CULTURA › OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Era un antro al que se accedía bajando una escalera, un sótano encalado más bien húmedo, con un tablado bajo y delante del tablado una barrera antimotines hecha de mesas con sillas dadas vuelta. En algunos puntos del salón, las columnas dificultaban la visión del escenario: un pub como tantos de la Buenos Aires de los ’80, donde giraban y se mostraban grupos que solo después obtendrían estatura mítica. En ese entonces nada era mítico, solo se vivía.
Bogotá 92, la dirección –y no el nombre– está clavada en la memoria. Eso, y el recuerdo de una noche quizá invernal, cuando con una chica esperábamos que empezara el show. Por los parlantes sonaba la misma banda anunciada para esa noche, grabada en vivo en una velada anterior. Y entre canción y canción, un silencio incómodo, sordos ruidos, y la voz del cantante pronunciando claramente “che, por favor... por favor, muchachos, no peleen que después nos cobran las sillas rotas”. La chica quería irse, por suerte nos quedamos. A eso de las 3 de la mañana, porque rara vez tocaban antes, Memphis La Blusera subió a ese tablado e hizo transpirar las paredes con una descarga de blues y woogie boogie que nadie más hacía en la Argentina de 1984.
Y esa noche no hubo piñas, y sí “El blues de las 6 y 30”, y el “Blues del estibador”, y por supuesto “Moscato, pizza y fainá” y, claro, “La bifurcada”, esa canción que hacía que la chica que te acompañaba de pronto enarcara una ceja, te mirara cantando eso de “andá por la sombra y cerrá bien el portón” y te mandara bien a cagar. Uno trataba de argumentar que la letra era una pose, que era un chiste, pero después el cantante decía algunas barbaridades que confirmaban su cavernarismo y complicaban la discusión, y a la semana siguiente había que elegir un pub donde tocara Zas o GIT o Sumo o unos pibes raros que se hacían llamar Soda Stereo.
Ese cantante, el de la advertencia sobre las sillas y el del simbólico garrote en la mano, murió el martes pasado.
Adrián Otero no era un tipo fácil, y lo supieron mejor que nadie sus compañeros, que después de casi treinta años de historia casi que se enteraron por los diarios que él abandonaba la banda. Pero puede intentarse recordar al artista sin subrayar fuertemente esas cosas, o inclinaciones políticas por las cuales apoyaba a un partido que contribuyó y contribuye a la desaparición de esa clase de pubs donde tocaba La Blusera. Pero lo que importa acá, lo que importa de verdad, es que Otero fue un bluesman formidable. Un cantante de la hostia en un género donde no hay manera de caretearla: en el blues, pelás o fuiste. Y Otero pelaba. Y la banda también: a Memphis le llevó un tiempo de escenarios empezar a sonar profesionalmente ajustados, pero en esas trasnoches de los ’80 encarnaron, sin dudas, una de las apuestas seguras del circuito. Los shows de La Blusera siempre se ponían buenos.
Bueno, quizá no siempre, como denunciaba esa grabación en Bogotá 92. Es que el público de Memphis era, para decirlo de manera elegante, fervoroso. Y a veces se pasaba de fervor. Había un componente futbolero allí, pero lejos estaba de operar en el registro que adoptó en los ‘90: se iba a ver conciertos, no a protagonizarlos. Pero ese cóctel de blues afiebrado y largas esperas regadas de alcohol hacía que, para cuando La Blusera salía, cualquier chispa podíax ser un incendio. Laburadora de la escena, la banda tocaba seguido y se dejaba ver mucho por el oeste, en el área de influencia de Flores, el barrio eternizado en una canción tan prejuiciosa como “La bifurcada”, y por tanto demostrativa de hasta qué punto Otero laburaba un personaje para las letras. Así como en aquella canción daba por descontado que la novia lo dejaba por feminista y por ende por lesbiana, en “Sopa de letras” Otero estigmatizaba al intelectual como un tipo confundido, al que la cabeza le pesa y tira la plata en libros. Pero toda esa carga políticamente incorrecta quedaba anulada por el encanto de la casi tanguera frase “Volvé al barrio, en el 5”, himno de batalla de varias noches. Más allá de lo que realmente pensara, Otero sabía jugar el juego.
Con esa garganta privilegiada, el cantante supo dominar los pubs y la indomable acústica de Cemento; para cuando llegó el estallido de blues de comienzos de los ’90 en la Argentina, Memphis era una perfecta maquinaria aceitada en años de laburo de campo, ideal para encabezar el suceso. El disco registrado en el Gran Rex en julio de 1994 les dio record de ventas y peso en la industria; colocar una canción en el programa de Marcelo Tinelli, otra certificación de popularidad.
Otero, lo contó Gloria Guerrero esta semana en Página/12, fue un sobreviviente de infinidad de batallas con centro en el exceso. Hace una punta de años, Enrique Jardiel Poncela escribió que “Quien se libra durante años de morir atropellado por un camión, acaba muriendo atropellado por un triciclo”. Que el absurdo no suene a ofensa, sobre todo porque no le faltó absurdo a las letras de Otero. Solo se remarca la cruel ironía de que, habiendo zafado de tantos demonios –demonios a veces bien reconocibles con solo verlo en el escenario—, haya encontrado su final en un accidente rutero. Como Pappo, también en la ruta, también sobrio, por una fatalidad que nada tiene que ver con las leyendas viciosas del rock and roll.
La muerte de Otero vino, también, a recordar esos pubs donde se cocía el caldo del rock made in Argentina en una década especialmente fértil. Es probable que hoy en Bogotá 92 haya un edificio o algo así, es preferible ni pasar a chequearlo, evitarse el mal trago de ver el pasado definitivamente sepultado bajo un luminoso palier con planta artificial. Tampoco es para tanto, porque por suerte en esta ciudad siguen pasando cosas, y aunque escaseen los espacios para mostrarse en vivo, las bandas siguen asomando y los músicos siguen haciendo. Pero la foto de esos pubs, la silla sobre la mesa, la escalera al sótano donde el tipo pedía que no rompieran cosas que después había que pagar, se pone cada día un poco más sepia. Aunque a los escépticos les suene excesivo: con la partida de Adrián Otero, bluesman de Buenos Aires, esta ciudad acaba de perder un cachito de mística.
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