CULTURA › CARLOS ALTAMIRANO Y LA HISTORIA DE LOS INTELECTUALES EN AMéRICA LATINA
El segundo tomo del proyecto dirigido por el ensayista e investigador abarca desde 1900 hasta los ’80. Con un lenguaje accesible, pero sin perder rigor, explora el mapa de tensiones continentales a través de una treintena de ensayos a cargo de especialistas en cada área.
› Por Silvina Friera
El proceso de América latina y sus élites culturales en el siglo pasado es demasiado intrincado. Plantear una historia escandida en etapas que valieran para todas las áreas de la región sería una empresa destinada al fracaso. Establecería un orden distorsivo que borraría de un plumazo –el plumazo de la cronología abunda en torpezas y suele ser letal– la diversidad de situaciones y rumbos. Resulta imposible seguir una línea recta en el horizonte que comenzó a clarear en el novecientos latinoamericano. La vida intelectual se desplazó por cauces nacionales. No hubo un escenario central de irradiación de los imaginarios culturales. Ninguna capital del continente se impuso como la gran metrópolis hacia donde debían acudir los aspirantes para empaparse de tendencias teóricas o estéticas canonizadas o para echar un vistazo sobre la dirección que tomaba el mundo del espíritu, como fue el caso de París y no sólo para Francia. El camino que emprendieron Carlos Altamirano y un puñado de investigadores fue explorar el vasto mapa de tensiones continentales a través de varias entradas. El segundo volumen de Historia de los intelectuales en América Latina (Katz), que abarca desde 1900 hasta la década de 1980, se articula con ejes temáticos transversales que permiten que el lector se entregue a un recorrido complejo –sin que sea oscuro o difícil de descifrar–, como si estuviera rodeando, a menudo, los mismos nombres claves –Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo–, los mismos círculos de la intelligentsia o los mismos sucesos inscriptos en el revés de otras tramas de “los avatares de la ‘ciudad letrada’ en el siglo XX”, tal como reza el subtítulo de este “ladrillo” frondoso de más de 800 páginas y una treintena de ensayos.
Las vías de acceso por la narrativa intelectual del siglo XX son los intelectuales y el poder revolucionario, los trayectos y las redes intelectuales, las revistas, la acción cultural y la acción política, las vanguardias, las empresas editoriales, la intelligentsia en las ciencias sociales y las tendencias y debates, entre otras líneas de indagación. El lugar de los intelectuales en la Revolución Mexicana, la Reforma Universitaria de 1918 en Córdoba y su contagio continental, la “anatomía del entusiasmo” de la Revolución Cubana y el posterior desencanto de algunos, los sucesivos exilios del dominicano Pedro Henríquez Ureña –‘‘el gran artífice del concepto moderno de cultura hispanoamericana”, según Arcadio Díaz Quiñones– y del mexicano Alfonso Reyes, y el discurso indigenista en el México revolucionario y en el Perú de González Prada, José Carlos Mariátegui y José María Arguedas, configuran algunos de los temas de esta constelación rica en matices y encrucijadas. Altamirano, director de los dos tomos de esta historia intelectual –el primero, sobre el siglo XIX, se publicó en 2008– plantea en la introducción que acaso únicamente José Enrique Rodó y su ensayo Ariel (1900), “hayan obrado como cifra de un período del ambiente cultural latinoamericano, el de los primeros dos lustros del siglo XX”. El término “arielismo”, como precisa Altamirano, se empleaba para referirse a cierta orientación del espíritu de esos años: “Una actitud de descontento frente a la unilateralidad cientificista y utilitaria de la civilización moderna, la reivindicación de la identidad latina de la cultura de las sociedades hispanoamericanas, frente a la América anglosajona, y el rechazo de la ‘nordomanía’, como llamó Rodó a la tendencia que hacía de los Estados Unidos el modelo a imitar”.
El subtítulo del segundo volumen juega con el célebre texto de Angel Rama, La ciudad letrada. “El primer volumen estudia la historia y el proceso de formación de los integrantes de la ciudad letrada en el pasaje que va del letrado tradicional, colonial o poscolonial, al intelectual en el sentido más moderno de este término –cuenta Altamirano con la calma de quien sabe despejar la paja del trigo sin sobresaltos en las modulaciones de su tono campechano–. En este segundo volumen seguimos la dinámica que conoce el mundo de los intelectuales, muy ligada a los trastornos sociales, políticos, ideológicos de estas sociedades –en algunos casos dinámicas específicas, en otros ecos de movimientos más generales de la Primera y la Segunda Guerra–; vemos esos avatares, las transformaciones, las reconfiguraciones de este universo. El comienzo de este segundo volumen está habitado principalmente por escritores, entre ellos periodistas; pero hacia el final de ese recorrido se percibe la heterogeneidad de las profesiones intelectuales. Ya no hay sólo escritores, sino historiadores, abogados, sociólogos, antropólogos. Este mundo se ha vuelto más diversificado y más complejo.”
–La expresión América latina o Hispanoamérica era una referencia más bien borrosa en los comienzos del siglo XX. ¿En qué momento se transforma en una referencia nítida?
–Si uno sigue el trayecto de la expresión América latina, en el siglo XIX ya estaba, pero se vuelve más frecuente en el siglo XX. El momento más intenso fueron los años de la reforma universitaria. No como efecto solamente del movimiento universitario sino como resultado de un clima más general vinculado con la primera posguerra mundial, al juicio que hubo sobre la catástrofe civilizatoria de esa guerra en aquel mundo que hasta entonces era la referencia para la civilización. Antes que nada la civilización era marchar hacia el camino que indicaba Europa. Esta imagen de guía de Europa como centro civilizatorio sufrió un tremendo cimbronazo durante la Primera Guerra y por contraste se produjo una revalorización de América latina en particular. América pasa a ser el lugar donde aquellas utopías o aspiraciones se pueden realizar; el continente donde se puede realizar la justicia y la libertad, donde todo aquello que condujo a la guerra en Europa se puede evitar. Otro momento importante es el que precede y sucede a la Segunda Guerra; hay una relación muy estrecha entre lo que ocurre en el viejo mundo y lo que ocurre en nuestros países en cuanto a expectativas de que éstos sean los territorios de la esperanza. Posteriormente, también se hace nítida la imagen de la región por una serie de rasgos negativos del subdesarrollo. América latina se caracteriza no sólo por el atraso económico, sino en general por los vicios que tienen las instituciones y por los problemas para la consolidación de ordenamientos democráticos. Importante fue la revolución en México, sobre todo a partir de la década de 1920, cuando desde el Estado mexicano se impulsó una proyección cultural de la revolución para contrarrestar la idea de que la revolución no había sido más que un capítulo de la guerra civil mexicana, un episodio de la barbarie. La Revolución Cubana en 1959 también activó mucho el latinoamericanismo. Si uno se sitúa en 1910, para la mayoría de las élites la imagen de América latina era borrosa y todo se esperaba de Europa. Pero esta imagen borrosa empezó a cambiar después de 1918.
–Las redes intelectuales que se articularon, ¿permiten acuñar el concepto de “campo intelectual” de Bourdieu?
–La noción de campo intelectual que procede de la sociología cultural de Pierre Bourdieu tiene en general, no sólo en América latina, alcance nacional. Los campos intelectuales son nacionales. Si se aplicara el término, no se podría hablar de un campo intelectual latinoamericano. La noción de red, en cambio, permite percibir otra trama de lazos que no tiene la característica de lo que Bourdieu llama campo intelectual, pero que muestran un intenso intercambio que practican las élites culturales entre sí. En los últimos diez años la investigación sobre las redes intelectuales se ha intensificado mucho en nuestros países, en la Argentina especialmente, lo que ha revelado el cúmulo de correspondencias, las revistas, los encuentros, las diferentes prácticas y construcciones de estas redes.
–¿Cómo juega el exilio en el establecimiento de estas redes, teniendo en cuenta que dos de los intelectuales más paradigmáticos, Henríquez Ureña y Reyes, fueron exiliados?
–El exilio es una constante no sólo del siglo XX. Ya en el siglo XIX se puede decir que es una característica de la vida pública en varios países de la región. Las trayectorias de Reyes y Henríquez Ureña han producido redes. Los dos tienen elementos en común, aunque las trayectorias sean diferentes, sobre todo a partir del momento en que Reyes se convierte en hombre del estado mexicano por su carrera diplomática. Es diferente el caso de Henríquez Ureña, que nunca terminó de encontrar su lugar en el mundo. Algo que tiene que ver con los incidentes de la vida pública de su propio país y de los países en que se radicó –Estados Unidos, Cuba, México, Argentina–, pero seguramente también hay alguna aspiración nunca cumplida. Pero dejando de lado todo esto, efectivamente fue un agente cultural de gran importancia para toda América latina por los lazos que entabló y por aquello que impulsó. La Biblioteca Ayacucho, que salió bajo la dirección de Angel Rama, tiene como base una propuesta diseñada por Henríquez Ureña. El ha escrito una serie de trabajos que son clásicos y que aún hoy se leen como textos con un mensaje actual, como el lúcido Siete ensayos en busca de nuestra expresión y Las corrientes literarias en la América Hispánica.
–¿La noción de red intelectual rompe con el mito del aislamiento de América latina? En el imaginario cultural pareciera haber calado muy hondo la idea del aislamiento y muchos de los trabajos del libro demuestran que se está lejos de esta imagen, ¿no?
–Así es; se puede ver la intensa comunicación entre las elites culturales durante mucho tiempo. Y creo que estas redes continúan.
Altamirano advierte que varias de las temáticas del libro tienen “larga duración”. No son tópicos ocasionales eclipsados por el vértigo de las coyunturas. “Las cuestiones en torno del indigenismo, de cómo responder a quiénes somos, o cuál es la sustancia de la nación, no son preguntas que estén agotadas. Son temas que están abiertos, sobre todo en aquellas ciudades donde el peso de los pueblos originarios en la constitución de sus pueblos es muy importante, como en el caso de Perú y Bolivia”, subraya el ensayista.
–La reciente marcha que realizaron los pueblos originarios ha puesto en la agenda de los medios argentinos una cuestión que era impensada.
–Era completamente impensada. Esto ha reabierto la cuestión de la identidad y sus raíces en países que parecían más alejados de estos temas, que parecían “más europeos” dentro de los países hispanoamericanos.
–¿Cómo caracterizaría la relación entre vanguardia artística y política en América latina?
–El encuentro entre vanguardia artístico-literaria y política ha sido bastante frecuente en América latina. No ha sido un hecho excepcional. En el caso de Brasil, vanguardia artístico-literaria y radicalismo político van de la mano. Una de las cosas que observa muy bien Oscar Terán en su trabajo sobre la revista Amauta es de qué manera Mariátegui estaba bajo el impulso de dos tendencias: la de la vanguardia política y el nacionalismo cultural y la apertura a las experiencias de las vanguardias artístico-literarias. De modo que este encuentro es frecuente y por lo tanto es más rara la disociación entre vanguardia política y artística. En el caso de México lo notable es que sea el Estado el que acoja a estos artistas que buscan ligar el nacionalismo revolucionario del Estado mexicano con la vanguardia pictórica de la que sale el muralismo.
–¿Y cuál cree que podrían ser los casos opuestos al mexicano, donde el estado prescinde de ser el gran articulador entre artistas?
–El caso extremo de prescindencia estatal es el de la Argentina. Uno podría ver por contraste que es más activa y viva la sociedad civil que la intervención de la agencia estatal en el terreno cultural. Claro que se podría objetar este planteo con el ejemplo de la educación pública que tiene al estado como actor central, y que ha sido formidable en nuestro país. La vanguardia martinfierrista es una vanguardia que habla del proceso de institución de un campo intelectual relativamente autónomo de la política en el medio argentino. Algo así se puede decir de Chile y de Uruguay. Pero no es igual en Brasil ni tampoco en México. También en Brasil el estado ha acogido expresiones de la vanguardia artística.
–Hacia el final de su trabajo introductorio plantea que los intelectuales serán ahora desafiados a probar que pueden serlo también en la cultura mediática, “sin sucumbir a la simplificación y al estereotipo”. ¿De qué modo considera que se puede intervenir, por ejemplo en la televisión, sin caer en la tentación de la simplificación?
–Sería un error no intervenir en estos espacios que hoy son parte de la arena del debate público en nuestros países. Hay que mostrarse firme para solicitar, para reclamar, el tiempo que requiere un razonamiento, que no tiene por qué ser un razonamiento destinado a colegas. Tiene que ser un razonamiento destinado al público. Pero el público merece un razonamiento complejo. El intelectual debe resistirse a la simplificación y reclamar la necesidad que tiene el que escucha de que aquello que es complejo no sea presentado sino de manera compleja. Lo que no quiere decir que sea de modo oscuro, sólo para entendidos. Y creo que ésa no es una tarea imposible.
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