CULTURA › CLAUDIO BENZECRY, AUTOR DEL LIBRO EL FANáTICO DE LA óPERA
El sociólogo y profesor de la Universidad de Connecticut desmonta, a través de su investigación, varios lugares comunes de la sociología. Uno de ellos es el que dice que la ópera es para ricos. Y compara a estos fanáticos con los de fútbol.
› Por Diego Fischerman
Había un profesor de metodología de la investigación que solía decir a sus alumnos “si no tienen una duda, no investiguen”. Claudio Benzecry estaba entre ellos y tenía, claro, una duda. “Lo que no me cerraba –cuenta– era la manera en que la literatura sociológica presentaba la relación entre clase, status, gusto y objeto cultural. Siempre se presentaba como algo bastante esquemático: a tal clase correspondía tal gusto, tal objeto y tal manera de disfrutarlo. Y allí me hacían mucho ruido ciertos recuerdos de infancia, por ejemplo quiénes eran los que en el Colón iban entre bambalinas a querer hablar con los músicos.” De ese ruido, y de una pormenorizada investigación sobre el público de ópera –y sobre las formas en que ese público desmiente los lugares comunes de la sociología– nació El fanático de la ópera. Etnografía de una obsesión, el libro que acaba de ganar el premio Mary Douglas al mejor libro en sociología de la cultura, otorgado por la Asociación Americana de Sociología.
El libro, publicado por Siglo XXI, empieza por desmentir uno de los lugares comunes más acendrados y es que la ópera es para los ricos. Esos fanáticos, en cuya micro organización social el “saber sobre ópera” ocupa un lugar fundamental, fueron entrevistados y observados con singular empatía. “El objetivo –escribe Benzecry– es construir una sociología del apego a formas culturales centrada en el carácter afectivo y personalizado de esa afición y analizar, en la búsqueda de claves, la cuestión de la autoafirmación y la autotrascendencia.” Graduado en Ciencias Políticas en la UBA, doctorado en sociología por la Universidad de Nueva York y profesor de esa especialidad en la Universidad de Connecticut, Benzecry pertenece, además, a una familia de músicos –su padre es director de orquesta y su hermano compositor– y tiene, desde siempre, una afinada relación con ese mundo. “A diferencia del público de conciertos, para los que, podría decirse, el cuerpo está ausente y hay una fantasía de música pura, que se escucha con ojos cerrados y sin distracciones, para muchos de los fanáticos de ópera con los que me encontré hay una conexión muy fuerte, que ellos relatan como ‘de diafragma a diafragma’. Ellos hablan, en sus relatos de experiencias vividas como público, del corazón, del pecho. Y hay algo muy llamativo en sus relatos fundantes. Los estudios clásicos hablan de cómo alguien llega hasta la puerta del Colón, y allí la cuestión de clase es importante. No lo explica todo pero sin duda, en la mayoría de los casos hay una relación. Pero lo que la clase no puede explicar por sí sola es cómo esa persona construye un gusto y cómo llega a decir ‘mi vida es la ópera’. Hay gente de mucho dinero pero también está, por ejemplo, el hijo de un cuentrapropista italiano que comenzó a ir a la ópera de chico y que no podría prescindir de ese mundo.”
En las conclusiones, el autor va hacia los posibles parecidos –y diferencias– entre éste y otros fanáticos. “Un tema era ver qué diferenciaba, si es que existía tal diferencia, al fanático de la ópera del plateísta de Racing que va a putear todas las semanas a su equipo en lugar de disfrutar. Cada una de estas experiencias tienen sus reglas propias y, al mismo tiempo, se relacionan. En muchos aspectos, el gusto por la ópera tiene que ver con lo colectivo. Hay algo de peregrinaje, y de relación con la obra pero acompañado por extraños. Creo que es muy interesante el tipo de sociabilidad que se da, entre mucha gente que elige ir sola y que se relaciona con otros a su alrededor pero antes o después. Mientras dura el espectáculo, la relación es exclusivamente con el escenario. En ese sentido, tal vez sea algo distinto al rock, donde hay una participación y una puesta en juego del propio cuerpo y un disolverse en el colectivo que, en el caso de la ópera, se da de una manera totalmente distinta. Y a diferencia del deporte, la nostalgia musical es analítica. Boyé o Moreno permanecen sólo en el recuerdo y en el mito. Las orquestas y los cantantes de hace más de treinta años, en cambio, pueden escucharse. El recuerdo mistificado puede confrontarse con algo objetivo. Y, en esa jerarquía de las experiencias, obviamente siempre el punto de referencia es la interpretación en vivo. Para el fanático de ópera cuenta tanto el resultado como su autenticidad. El hecho de que no haya truco, de que eso haya sido realmente así, que es lo que garantiza una grabación en vivo, es fundamental.”
La ópera, sin embargo, se parece al fútbol más que lo que podría suponerse y, sobre todo, en la naturaleza esquiva del placer. En una y en otro, lo más frecuente son las frustraciones; rara vez se llega a esos momentos sublimes –ese gol, esa aria– cuya espera, no obstante, constituye el principal atractivo. “Muchos de los fanáticos de ópera han tenido iniciaciones tardías. Y en la mayoría de los relatos hay un fuerte acento puesto en la relación entre lo que esperaban que sucediera y lo que efectivamente pasaba. Son varios los que cuentan que sus padres escuchaban ópera pero a ellos les parecía un bodrio, o que fueron llevados por el colegio y no les gustó nada pero que volvieron de grandes, llevados por otra persona, y que cuando vieron lo que sucedía en escena y escucharon la música quedaron como capturados por esa escena, de la que no pudieron desprenderse más. Hay, también, una relación entre estos relatos de iniciación personal y lo que el público más antiguo les enseñó. Los que van siempre desde hace años son muy valorados por el grupo, y la diferencia entre quienes concurren a la ópera por amor y aquellos que podrían tener motivos menos nobles, resulta central. Y hay, por otra parte, una especie de transmisión, casi de transfusión, de conocimientos prácticos. Uno puede encontrarse con chicos muy jóvenes que hablan y relatan y opinan de cuando Callas actuó en el Colón, muchos años antes de que ellos nacieran. Es más, hablan en tiempo presente. Y, desde ya, hay también diferencias generacionales. Los más jóvenes suelen ser más analíticos, incluso con su propia afición, y tienen más en cuenta cuestiones relacionadas con la puesta teatral. Entre los mayores hay un rechazo mayor a lo visual como distracción. Por otra parte, comparten su aversión por las puestas que, a su juicio, no entienden la ópera o hacen cosas gratuitas o efectistas. Diría que eso, y los críticos, a los que por otro lado no dejan de leer, son sus principales enemigos.”
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