CULTURA › ENCUENTRO EN LA UNAM
La semana pasada, el Honoris Causa propició un jugoso intercambio con estudiantes. Los más de dos mil jóvenes que fueron a escucharlo en una de las tertulias literarias destinadas a celebrar el Doctorado que acaba de recibir el autor, parecen estar inmunizados frente a las corrosivas ideas políticas por las que el escritor es, desde la izquierda bien pensante, a menudo despreciado.
› Por Mónica Maristain
Desde México
Erguido y con una prestancia varonil que conserva desde su juventud, a pesar de que el calendario acusa unos 74 años muy bien llevados, el peruano Mario Vargas Llosa ingresó la semana pasada a la Sala Nezahualcóyotl de la Universidad Autónoma de México (UNAM) envuelto en un aplauso atronador. Los más de dos mil jóvenes estudiantes que fueron a escucharlo en una de las tertulias literarias destinadas a celebrar el Doctorado Honoris Causa que acaba de recibir el autor, parecen estar inmunizados frente a las corrosivas ideas políticas por las que el escritor es, desde la izquierda bien pensante, a menudo despreciado. Con el rostro atravesado por esas partes iguales de fiereza y candor que lo han hecho conocido en el mundo, Vargas Llosa hizo un repaso por sus libros frente al funcionario público y escritor mexicano Sealtiel Alatriste, un interlocutor sereno y pudoroso que permitió que el flamante Premio Nobel de Literatura hable de lo que más sabe y de lo que más le gusta.
El escritor tenía apenas 26 años cuando metió su primera novela La ciudad y los perros al concurso de Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral. “Eran tiempos donde reinaba una feroz censura”, evoca. “Fue el editor Carlos Barral quien decidió jugársela y publicarla aunque, claro, primero tuvo que pasar por los ojos del censor. La censura era algo ridículo e imprevisible. Por ejemplo, recuerdo una particularmente graciosa. En una parte me refiero a un militar de alto cargo como a alguien que tenía un vientre de cetáceo. Bueno, pues al censor no le pareció, entonces lo cambié por vientre de ballena, que al censor le pareció muy adecuado”, comentó entre risas.
Era la época en que la forma era el summum de la búsqueda estilística y el autor peruano era llamado por sus amigos “El sartrecillo valiente”, por su afición militante a Jean-Paul Sartre. “La literatura por entonces era un instrumento de combate, se hablaba aquello de que las palabras son actos y La casa verde (1965) es seña de ese deslumbramiento por la forma, y lo que refleja es ese engolosinamiento por la experimentación formal”, explicó. “La casa verde es también la muestra de cómo me modificó la lectura de William Faulkner, un escritor que me marcó profundamente y que fue el primero que leí con lápiz y papel a la mano. Las historias que él contaba se enriquecían gracias a su lenguaje preciosista, a esa prosa laberíntica en la que las sensaciones, las emociones, las ideas iban creando un mundo propio de una gran complejidad”, agregó.
No fue sólo el autor de El sonido y la furia quien tatuó huellas indelebles en la pluma vargasllosana. Ahí están también como referentes James Joyce con Ulises y el hoy menos leído estadounidense de Chicago, John Dos Passos, responsable, entre otras, de la novela Manhattan Transfer. “Tal vez también esté André Malraux, a quien leí con devoción en mi juventud. La condición humana es un libro que me produjo una profunda impresión en mis años mozos”, dijo. Pese a la firme voluntad de estilo que caracteriza las historias contadas por el autor de Arequipa, nunca se entusiasmó mucho por el Nouveau Roman, el movimiento literario fundado por Alain Robbe-Grillet a principios de los ’60. “Para mí fue un fenómeno pasajero, se trataba de sacrificar enteramente la historia en aras de la máxima exploración estilística y eso era condenar ese tipo de literatura directamente a las catacumbas”, afirmó. “Creo que la novela, cuando deja de contar una historia importante, se condena al fracaso y a la decadencia.”
De su inefable personaje, el cabo Lituma que aparece en La casa verde, en ¿Quién mató a Palomino Molero?, La Chunga, en un cuento de Los jefes, en un radioteatro de Pedro Camacho en La tía Julia y el escribidor y, por supuesto, en su novela Lituma en los Andes, Mario Vargas Llosa dijo no tener mucho que decir. “No sé cómo explicarlo –dijo con un encogimiento de hombros–, me pasa con Lituma lo que no me ha pasado con otros personajes; cada vez que empiezo una novela ahí aparece el cabo, como ofreciéndose, como diciendo: ‘Yo no he sido lo suficientemente aprovechado por usted, aquí estoy, úseme’.” Precisamente, en Lituma en los Andes, publicada en 1993, el escritor incorpora a su literatura el tema de Sendero Luminoso, la guerrilla maoísta que comenzó a operar en el Perú de los ’80. “Hasta entonces –evocó– todos habíamos crecido en la firme convicción de que nuestro país era pacífico. En mi niñez viví muchos años en Bolivia y regresé al Perú cuando tenía 10. En mi familia se decía muchas veces que el Perú no era violento como Bolivia.”
“Viajé a Ayacucho en la época en que la región estaba más afectada por el terrorismo de Sendero y esa violencia me impresionó muchísimo. Sin olvidar, por supuesto, la política antirrevolucionaria de las Fuerzas Armadas del Perú, que cometió también hechos terribles. Escribí esa novela fundamentalmente con la idea de mostrar este fenómeno lateral, paralelo, a un momento de enorme truculencia política en mi país”, explicó. De la que se considera su mejor novela, Conversación en La catedral, publicada en 1969, Vargas Llosa admitió que “no la hubiera escrito si no hubiera conocido personalmente, aunque sea en forma efímera, al jefe de la seguridad de la dictadura del general Odría”. “Se llamaba Alejandro Esparza Sañartu y probablemente era el hombre más odiado del Perú durante la dictadura, incluso más odiado que el propio dictador. Yo estudiaba en la Universidad de San Marcos y había muchos estudiantes en la cárcel, a los que tenían con los presos comunes, sin abrigo ni alimentos. Entonces hicimos una colecta en la facultad para comprar mantas y tuvimos que pedir una audiencia al jefe de la seguridad para que nos autorizara la entrega de esas frazadas”, contó. “Fue una experiencia surrealista frente a un hombre que en apariencia era inofensivo. Era menudo, con una mirada aburrida, parecía que nos miraba como detrás de un vidrio y al verlo me prometí que alguna vez iba a hacer una novela alrededor de ese personaje.”
Muchos años después de Conversación en La catedral, en 2000, salió La fiesta del Chivo, la novela donde el escritor peruano retoma el tema de las dictaduras latinoamericanas y reflexiona sobre el auge del trujillismo en la República Dominicana de los ’50. “Quien llevó al grado más grotesco y violento de una dictadura sin dudas fue Rafael Trujillo, quizá por esa naturaleza histriónica que convertía todos los actos de gobierno en un gran espectáculo. Ninguna dictadura latinoamericana llegó a los límites de la crueldad del trujillismo”, afirmó. En Pantaleón y las visitadoras, de 1973, Mario Vargas Llosa comenzó a sacudirse la impronta solemne de su admirado Sartre y empezó a incorporar el humor en su literatura. La risa es también un elemento importante en La tía Julia y el escribidor, novela autobiográfica de 1977. “Me gusta que mis historias limiten con la realidad. No soy para nada un escritor fantástico. Las novelas se han hecho para contar mentiras que permiten expresar verdades profundas para la condición humana.” Palabras de un Nobel.
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