón pintado para adquirir una pátina de peligrosidad. Cuando el sindicato de los asesinos tomó el poder en 1976, se le indicó a la población que toda reunión callejera de más de tres personas sería considerada una alteración del orden público, un intento de conspiración, una célula subversiva, y se actuaría en consecuencia. Este cronista recuerda aún el terror de ciertas madrugadas, cuando se veían a la distancia las luces del patrullero y el grupo de amigos debía desperdigarse, tirarse en el cordón de la vereda al abrigo de un auto, meterse en un edificio, salir de la vista, desaparecer. Los milicos no sólo borraban gente en sus campos de concentración, también buscaban eliminar toda forma de agrupamiento, de coincidencia, de organización, aunque no fuera más que de una amistad adolescente. Los que se juntaban en la calle Bogotá al 2300 no eran un grupo de amigos, eran una barra, un término que hoy se antoja demasiado parecido al barrote.
Quizá fue a fines de 1983 que el grupo dejó de ser una mentira o una actividad peligrosa para ser simplemente eso, un grupo. Los recitales gratuitos de enero y febrero de 1984 fueron una suerte de bautismo de fuego, un signo de época. En Barrancas de Belgrano podían tocar las figuras más relevantes de la escena de entonces, pero a los shows se acercaban grupos moderados de entre cinco mil y diez mil personas: hasta ese punto la práctica de agruparse se había oxidado, hasta ese punto había que superar el miedo a que alguien advirtiera que eran más de tres personas y obrara en consecuencia. Hoy que damos por sentada nuestra libertad, y que el rock forma parte natural del tejido social, si Spinetta o Fito (dos de los que se subían a esos tablados) se presentaran allí las Barrancas rebasarían.
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El grupo es, por supuesto y sobre todo, una forma de pertenencia: nos agrupamos con quienes coincidimos, y hasta en los “grupos de discusión” hay coincidencia en que hay algo que discutir. Es por eso que uno de los pilares en los que se apoya el fenómeno Facebook –que acaba de superar a Google, nada menos, para ganar el podio del sitio más visitado de la web– es sin dudas su herramienta de Grupos. Un recurso que, como sucede con otras aplicaciones de la red social inventada por Mark Zuckerberg, se ha convertido ya en un chiste medio remanido, trillado. Eso no le quita interés: tímidamente al principio, con bríos después, finalmente de modo exasperante, el recurso de definir y abrir un grupo virtual, comunicarlo y difundirlo sirve, también, como radiografía de la sociedad real.
Sería engorroso enumerar aquí semejante abanico de posibilidades, pero baste decir que en todas se esconde una forma de pertenencia, una declaración de principios. Cuando alguien “pide amistad”, el que recibe ese pedido suele echar un vistazo a los grupos a que pertenece el solicitante, una forma de “conocerlo”. Abundan los “Odio a...” y ya hubo algún debate sobre “Basta de grupos que dicen ‘Odio a’”; como hay de todo en la viña de la red, uno se puede encontrar con deformidades como “Odio a The Beatles y me enorgullezco de eso” (17 miembros). Pero los hay también de expresión de deseos, como el que propone a Víctor Hugo Morales como relator de los partidos del Mundial en la TV Pública. El periodista uruguayo ya dijo que eso no sucederá, pero de todos modos el grupo airea su entusiasmo por superar los 4 mil miembros. Y por cada personaje puede haber un apoyo, sea a la Presidenta o a Cobos, a Carrió o a Marcó del Pont, a Estela Carlotto o al Tigre Acosta. Y hay grupos de protesta y grupos de propuesta, grupos humanistas y grupos neonazis, grupos que responden a otros grupos, grupos con cierta lógica y otros decididamente inexplicables. Cada cual encuentra su bandera, define su personaje facebookiano y se agrupa en la sociedad de ceros y unos.
Hay quien dice que en algunos casos el grupo de Facebook no es más que un sucedáneo de la verdadera militancia, una forma de expresar indignación sin mayores consecuencias y calmar la conciencia con que “algo estoy haciendo con este atropello, y joder, el grupo ya tiene 2500 miembros y vamos por más”. Fulano se ha unido al grupo “Basta de destruir la educación pública”, y a Mengano Le gusta y se une y lo recomienda, y Zutano se une y así, y parece que la revolución está en marcha. Pero a veces las cosas pasan de lo virtual a lo real: aunque haya contado con cierta amplificación televisiva, es cierto que la marcha propuesta en FB por el grupo 678 terminó corporizando una buena bocha de gente en la Plaza de Mayo. En los días del nombramiento de Abel Posse como Ministrosaurio de Educación, fueron muchos los que sintieron que la indignación expresada en un puñado de grupos multitudinarios contribuyó a la cosa pública, al deseado desenlace del paso al costado del fascista. El teclado y el mouse como palancas de cambio.
Y así, en la pantalla y en la vida, se siguen formando grupos. Grupos que tocan y grupos que hablan, grupos que celebran o denuestan, grupos que son grupos y grupos que son lunfardo: hasta el futbolista que acaba de patearle la cabeza al compañero que erró un pase trascendente sale del vestuario y declara a las cámaras que “el grupo está bien”. Hasta un grupo de legisladores que hasta hace poco se hacían macumbas entre ellos se ajustan la corbata, el traje sastre, y declaran muy orondos que son un grupo unido en pos de un país mejor.
Y uno siente que lo están queriendo engrupir.
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