CULTURA › LETTERS OF NOTE RESCATA CORRESPONDENCIA DE FIGURAS DE LA CULTURA Y LA POLíTICA
Con su archivo de misivas de Charles Bukowski, Albert Einstein, Slash y Mark David Chapman, este sitio web ofrece detalles desconocidos sobre personalidades y conecta con una práctica en retroceso.
› Por Facundo García
¿Habría sido tan entrañable Cyrano de Bergerac si en vez de cartas de amor hubiera despachado e-mails? Cuesta suponerlo reemplazando la pluma por el teclado, obligado a canjear sus ardientes parrafadas por la síntesis del chat. Sencillamente, no sería Cyrano. Y es que algo se quebró: las viejas cartas, los telegramas, las postales y los faxes supieron ser la sangre que transportaba odios y afectos a través de las distancias, pero se los ha reemplazado casi totalmente, con todo lo bueno y lo malo que eso implica. Para aliviar la nostalgia, sites como Letters of note (“Cartas notables”) se dedican a recopilar cientos de documentos que conectan con una práctica en retroceso y, de yapa, exponen detalles desconocidos sobre la vida de grandes figuras de la cultura y la política.
En un mensaje del 23 de diciembre de 1990, un Charles Bukowski de 70 años le describía a su amigo William Packard hasta qué punto tenía las tripas anudadas a la literatura. “No es mejor cuando vos elegís escribir, sino cuando la escritura te está eligiendo a vos. Cuando estás loco por eso, cuando se acumula en tus orejas, en tus agujeros de la nariz, en las uñas. Cuando es tu única esperanza”, ametrallaba. Poco antes de morir, Hank soltaba pistas para comprender lo que sería el epitafio de su tumba, que ha confundido a tantos con un consejo simple: “No lo intentes”. Tecleaba entonces Bukowski: “Una vez me estaba congelando en las calles de Atlanta. En el suelo sólo había periódicos. Y encontré una mina de lápiz y escribí en los pequeños márgenes de esos periódicos, sabiendo que nadie iba a ver nunca lo que pusiera. Era una locura. Y no se trataba de una actividad planificada ni para la escuela. Sucedía. Eso es todo (...) Nos hemos vuelto demasiado estrictos. Trabados. Posamos. Lo intentamos demasiado. No lo intentes. La cosa está ahí. Nos ha estado mirando fijo todo este tiempo, arañando para romper el cascarón”.
El archivo de Letters... incluye ésa y otras joyas, y complementa la publicación de los textos con el escaneo de los originales y la cita de las fuentes. Y es una lástima que esté disponible sólo en inglés, porque recorrer sus entradas resucita destrezas de las que no siempre se tiene conciencia: leer y escribir en el papel, se entiende, era más que trabajar con signos tipográficos. Desde la cursilería psicópata de aquellos que aseguraban que “si lo escrito está borroso, será por la cantidad de lágrimas que he derramado”, hasta la astucia para notar el cambio en el trazo que dejaba una birome de acuerdo con la emoción de su dueño –pasando por el detallismo de quienes reconocían en la hoja los mazazos de una Remington o una Olivetti tecleadas con furia–, existió toda una subcultura que hoy se está marchitando.
Dirigir la atención a los frutos menos difundidos de esa subcultura es toparse con opiniones que por lo común se mantenían en sordina. La esquela que Albert Einstein le escribió al filósofo Erik Gutkind en 1954 –pieza que en febrero de 2008 fue subastada por 170.000 libras– vale como prueba. Tras descifrar la microscópica caligrafía que tenía el padre de la Teoría de la Relatividad, se descubre que para él la palabra “Dios” no era más que “una expresión de la debilidad humana”; y que la Biblia era, a su criterio, “una antología de honorables, pero primitivas, leyendas infantiles”. Cerca del final, el científico quiso referirse a sus orígenes, afirmando: “El pueblo judío, al que felizmente pertenezco, no tiene ninguna diferencia en calidad con el resto de la gente (...) a pesar de que está protegido de los peores vicios a causa de su falta de poder”.
No es casual que Letters... rescate ejemplos de un lenguaje nacido en los extremos. El género epistolar, de hecho, ha demostrado adaptarse bien a situaciones límites. Con más de un siglo de distancia, Manuel Dorrego y Juan José Valle escribieron sendas cartas antes de ser fusilados; y el Che se contactó con sus hijos cuando sabía que estaba jugándose el pellejo. Lo fascinante es que, en esas condiciones, la redacción transmite matices muy diferentes si se la ha producido antes, durante o después de la tragedia.
Incluso hay misivas sobre desgracias que no fueron. Es el caso del discurso que habían preparado para Richard Nixon por si los primeros hombres que iban a ir a la Luna se quedaban atascados allá arriba. El 18 de julio de 1969 –o sea, dos días antes del alunizaje de la Apolo 11–, el asesor presidencial William Safire le hizo llegar al mandatario una guía en la que sugería qué decir si se confirmaba una catástrofe. “Estos hombres ya no tienen chance de ser rescatados. Pero saben que su sacrificio dará esperanzas a la humanidad”, arrancaba la arenga. “Otros seguirán, y seguramente sí encontrarán el camino a casa. Pero ellos fueron los primeros, y estarán en el centro de nuestros corazones.” Si estos pasajes que conserva el Archivo Nacional de Estados Unidos provocan cierto escalofrío, es porque destilan el aroma que se siente al intuir una realidad paralela. Por suerte, Neil Armstrong, “Buzz” Aldrin y Michael Collins regresaron a la Tierra... ¿O no?
De a ratos, en la correspondencia que atesora Letters... se agazapan la tristeza y algo que roza al humor involuntario. En noviembre de 1963, víctima de un cáncer que lo galopaba por adentro, Aldous Huxley le solicitó a su esposa Laura que le inyectara ácido lisérgico (LSD). La carta que la viuda envió posteriormente a un familiar explica que el autor de Las puertas de la percepción había estado bastante conversador, hasta que la agonía lo confinó al desierto de los monosílabos. “Le pregunté si él quería que yo también me inyectara (se refiere al ácido). El indicó que ‘sí’. Luego le pregunté ‘¿Quieres que Mathew se inyecte?’ Respondió que sí. ‘¿Y Ellen?’ Dijo que sí. ‘¿Y Jinny?’ Volvió a decirme que sí, con énfasis.” Si bien el extracto parece sacado de una fiesta de drogones, la cróni-ca de Laura no deja afuera el halo poético con que la pareja revestía sus experiencias con alucinógenos. Sigue así: “Comencé a hablarle y a decirle ‘eres liviano y libre (...) déjate ir, arriba y adelante. Estás yendo hacia la luz, hacia un amor más grande (...) y lo estás haciendo bellamente’”.
Por último, la serie incorpora composiciones que nacieron cuando la muerte ya estaba lejos. En mayo de 1945, con la Segunda Guerra Mundial a punto de terminar, el futuro maestro de la ciencia ficción Kurt Vonnegut les contaba a los suyos que estaba sano y salvo, y no “desaparecido en acción” como lo habían declarado. Desde un refugio en Le Havre, el soldadito ofrecía precisiones sobre sus desventuras como prisionero del ejército nazi en la ciudad de Dresden, territorio que un cuarto de siglo más tarde sería el centro de su famosa novela Matadero Cinco. “Fui capturado el 19 de diciembre del ’44. En la noche de Navidad, la Fuerza Aérea Británica atacó el área en la que estábamos. Mató a 150 de los nuestros”, narraba Vonnegut. “Los alemanes nos negaron medicinas y ropa y nos sometieron a largas horas de tareas pesadas. Nuestra comida consistía en 250 gramos de pan negro y una pinta de sopa de papas. El 14 de febrero, los bombardeos estadounidenses y británicos mataron a 250.000 personas en veinticuatro horas y destrozaron Dresden, posiblemente la ciudad más bella del mundo. Pero no a mí.”
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