CULTURA › BALANCE DEL SEMINARIO IBEROAMERICANO DE PERIODISMO Y PATRIMONIO CULTURAL
El cierre de una semana intensa de debates, conferencias, mesas de trabajo y talleres dejó varias conclusiones, pero también varios caminos abiertos. La próxima estación será el 4º Congreso Iberoamericano, en septiembre, en Mar del Plata.
› Por Eduardo Fabregat
Desde Chiapas
La mañana palencana es una buena síntesis de lo que vendrá: no son las 9 de la mañana y el calor ya aprieta con ganas, y aun debajo del altísimo techo cónico del lobby del hotel Villa Mercedes el aire empieza a cobrar una densidad exigente. Allí están, entre valijas y abrazos de despedida, los últimos en partir de la sede del Primer Seminario Iberoamericano de Periodismo y Patrimonio Cultural. Hay algo de resaca, pero moderada: la noche anterior fue la cena de despedida en el restaurante de Don Mucho en El Panchán, clavado en el medio de la jungla, con el tequilazo casi obligatorio, un grupo de percusionistas y malabaristas con fuego para dar un toque épico al cierre de actividades. La cosa no pasó a mayores, pero fue un adecuado final ígneo para una semana de calores en el clima y en el debate.
Antes de la cena y antes de estas despedidas, el Salón Bellavista fue escenario de las conclusiones del encuentro organizado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Compleja tarea la que debieron afrontar Clara Ballesteros (de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo), David Roselló (director y gestor de Nexe Cultural de Cataluña) y Francisco de Anda, subdirector de Información y Prensa del INAH y en buena parte responsable del aceitado funcionamiento del seminario. Campeaba la satisfacción por lo hecho, pero también la energizante sensación de mucho camino por recorrer, de que el debate entre 120 periodistas, editores de secciones culturales, académicos, expertos en patrimonio, funcionarios, dejó infinidad de caminos abiertos. A través de siete conferencias magistrales, siete paneles de debate, cuatro mesas de trabajo, una muestra de documentales y dos talleres, los representantes de una decena de países analizaron cuestiones de conservación del patrimonio cultural, pero también realizaron una radiografía del estado de las cosas en el periodismo cultural, amenazado en demasiados lugares por una frivolización creciente, la falta de espacios, cierta denigración del lenguaje y cierta consagración a la tecnología por la tecnología en sí, en desmedro de los contenidos.
El seminario fue, además, un espacio de análisis que excedió a los salones donde se desarrollaron las actividades. En la convivencia obligada en la selva de Palenque, el grupo que tomó el lugar extendió el debate a la mesa del de- sayuno y la comida, a los espacios comunes y hasta a la cantina del Panchán donde, el martes por la noche, el intercambio cultural tomó forma de festín mexicano. Dentro y fuera de la actividad formal, quedó claro que las obvias diferencias entre países, contextos y realidades no obstaron para dibujar una problemática común sobre la cultura. En ese sentido, y aunque suene a autobombo, habrá que decir que los colegas iberoamericanos destacaron, en las mesas en las que participó este cronista (“Periodismo cultural e Internet” y “Cultura y Espectáculos, la delgada línea que une o separa las secciones en los medios”), la rareza que significa el generoso espacio que este diario consagra a temas culturales, tanto en esta sección como en Radar.
Con un balance positivo en cuanto a la amplitud y calidad de los temas, con una red abierta a continuar la discusión y la promesa del Segundo Seminario en 2013, quedan aún imágenes potentes por recorrer, postales y momentos simbólicos de la semana chiapaneca.
Las actividades incluyeron, obviamente, una visita al sitio arqueológico de Palenque: tras la sustanciosa charla sobre patrimonio arqueológico de Nelly Robles, presidenta del Consejo de Arqueología del INAH, y María Angeles Querol (profesora de la Universidad Complutense de Madrid), la visita a Palenque dejó impresiones duraderas. Aun para quienes no dejan lugar al brote místico, el lugar transmite una energía particular. La ciudad de los nobles mayas, habitada entre los años 100 a.C. y 900 d.C., es mucho más que “unas ruinas” o un excelente filón turístico. Lo es, claro, pero subirse al tope del Templo de las Inscripciones (allí donde hay que tener cuidado con un halcón que sentó sus reales y no mira con buenos ojos al turistaje) y echar un vistazo al espectáculo circundante, a la grandeza del Palacio de los Mayas, deja sin aliento. Y no es el efecto de tanta escalada.
En las entrañas de la gigantesca pirámide está el descubrimiento del arqueólogo mexicano Alberto Ruz Lhuillier, el sarcófago del rey K’inich Janaab’ Pakal, uno de los dignatarios más importantes de los mayas. El lugar está cerrado al público desde hace doce años, pero el INAH lo abre para la delegación periodística: entrar al monumento de piedra, tocar la piedra triangular que cerraba la cámara, atisbar el sarcófago de seis toneladas, produce el milagro de que los periodistas se callen un rato.
“Ven aquí, escucha, que me gustaría decirte algo sobre este lugar”, le dice Amado Villafaña a uno de los camarógrafos que cubren el evento para Notimex. “Este lugar fue muy importante para nosotros, y lo sigue siendo”, dice. “Es un gran centro espiritual, un lugar sagrado para los mayas, un lugar de pensamiento y de celebración de nuestros dioses. Y nosotros somos los herederos naturales de este lugar, nos pertenece. Esto no son ruinas. Esto no es un sitio arqueológico. El hermano menor debería tomar en cuenta que para nosotros esto es presente.” Bajo su gorro blanco, el rostro de Villafaña se enciende en una sonrisa franca, luminosa. Amado es arhuaco, de una de las tribus que allá en la Sierra Nevada de la Santa Marta colombiana se dio el lujo de decirles a los curas capuchinos que ya estaba bien de atropellos y sojuzgamiento en nombre de su dios blanco, y les indicó el camino de salida. Amado Villafaña, y su documental Nabusímake: Memorias de una independencia, fue otro de los puntos altos del seminario.
Nabusímake fue uno de los tres documentales que se presentaron en Palenque, seguramente el más llamativo: por una vez, la tribu indígena dejó de ser objeto de documental para convertirse en productora de contenidos, de su relato, de su manera de ver el mundo. En 2002, Steve Ferry, corresponsal de National Geographic, enseñó a arhuacos, wiwas y koguis a usar las cámaras; en 2010, la Fundación Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez y otras instituciones europeas y americanas les entregaron equipamiento para contar su propia realidad. Tras consultar con sus mayores –los mamos– y bautizar los equipos para que dejaran de ser algo ajeno y pudieran considerarlos propios, los indígenas comisionaron a Villafaña para que su ojo representara al de sus comunidades tras las cámaras.
El resultado de la experiencia fue una serie de cortometrajes de 7 minutos que dan cuenta de la vida en las comunidades pero también del modo en que el hombre blanco –el “hermanito menor”– asume una y otra vez el rol de depredador de lugares y costumbres. Todo ello se concentra en Nabusímake (“Donde nació el sol”), el documental que asombró en Chiapas con su potencia para contar una historia que involucra a los indígenas y a la Iglesia Católica pero que, por una vez, tiene un final diferente: en 1982, tras tolerar 66 años de ese maltrato que las misiones católicas supieron prodigar a los pueblos originarios, de negación de su cultura, castigos físicos y ridiculización de sus creencias, el asesinato de dos miembros de la comunidad a manos de los evangelizadores provocó una reacción de no va más. Sin violencia pero con decisión, las tribus ocuparon el monasterio y provocaron así la partida de los capuchinos: el peso simbólico del hecho, la simpleza con la que Villafaña cerró su alocución en la presentación (“El hermanito menor no nos conoce bien, pero quizá sea que nosotros hemos hablado poco”) justificaron el cerrado, cálido aplauso.
Si de calidez se trata, el documental Las dos orillas: Osuna-Mompox tiene mucho de eso. En 54 minutos deliciosos, el español Emilio González dibujó las semejanzas y sutiles diferencias del festejo de Semana Santa en dos ciudad separadas por un océano, pero que parecen hermanas: apelando a algunos testimonios verbales pero a muchas referencias visuales que resultan aún más ricas, obligado por las circunstancias a filmar sin iluminación pero haciendo de eso un recurso que le da especial textura a la obra, el sevillano entregó otro de los momentos de magia en la noche mexicana.
En la última jornada, cuando el ruido cerebral que produce tanta charla y tanto análisis empezaba a hacer mella en los participantes, una última mesa atrajo la atención y proporcionó un último, caluroso intercambio. “El tráfico ilícito de bienes culturales en México y Estados Unidos” presentó a Todd Swain, agente especial del National Park Service de Estados Unidos, que pintó un panorama ciertamente sombrío con respecto a la posibilidad de vigilar y evitar el saqueo arqueológico en lugares como Joshua Tree, o al arresto de los responsables de robos en países de Centroamérica y la repatriación de los objetos. María Villarreal, coordinadora de Asuntos Jurídicos del INAH, supo celebrar varias leyes del Estado mexicano al respecto, pero también lamentó los vericuetos que permiten que sigan realizándose excavaciones clandestinas. Y el periodista Julio Aguilar, editor de Cultura de El Universal, que investiga esos temas a fondo, no pudo evitar tirar el bombazo al señalar casos específicos de corrupción “o al menos situaciones que se prestan al malentendido” en esferas oficiales. Al menos, el debate se produjo con la nota festiva de que al mismo tiempo, en Hessen, el gobierno alemán entregaba a las autoridades mexicanas 49 piezas recuperadas de la “colección” del traficante de arte Leonardo Patterson.
Ya no había tiempo para más, ni demasiada energía para seguir: sólo las palmadas de celebración y los abrazos con la selva como escenografía. Palenque vivió su semana de debate apasionado. El calor va a durar un buen tiempo.
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