CULTURA › ENTREVISTA AL DRAMATURGO ELIO GALLIPOLI
Así define al teatro este autor, director, poeta y docente. El sello Corregidor acaba de publicar cuatro de sus obras: Hola, hermanito, Y ahora qué (Repetición y diferencia), De nosotros y La Loly (Relato directo), que atraviesan distintas etapas de su producción.
› Por Hilda Cabrera
El enfrentamiento entre personajes que ocupan un mismo espacio o se hallan en una misma situación es un hecho planteado de modo singular por el dramaturgo y director Elio Gallipoli en Hola, hermanito, obra de 1970 que, junto a Y ahora qué (Repetición y diferencia), de 1968; De nosotros (1973/74) y La Loly (Relato directo), de 2001, acaba de publicar Ediciones Corregidor. En la lucha por sobrevivir, uno de los simbólicos “hermanos siameses” de Hola... se tomará un respiro para aleccionar a su temprano enemigo: “La muerte no tiene importancia... Ella sola se encarga de alcanzarnos. Es sólo lo que se intenta en la vida lo que me preocupa. Y en cuanto a eso, nosotros algo tenemos que ver”. En la entrevista con Página/12, Gallipoli –también autor de una novela sobre su infancia, Gioiosa Marina, nombre del pueblo en que nació, y de donde fue traído siendo niño a la Argentina– destaca los años de creación y amistad con los dramaturgos Alberto Adellach y Osvaldo Dragún, previos y posteriores al movimiento cultural Teatro Abierto 1981. Fue en ese ciclo pionero, y en los siguientes, que estrenó El 16 de octubre (1981), pieza que dirigió Alberto Ure, sobre una primera escritura de 1979 que había titulado Y si...; La ñata contra el tiempo (1982), con puesta de Ure; y Para amarte mejor (1983), con dirección propia. Otras piezas breves elaboradas para T.A. (Después de la lluvia, Construyendo y Duelo y después) no fueron escenificadas, pero sí publicadas por Ediciones del Leopardo.
Así como las poesías de su libro Vísperas y Ausencias nacen de la amistad que lo unía a Dragún, Adellach y el poeta Jorge García Sabal, las obras ahora editadas por Corregidor lo retrotraen a los años de docencia compartidos con otros autores, directores e intérpretes en la Escuela de Teatro de Lomas de Zamora, y a la urgencia de entonces por reformular los planes de estudio. Era la época en que compartía talleres con el autor Ricardo Monti y componía obras como las ahora publicadas. “De nosotros surgió en 1973 de un taller de egresados –precisa el autor–. Al año siguiente quise festejar mis 30 años en Gioiosa Marina, mi pueblo. Viajé, y al regresar, la situación había empeorado. El terrorismo de Estado, con López Rega y la Triple A, había cambiado la estructura del país.” Pero el terror no fue el fin para Gallipoli. La opinión de Roberto Villanueva, director de la premiada Botánico, obra que significó “reconocer al otro como totalidad, con sus diferencias y no como alguien a quien hay que modificar”, según manifestó Villanueva en oportunidad del estreno, coincide con la filosofía artística y personal que manifiesta el autor, atraído por el contexto social y emocional de la política: “Me interesa la relación de la política con una determinada forma de vida y de poder. En este aspecto, la alineación política fue una de las características de la década del ’70, y no desapareció, tampoco ahora, aunque con otros colores”.
–¿Se dio también en el teatro?
–Sus integrantes, incluidos los que trabajaban en el cinturón de Buenos Aires, eran parte activa de una iniciativa que se originó en los años ’30. Necesitaban expresarse y mostrar obras a la comunidad. Perdimos algunos logros, y aunque en Argentina lo que se pierde no se recupera, siempre algo podemos hacer. Cuando estrenamos De nosotros, en Lomas, teníamos talleres y seminarios a los que venía gente muy valiosa, como Griselda Gambaro, Adellach, Roberto Villanueva, Jorge Petraglia, Delia Garcés... Habíamos creado una dinámica pedagógica propia, porque entonces el tema era romper con la verticalidad de los personajes y buscar la horizontalidad absoluta (escuchar y promover el diálogo y la tolerancia).
–¿A eso apunta, entre otras obras, De nosotros, desarrollada en un orfanato?
–El lugar es anecdótico. Queríamos hallar formas de enlace entre las situaciones reales y las convenciones. En 1986, hice otro intento. Organicé un curso de posgrado en la Escuela de Teatro de La Plata y armé con los alumnos una obra que se llamó Plaza Moreno, articulando en el escenario situaciones inmediatas de lo real. Este grupo había atravesado una experiencia de represión fuertísima. Era gente muy cercana a los chicos víctimas de La Noche de los Lápices (los secuestros y asesinatos de estudiantes secundarios en la noche del 16 de setiembre de 1976 y días siguientes, en La Plata). Aquella historia inventada del orfanato provenía de un hecho real, anterior al Golpe del 24 de marzo de 1976, que les había contado la esposa de un desaparecido, cuya identidad ocultó el grupo. Supe la identidad seis meses después de que hiciéramos la obra.
–¿Por qué callaron?
–Estábamos en democracia, pero seguían inhibidos. La historia argentina tiene períodos muy complejos, crueles y delicados cuando se trabaja sobre sensibilidades. Por eso es necesario investigar a fondo y no quedarse con la cáscara. Estuve releyendo textos sobre el golpe militar que puso en el gobierno a José Félix Uriburu (el 6 de setiembre de 1930) y sobre el discurso del escritor y poeta Leopoldo Lugones, que se conoce como La hora de la espada, donde “casi” pregona aquel golpe. Hechos como éstos muestran desde dónde se plantea el tema de la Patria. Se plantea desde una intolerancia que impide pensar una Patria en conjunto.
–¿Cuál es la consecuencia?
–Negar al hermano; matarlo. Así como en la ficción, algunos de mis personajes se plantean consignas absolutas hasta alcanzar nivel patológico, cuando la opinión de la gente está excesivamente condicionada e ideologizada se acaba “la libertad de opinión” y surge “la imposición de opinión”, de gran incidencia en la política, en la vida diaria y también en el teatro. Esto lo comprobé trabajando con Dragún. La existencia de Teatro Abierto no fue consecuencia de una imposición de opinión. No lo fue en los preparativos junto a Chacho Dragún. Nuestra pregunta era “cómo seguimos viviendo”, y el desafío, seguir haciendo. Un hacer que fuimos articulando entre todos los que participamos en ese movimiento cultural, y que después la sociedad puso donde quiso.
–¿Otro problema?
–Depende de cómo se desarrolla una sociedad. Teatro Abierto no nació de un día para otro. Antes de 1981, se crearon numerosas obras. Para mí, la más espectacular en su relación con el público fue Víctimas y victimarios, de Aarón Korz, estrenada en el ciclo de T. A. 1982; y en general, el gran trabajo de Chacho, su pensamiento, tan amplio. Cuando estaba organizando la Escuela Latinoamericana de Teatro, en Cuba, uno de sus proyectos era invitar a los exiliados cubanos anticastristas y armar un Congreso de Teatro.
–¿Cuál es la condición necesaria para el desarrollo de la libertad de opinión?
–No afirmar “verdades” con tanta ligereza. Este es un momento de mucha tensión política en Argentina, donde, sin embargo, existe un límite, del que se tiene conciencia. Ese límite es el de un nuevo enfrentamiento. Pero habrá elecciones a pesar de las manifestaciones de intolerancia de uno y otro lado.
–¿Qué señalaría como fundamental en la política argentina?
–El sentimiento peronista. En mi opinión, la base de la sociedad argentina. Lo importante es cómo articular un sentimiento que puede llevar a sus dirigentes y a sus seguidores al peor de los liberalismos o a la aceptación de un López Rega en el gobierno. En algún momento, los dirigentes tendrán que asumir la responsabilidad de hallar un punto de equilibrio entre ese sentimiento y una acción social justa.
–¿Cuál sería el camino?
–En principio, no abusar de ese sentimiento. Que los actos y las necesidades vayan hablando, y no los slogans. Se trata de no alinear la opinión. Una sociedad alineada deja de ser libre y creativa, y mucho más cuando se da en intelectuales dispuestos a servir a los poderosos, de cualquier color, y no a un movimiento con ganas de participar de forma autónoma.
–¿Cuál es hoy la inserción social del teatro?
–Mi opinión es que en este momento el modelo es el teatro comercial. El apoyo económico que se fue dando a los teatros independientes desde la creación del Instituto Nacional del Teatro y de Proteatro derivó en algunos casos en una cultura del formulario. La vanguardia y el impulso de los jóvenes parece ser llegar al teatro comercial. Fuera de esto hay una explosión de obras y autores, pero sin implicancias en la sociedad.
–¿Esto significa que no se los reconoce como propios? ¿Compara esta situación con otra época?
–Con distintas épocas. En general, aparecían dos o tres obras al año que tenían esa implicancia, como la tuvo El puente, de Carlos Gorostiza; o Telarañas, de Eduardo “Tato” Pavlovsky. En los ’90 se rompió con los referentes y se apuntó al teatro de investigación o al comercial. Para los que consideran al arte como algo ocioso les venía bien el modelo de algunos personajes de la TV, hábiles para captar el imaginario de todo un país.
–¿Quiere decir que lo decisivo pasó a ser un nombre y no una obra?
–Como en la política y el periodismo, lo que cuenta es una palabra o una frase dicha por un político, un periodista o un conductor de TV. El imaginario cultural es el que se instala en los mega espectáculos de la TV y el criterio político que predomina es el de los periodistas mediáticos que discuten sobre qué dijo y qué no dijo tal o cual personaje.
–¿Son etapas?
–Pensemos en el ex presidente Carlos Menem. Era infalible hasta que renunció. ¿Qué quedó de esa infalibilidad? ¿Existe? En la política hay códigos que se rompen. Pasa con la historia y pasa con el teatro. Pero el teatro siempre vuelve, y es incontrastable cuando nos revela un sentimiento o una idea. Para mí es un instrumento que permite rescatar la sensibilidad, ir al encuentro de los otros y no ser perro de hortelano de sí mismo.
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