CULTURA › EL ESPACIO PARA LA MEMORIA, PROMOCION Y DEFENSA DE LOS DERECHOS HUMANOS
La librería y editorial Eterna Cadencia convocó a cinco escritores para tomar parte de una visita guiada a la ex Escuela de Mecánica de la Armada: lo que comenzó en sobrecogido silencio terminó con profundas reflexiones sobre el horror estatal.
› Por Silvina Friera
Las gotas de lluvia son como nudos que se desatan al estrellarse en Libertador. El taxista no necesita la dirección exacta; le basta escuchar esas cuatro letras que se anudan en una sigla, ESMA, para dirigirse, sin preguntar, a ese nudo complejo enquistado en la trama urbana de Núñez, el núcleo duro de la actividad represiva de la dictadura. A poco más de diez cuadras de la ex Escuela de Mecánica de la Armada, una frase en aerosol blanco, sobre una chapa verde de una obra en construcción, instala un nudo en la garganta: “24 de marzo, día de la venganza terrorista”. De pronto, como si el paisaje se viniera de bruces, el taxi frena en una de las entradas del ex centro de detención, que desde 2004 es el Espacio para la Memoria, Promoción y Defensa de los Derechos Humanos. “La visita guiada es un hecho político; no es un relato como un paquete cerrado”, dice Celeste, una de las guías, a Martín Kohan, Félix Bruzzone, Gabriela Cabezón Cámara, Hernán Ronsino y Martín Caparrós, escritores convocados por Patricio Zunini, de Eterna Cadencia, para recorrer las zonas que se erigieron en dispositivos de la máquina del terror.
Gotea lento el sonido del agua, como si anticipara el andar moroso, reconcentrado, que se prolongará más de tres horas. Mariana, antropóloga, es parte del equipo que se encarga de las visitas guiadas. El silencio de los escritores, afilado como un cuchillo, se rompe con una anécdota que cuenta la antropóloga, acaso para atemperar las primeras impresiones. “Una sobreviviente dice que nunca le arreglaron mejor los dientes que en la enfermería de la ESMA”, recuerda para graficar desde un testimonio no exento de humor negro el cuidado de la vida en un contexto concentracionario. Celeste propone obviar cuestiones del contexto político y económico porque la narración de los guías se adapta al perfil de los visitantes. No es un relato estático; se construye a partir de demandas e intercambios de quienes desean patear el espacio y digerirlo como puedan. Pero con un tono pedante y a la defensiva, que descoloca a los guías, Caparrós se opone y no oculta su fastidio. “Un museo es un discurso sobre una época”, advierte. La cordialidad se astilla. Mariana “corrige” amablemente una palabra errática de la fundamentación del escritor. “Esto no es un museo enquistado en el pasado –aclara la guía–. El nombre Espacio para la Memoria surgió del consenso con todos los organismos de DD.HH. Un museo tiene un sentido común anclado en el pasado; acá, el espacio está presentado como un lugar que tiene consecuencias en el presente porque todavía no se sabe dónde están los desaparecidos.”
El edificio permanece vacío, tal como fue entregado por la Marina en diciembre de 2004. La única intervención material fue la de carteles de señalización no intrusivos, que no afectan la materialidad de la construcción. Allí se explica el funcionamiento de cada área, con fragmentos de testimonios de sobrevivientes y planos de diferentes épocas y reformas. Y sin embargo, al andar –con la precaución de no apoyarse en las paredes porque el edificio es material probatorio en los juicios–, ese vacío se llena de mayúsculas y minúsculas, de puntos aparte y puntos suspensivos, más de los que uno quisiera, las comas, los adjetivos y sustantivos, la música de verbos ásperos que conforman una sintaxis del terrorismo de Estado.
Por una de las calles internas, paralela a Libertador, los escritores caminan hacia el Casino o Casa de Oficiales, primera escala de la recorrida. Hernán Ronsino compara su paraguas y el de Félix Bruzzone con el de Rucci cuando volvió Perón. “Una foto en la que hasta el paraguas, allá en lo alto, parece contento”, bromea Ronsino. “Puede ser; pero en medio del día gris y el agua, con las zapatillas mojadas, todo mojado, nuestra visita pinta más bien triste”, dice Bruzzone, autor de los cuentos 76 y la novela Los topos, que nació en agosto de 1976. En marzo de ese año desapareció su padre; en noviembre, su madre. Ambos militaban en el ERP y estuvieron en el centro clandestino de Campo de Mayo.
Andrés, el tercer integrante del equipo de guías, se detiene en un lugar atravesado por una raya. Cuando la patota salía de caza y regresaba con los secuestrados, los guardias bajaban una cadena en señal de que ingresaban a la zona restringida. La contraseña era “Selenio”, clave que refería a partidas de ajedrez y que era “sinónimo” de la ESMA. La escucharon todos los encapuchados y esposados en los baúles de los autos. “Los griegos antiguos usaban Selenio para hablar del resplandor de la luna”, comenta Gabriela Cabezón Cámara, autora de La virgen Cabeza, impresionada. Las paredes descascaradas del Casino de Oficiales –que alojó al director de la ESMA, Rubén Jacinto Chamorro, además de ser la sede del Grupo de Tareas 3.3.2–, el olor a humedad y el registro de los sonidos, los aviones que rugen y cruzan sobre la avenida que ya no se ve, agudizan la experiencia sensorial. Torturados y encerrados, sin posibilidad de moverse, con grilletes y encapuchados, los detenidos contaban los pasos o se orientaban por el timbre del colegio Raggio y los gritos en los recreos. En la planta baja están el Salón Dorado y las dependencias del comedor de oficiales, salón de conferencias y sala de reuniones, donde se realizaba la inteligencia y planificación. Los guías detallan las reformas que se hicieron cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) inspeccionó el predio, en 1979: una galería que antes debió ser abierta tiene los techos bajados y mosquiteros. La visita obligó a los militares a “emprolijar” partes del edificio que figuraban en las denuncias. Se tapó la escalera al sótano y fue clausurado un ascensor.
Cabezón Cámara repara en la casa del almirante y dice que “como capataz en la estancia, Chamorro vivía en el campo con su familia, cuidando la producción”. “El Tigre Acosta, bestia work- hólica, cuentan que trabajaba jornadas de hasta 24 horas. Desde su ventana, controlaba lo que entraba y salía del Casino.” Bruzzone observa que las cosas son bastante más explícitas. “Es necesario señalarlas, también, pero antes de cada explicación ya se puede sentir que ahí todavía queda algo. Porque el lugar creo que es eso: la evidencia y el esfuerzo inmenso por conservarlo.”
Por la ESMA pasaron 5000 detenidos-desaparecidos que fueron conducidos al sótano del Casino, un gran pasillo sostenido por columnas de hormigón, donde los alojaban en las primeras horas de cautiverio. Aquí se iniciaban los tormentos, el quiebre para la obtención de información, el trabajo esclavo. Se simulaba colaborar como estrategia de supervivencia con el proyecto político de Emilio Massera. La grisura de esa escenografía “minimalista”, el color de la violencia concentracionaria, devora todo. Aún se percibe el hollín de tres incendios –dos accidentales y uno por un intento de fuga– estampado como una cortina negra, viscosa y compacta. Se paraliza la respiración, se paraliza el pensamiento o se tilda, como una computadora que hay que resetear, cuando se lee el letrero “Avenida de la Felicidad” –humor siniestro el de los uniformados–, que atraviesa ese espacio rectangular y se prolonga hasta el fondo, donde están las que fueron piezas de tortura prolijamente numeradas: 12, 13 y 14. En esa especie de caja de zapatos amplificada funcionaba una enfermería y un laboratorio fotográfico que se utilizó para falsificar documentación, como la que usó Alfredo Astiz para infiltrarse en las organizaciones de DD.HH. con el nombre de Gustavo Niño, simulando ser familiar de un detenido-desaparecido, o el título trucho con el que se consiguió que el hijo de Chamorro “aprobara” el secundario.
Quizás el hecho de escuchar o leer sobre las experiencias en la ESMA, narradas una y otra vez, fue rebajando poco a poco el horror original. “Duele y sorprende –admite Cabezón Cámara–. No veo nada que no supiera. No veo nada que no hubiera leído antes. Lo escribió Hannah Arendt, lo relató Primo Levi, lo volvió a pensar Giorgio Agamben: los modos de producir exterminio del siglo XX fueron similares a los de producir autos, chorizos o juguetes a cuerda. Y los verdugos, gente con ambiciones semejantes a las de cualquier gerente, operario, burócrata. La ESMA fue una fábrica de muerte y funcionaba como tal. Pero caminando por sus pasillos, veo los planos de los diferentes estados de la ‘fábrica’, que se iba adaptando, como cualquier empresa, a sus necesidades operativas –plantea la escritora–. Que no hay nada sagrado no es una noticia pero no sé... en algún lugar de mi psiquis esperaba que la producción de un genocidio se diferenciara en algo de la de bicicletas. Pero no; en última instancia, los dueños de las cosas tratan la vida como a cualquier otra materia. Y eso es lo que veo, y es lo que golpea y vuelve a golpear, aunque ya se sepa. A ver si me explico: no esperaba una pirámide-templo donde un sacerdote sacrificara víctimas para apaciguar a los dioses. Dioses no hay más hace mucho y hace bastante que los sacerdotes no ejecutan los sacrificios con sus propias manos. No esperaba ver otra cosa que una línea de montaje. Pero se ve que sí esperaba...”
Como en una gradación planificada hasta el mínimo detalle, hay que subir al tercer piso para encontrarse con el cubículo más espantoso. Capucha, el pabellón donde dormían los presos, tiene un techo a dos aguas, como si fuera un chalet. No hay ventanas, apenas unos ínfimos ventiluces que daban a las celdas de madera, los “camarotes”. Capucha es donde el detenido tomaba real conciencia de la ruptura con el mundo exterior, donde esperaba que otros decidieran su destino. Al caminar por ese espacio asfixiante y sobrecogedor, el cuerpo asiste a un atisbo de “comprensión”; advierte, tiritando de frío, por qué la muerte representaba una forma de liberación. Los guías cuentan que hombres y mujeres encapuchados y reducidos entre tabiques de madera terciada de un metro de alto para que cualquier guardia caminando pudiera verlos a todos, compactados en apenas dos metros de largo y 75 centímetros de ancho, padecían el ruido de la Radio Del Plata a todo volumen. Día y noche.
“Me asaltan preocupaciones un poco idiotas –confiesa Cabezón Cámara–. ¿Tendrían frazadas? Donde uno tiene los pies, el siguiente tiene la cabeza. No se puede hablar con los compañeros, de los que, por otra parte, necesariamente se desconfía. Capucha está dispuesta para romper los lazos sociales, para quebrar. Me imagino la vida en esas condiciones de inmovilidad, incomunicación, dolor físico... Nada que hacer, ni siquiera poder mirar o tocar a otros y el instinto de supervivencia, una trampa que puede quebrarte. Imaginar eso es imaginarse uno ahí. ¿Qué hubiera hecho yo? ¿Qué no hubiera hecho? No lo sé... Radical diferencia en este caso entre la experiencia y lo que pueda imaginarse.” El mayor trofeo de guerra fue Norma Arrostito, que tuvo un “camarote” especial. A la militante montonera, que tenía problemas circulatorios, la dejaban realizar unas caminatas por los pasillos. En la otra ala del edificio está Pecera y Pañol, de igual dimensión que Capucha; en Pañol se encontraba el depósito de los “botines de guerra”, lo que robaba el grupo de tareas al secuestrado. ¿Qué libros había en esa biblioteca que se armó y clasificó con más de 3000 ejemplares y la que se calificó, irónicamente, como “la biblioteca marxista de la Avenida Libertador”? No se sabe.
Ya pasaron más de tres horas. Cada uno debe regresar a la “normalidad” con la mochila de lo vivido. “El Salón Dorado del Casino de Oficiales, el sótano sórdido, el predio en general: todo luce básicamente vacío –resume Martín Kohan–. Lo siento como un espacio de lo que falta, lo que no hay, lo que no está. No soy para nada afecto a las teorías de lo indecible, lo inenarrable, lo imposible de representar. Pero en este caso, sin embargo, me quedo con la impresión de que la ESMA me deja sin nada que decir. Lo que ya es decir algo.” Bruzzone repara en que las marcas de la Historia alguna vez se quisieron borrar: “Pero una vez adentro, todo el edificio parece ponerse a hablar. No con palabras, porque el mismo edificio parece un encubridor. Pero es la mirada del edificio, su respiración, lo que lo delata. Estar ahí es estar en el pulmón de aquel pasado. Y se lo siente viejo, cansado, pero respira”.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux