CULTURA › PUBLICARON LAS CLASES DE LITERATURA DE JULIO CORTáZAR
Se trata de las ocho clases que el autor de Rayuela dio en octubre y noviembre de 1980 en la Universidad de Berkeley. El prologuista Carles Alvarez Garriga destaca las virtudes de “un Cortázar oral que es extraordinariamente cercano al Cortázar escrito”.
› Por Silvina Friera
Improvisar no significa simplemente tocar notas sueltas. En la música, en la oralidad, en la escritura –si se consiente cierta elasticidad–, improvisar es como hablar. Cada uno se expresa de un modo más acelerado o sosegado; utiliza sus propios recursos: palabras, frases, ideas, ejemplos, formas de argumentar, anécdotas, énfasis, comentarios, pausas. Berkeley, California, otoño de 1980. “El profesor menos pedante del mundo” –un gran melómano que confesará sentirse un músico frustrado, alguien que ha dejado de tocar la trompeta por el mero placer de divertirse porque en “París es muy difícil tocarla sin que inmediatamente venga la policía”– demuestra cada jueves que es un gran intérprete cuando comienza a dar un curso sobre literatura; ocho clases que abarcan los caminos del escritor, el cuento fantástico y el realista, la musicalidad, el humor, el erotismo y lo lúdico en la literatura. Julio Cortázar –de él se trata– aclara que está improvisando: “No soy sistemático, no soy un crítico ni un teórico”, se lee al principio de Clases de literatura (Alfaguara), la minuciosa y fiel transcripción de trece horas de grabaciones que permite comprobar, como advierte Carles Alvarez Garriga en el prólogo, que “el Cortázar oral es extraordinariamente cercano al Cortázar escrito: el mismo ingenio, la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones”. Es un gran intérprete –se insiste–; realmente domina los instrumentos que toca, goza y hace gozar, aun en el disenso. Y logra nada más y nada menos que desacralizar y pulverizar la jerarquía profesor-alumno. Pero también, como si no fuera suficiente y sorprendente, él mismo se aplica la guadaña y se baja del pedestal al revisar críticamente zonas de su obra. Libro de Manuel –dice– es “sumamente imperfecto”, “muy flojo desde el punto de vista de la escritura”.
Estas clases, que no fueron escritas por Cortázar sino habladas, podrían titularse –como atinadamente señala el prologuista– “El profesor menos pedante del mundo”. Ese profesor tan suelto de boca examina su itinerario como escritor a través de tres etapas: una “estética”, una segunda, “metafísica”, y la tercera una etapa “histórica”. “Si hay una cosa que defiendo por mí mismo, por la escritura, por la literatura, por todos los escritores y por todos los lectores, es la soberana libertad de un escritor de escribir lo que su conciencia y su dignidad personal lo llevan a escribir”, afirma ante sus alumnos. Sobre la llamada “literatura comprometida”, recuerda algo que dijo un humorista: “Los escritores comprometidos harían mejor en casarse”. La frase le parece un poco reaccionaria pero también divertida y le permite tirar del hilo de una reflexión. Un escritor que se considere comprometido, en el sentido de solamente escribir sobre su compromiso, “o es un mal escritor o es un buen escritor que va a dejar de serlo porque se está limitando, está cerrando totalmente el campo de la inmensa realidad que es el campo de la escritura y de la literatura y se está concentrando exclusivamente en una tarea que probablemente los ensayistas, los críticos y los periodistas harían mejor que él”.
Varias clases están dedicadas al cuento, ese “orden cerrado” cuya arquitectura se erige a través de la intensidad y la tensión. “Casa tomada”, uno de los relatos que la crítica ha trabajado más y al que le han buscado infinidad de interpretaciones, fue producto de una pesadilla que soñó Cortázar una mañana de verano. “Los sueños han sido uno de los motores de mis cuentos fantásticos –reconoce el escritor, que analiza un puñado de sus mejores relatos, como ‘La noche boca arriba’ o ‘Continuidad de los parques’–. Aunque lo crean una paradoja, les digo que me da vergüenza firmar mis cuentos porque tengo la impresión de que me los han dictado, de que yo no soy el verdadero autor. No voy a venir aquí con una mesita de tres patas, pero a veces tengo la impresión de que soy un poco un médium que transmite o recibe otra cosa.” Ante la pregunta de un alumno sobre cuál considera su mejor cuento, el escritor responde que “El perseguidor”, un relato que fue “una especie de bisagra que me hizo cambiar”, donde estaban esbozadas una serie de ansiedades y tentativas que en Rayuela encontraron “un camino más abierto y más caudaloso”.
El pasaje de lo fantástico al realismo no es tan fácil como parece –plantea el escritor– desde el momento en que nadie sabe bien exactamente qué es la realidad, “un concepto extraordinariamente permeable según las circunstancias y el punto de vista que tomemos”. “La literatura es capaz de crear textos que nos den una primera lectura perfectamente realista y una segunda lectura en la que se ve que ese realismo en el fondo está escondiendo otra cosa.” En esta órbita inscribe a Franz Kafka con el relato “En la colonia penitenciaria” o la novela El proceso.
La proximidad y empatía que alienta el Cortázar oral aumentan en cada encuentro. Es una gran maravilla leerlo en ese afán de llevar la libertad de improvisar permanentemente hasta sus últimas consecuencias. Cuenta, en la quinta clase, que en determinados momentos de la narración las posibilidades sintácticas de la prosa y del idioma no le alcanzan. El “decir” de la escritura a veces se desencadena de “una manera imperfecta e incorrecta desde el punto de vista de la sintaxis”; entonces sucede que no pone una coma allí donde cualquier ortodoxo de la sintaxis y la prosodia no vacilaría en colocarla. “Y no la pongo porque en ese momento estoy diciendo algo que funciona dentro de un ritmo que se comunica a continuación de la frase y que la coma mataría.” Entre las situaciones cómicas con los correctores de estilo de las editoriales, Cortázar comenta que en el último libro de cuentos que se imprimió en Madrid, “me habían agregado treinta y siete comas ¡en una sola página!”. La supresión de las comas es por la obediencia “a una especie de latido que hay mientras escribo y que hace que las frases me lleguen dentro de un balanceo, dentro de un movimiento absolutamente implacable contra el cual no puedo hacer nada”.
Se sabe que el jazz tuvo una gran influencia para el autor de Historias de cronopios y de famas. “El elemento de creación permanente en el jazz, ese fluir de la invención interminable tan hermoso, me pareció una especie de lección y de ejemplo para la escritura: dar también a la escritura esa libertad, esa invención de no quedarse en lo estereotipado ni repetir partituras en forma de influencias o de ejemplos sino simplemente ir buscando nuevas cosas a riesgo de equivocarse”, explica en una de las clases. Para despejar la confusión entre el humor y la mera comicidad apela a un ejemplo: “Alguien como Jerry Lewis es para mí un cómico y alguien como Woody Allen, un humorista”. Cualquiera de los efectos cómicos que consigue Allen “están llenos de un sentido que va muchísimo más allá del chiste o de la situación misma: contienen una crítica, una sátira o una referencia que puede ser incluso muy dramática, como se empieza a ver ahora en sus últimas películas”. Se refiere a Annie Hall (1977), Interiores (1978), Manhattan (1979) y Stardust Memories (1980). Cortázar pondera el humor de Macedonio Fernández, “un gran desconocido todavía hoy, casi un escritor de especialistas y de alguna manera es una gran culpa de todos nosotros y de los recintos universitarios que (...) sea tan poco conocido porque, incluso habiendo hecho una obra de muy poca extensión, es de una enorme riqueza”. Y manifiesta, a partir de una pregunta de un alumno, su gran admiración hacia Ramón Gómez de la Serna, “escritor que no creo que sea tan leído como debería serlo ni en España ni en América latina”.
La exploración de los diversos planos de Rayuela –escrita “como una especie de anti-Thomas Mann (...); los suyos son libros de respuestas”– adquiere una proyección que no se agota en el presente del curso. “Si uno se descuida, el lenguaje es una de las jaulas más terribles que nos están siempre esperando”, subraya Cortázar y revela que en sus primeros viajes a Cuba tuvo “polémicas muy fraternales pero al mismo tiempo muy violentas en el plano verbal con compañeros muy revolucionarios que cuando abrían la boca se expresaban exactamente como un escritor del siglo XIX.” Y va aún más allá cuando añade que “las cosas más revolucionarias se apagaban a través del mensaje porque se expresaban de la misma manera que un maestro de escuela puede expresarse cuando trata de enseñarles a sus niños la batalla de Waterloo o alguna cosa por el estilo”. El profesor menos pedante del mundo regresa bajo la forma de unas páginas habladas; un giro inesperado en las conversaciones con uno de los escritores centrales de la literatura argentina del siglo XX.
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