CULTURA › NUEVA REFLEXIóN DE MARC AUGé SOBRE EL CéLEBRE “METRO”
En El metro revisitado, el antropólogo francés recuerda la “primera parada” de su obra, aclara que “el metro no es un no-lugar” y señala que allí se ofrece “una imagen ampliada de las evoluciones lentas o aceleradas de la sociedad en movimiento”.
› Por Silvina Friera
El instante que agota los sentidos no agota una “verdad”. Esto subyace en la empresa de Marc Augé al regresar al metro como espacio y “primera parada” de su obra –“el metro no es un no-lugar”, aclara el antropólogo francés– para desovillar la vertiginosa madeja del tiempo, cuya velocidad paradójicamente “salvaje” no debería obturar la tentativa de una mirada retrospectiva –la de Augé, pero también la de cada lector– que busca calibrar un posible balance de lo ocurrido, pero sin atisbos de nostalgia. En las primeras páginas de El metro revisitado (Paidós), subtitulado “El viajero subterráneo veinte años después”, Augé advierte que lo asombroso del cambio no es que haya tenido lugar, sino que se haya impuesto tan “naturalmente”, “que hoy tenemos una necesidad de las huellas del pasado, evidencias del ayer convertidas en más o menos obsoletas, para admitir su realidad y tomarles la medida”. En dos décadas se ha transformado el ritmo de París y del mundo en general, “transcurriendo todo como si el espacio subterráneo, por un efecto óptico particular, ofreciera una imagen ampliada de las evoluciones lentas o aceleradas de la sociedad en movimiento”.
Augé emula (¿plagia o reescribe?) las primeras líneas de “Manuscrito hallado en el bolsillo”, el cuento de Julio Cortázar donde una voz en primera persona y en tiempo presente narra un curioso juego que lleva a cabo en el metro de París: llamar la atención de las mujeres mediante una sonrisa reflejada en los vidrios de las ventanillas del vagón. En “Trayectos”, el antropólogo hace un guiño en el espejo de la página y amaga con comenzar el recorrido por la línea 12 –a la que define como “una música, un texto, un poema, y es como ir en bicicleta: nunca se olvida”–; pero el viaje se desplaza hacia las arenas movedizas de la literatura. En el metro parisino descubre ahora, veinte años después de su primera exploración, una buena metáfora de la obra literaria, etnológica o de cualquier otro tipo. “Escribir es, en efecto, crear una experiencia ambivalente del tiempo –subraya–. El libro terminado escapa de su autor. Un libro es algo que ya hemos hecho y que no podemos volver a hacer. En este sentido es una experiencia de muerte, como el amor para Proust.”
Cuando escribió El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (publicado por Gedisa), recién llegado de su experiencia en Africa, no le costaba, como usuario del metro y como antropólogo, imaginar que también los demás circulaban con sus recuerdos, sus emociones, sus obligaciones y sus contradicciones por andenes y vagones. “¿Acaso mi materia etnológica no estaba a partir de ese momento muy próxima a una materia novelesca? ¿Acaso no estaba yo pretendiendo el poder demiúrgico que se arroga el novelista cuando inventa la subjetividad de los demás?” Sin duda que sí; pero esa “autoficción”, como la califica Augé desde la distancia, no le impidió recoger los “pequeños hechos verdaderos” que constituían para Stendhal la materia de la novela. “Más bien –precisa– me ayudaban a dominar la representación del metro como metáfora de la vida social e individual, con sus direcciones, sus líneas de vida, sus cambios y correspondencias.” Las virtudes heurísticas de esta metáfora constituyen para el antropólogo el “aporte más significativo” de El viajero subterráneo, “primera parada, una simple estación en una vía que, tras cambiar en Marcel-Mauss, se presenta más como una prolongación de la antigua línea Abidjan-Lomé, mi línea africana, que como un cambio radical de dirección”, señala el autor el lugar que ocupa en su obra ese “viejo” libro.
Para conjurar el equívoco fácil, hay que repetir junto a Augé que el metro no es un no-lugar, ni para él ni para aquellos que hacen el mismo trayecto. Además de poner el énfasis en los recuerdos y costumbres de los usuarios –el reconocimiento de algunas caras que origina, por el espacio de ciertas estaciones, una especie de intimidad corporal–, no es no-lugar para aquellos que, como el antropólogo, continúan percibiendo al metro como “un elemento esencial del París intra muros”, esa ciudad indisociable de ese medio de transporte que han celebrado algunas canciones, películas y algunos textos durante la posguerra y la década del ’50. En “Cambios”, la segunda parte de El metro revisitado, despliega esos “pequeños hechos verdaderos” de su nueva incursión bajo tierra. Se han renovado materiales, se han abierto líneas nuevas, como la Météor, en 1998, con trenes totalmente automatizados y sin conductor a bordo; se han prolongado otras.
Pero la metamorfosis más significativa es la extensión de la pobreza, que hace veinte años era menos visible y producía un efecto de impacto y escándalo. “Bajo tierra, en el estrecho espacio del vagón donde hay que levantar la voz para hacerse oír –describe–, las crueldades de la vida social saltan a la vista, y las miradas se desvían, molestas, exasperadas y un poco avergonzadas.” El antropólogo de lo cotidiano pone el dedo en la llaga de una paradoja: que sean aquellos para los que el metro es ante todo un territorio de supervivencia, donde pueden sacar unas cuantas monedas, los que han sido transformados en emisarios del turismo cultural. “El espectáculo de los SDF (sin domicilio fijo) que propone regímenes adelgazantes o guías históricas del metro por dos euros no resulta mucho más chocante que el de los vendedores o vendedoras que comercializan productos de lujo inaccesibles para ellos”, cuestiona Augé. Los SDF quizá “nos estén ayudando a comprender que lo paradójico es la norma”.
En “Contemporáneos”, la tercera y última parte, Augé se pregunta quiénes son sus contemporáneos, en qué piensan y qué sienten. Como en el film de Laurent Cantet, Entre los muros, donde el aula de una escuela de los suburbios parisinos opera como una caja de resonancia de los conflictos de la Francia contemporánea, el metro también es un mosaico multiétnico, un laboratorio social donde los jóvenes, opina el antropólogo, tendrán que resolver sus problemas. “Lo que descubro con ellos en el metro es la extraña alianza de la juventud, la pobreza y la modernidad”, admite antes de “invertir” los términos de esa marginación. El “excluido”, sugiere en sintonía con Michel Leiris, el que “no pega con la época”, es Augé. Esta sensación guía al autor de El tiempo en ruinas, Ficciones de fin de siglo y La guerra de los sueños hacia el interrogante sobre lo que caracteriza a una época. Una respuesta posible la encuentra en la historia del arte, en la obra de Manet: hay que adelantarse a su tiempo para ser plenamente de su tiempo. Quizá sea el detalle lo que caracteriza las épocas, cuando la aceleración de la historia ya no proporciona referencias más que para períodos cada vez más cortos. La evidencia de las presencias singulares, múltiples y distintas, se traduce en la proliferación de detalles en el metro: la ropa, los peinados, las joyas, el piercing, los tatuajes, el equipo tecnológico en constante evolución, son principios de relato para el observador; ponen en escena al individuo.
Un aro en la oreja o una mecha coloreada, observa Augé, son “ejemplares de la rápida banalización de las ‘excentricidades’ de ayer y, más aún, de la feroz pretensión a la soberanía individual que les anima”. Fuente de detalles de un fenómeno social que es a la vez una mina novelesca, el metro es un río que no se agota. A través de ese río, el antropólogo de lo cotidiano vislumbra la oportunidad, si Leiris tiene razón, “de seguir siendo de su tiempo, es decir, de seguir estando, un poco más todavía, en el tiempo”.
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